A los 18 años fui a visitar a una tía que vivía en los Estados Unidos.Viajé con dos valijas y una gran crisis de identidad encima. Eran tiempos oscuros, estaba desconectada de mí misma a un nivel tal que no reconocía si la que hablaba era yo, o era otra persona desde un afuera extraño. La adolescencia en esos momentos tenía un tinte dorado mágico por lo que vendría, y azabache siniestro, también por lo que vendría. Pero a pesar de ese estado de extrañamiento, que hoy en día creo encubría un gran miedo a vivir, viajé, y el viaje tuvo su lado positivo: una frase.

Fue largo y lleno de altas y bajas, estuve más de dos meses compartiendo mi vida con esta tía que apenas conocía, y sus hijos yankees intratables, aprendiendo la cultura, lo que te produce la distancia de tu país, comparando mundos y caminando por calles llenas de casas hermosas que no parecían tener vida adentro, así es Tampa, Florida. Calurosa y rara.

Fue durante una noche, en esa estadía agridulce, a miles de kilómetros de mi casa, que tuve mi primer ataque de pánico, así al menos lo sentenció el médico de guardia, un mexicano amable que hablaba castellano en una clínica de la zona. En esa época no estaban tan de moda este tipo de manifestaciones nerviosas, o al menos no eran tan conocidas. Yo sentía que el aire no pasaba, que mi muerte era inminente, y me acuerdo que me frustraba mucho el hecho de no estar teniendo en ese momento ninguna epifanía ni pensamiento iluminador antes de «mi fin». Entonces, ya de nuevo en la casa, bajo los efectos de un tranquilizante, llegó la frase. Esa noche mi tía, a la que yo apenas reconocía como la hermana de mi mamá, pero con la que había logrado hacer un lindo y profundo vínculo me dijo: «A vos trabajar te va a hacer bien.» Cuando volví a mi país, me aferré a esas 8 palabras como mi tabla en el mar. Por el trabajo, durante mis siguientes 20 años, logré vivir, sobrevivir, revivir, y también he sentido constantes momentos de hundimiento y salir a flote de nuevo. Desde el desafío de tener mi primer empleo, en esa época en la que uno iba con el diario en la mano, sin experiencia de nada, y con el corazón latiéndome a mil por hora. Un supermercado fue mi destino inaugural como trabajadora. Era cajera, repositora de latas y barredora de pasillos. Y, así, trapo en mano, mi vida se llenó de sentido, trapo en mano y con un uniforme lleno de manchas de leche y olor a fiambre en el pecho. Recuerdo ese estado de dicha que me dio valerme por mí misma, tener un sueldo a fin de mes. Era yo, en mi entereza, en el descubrimiento de lo que era capaz de hacer, del lugar que podía tener. Algo se había unificado en mí.

Los trabajos que vinieron después fueron variados, hasta que me recibí de redactora y me metí en el «sin horario» mundo de las agencias de publicidad, que los primeros tiempos me llenaron de una mezcla de emociones intensas.

Con el trabajo uno se ordena, se limita, gana cosas, renuncia a otras, y en esa renuncia podemos cometer el peligroso acto de entregar nuestra vida, justamente tal vez por que no sabemos qué hacer con ella, porque saber qué hacer con la vida no es simple y porque no se resuelve rápidamente esa duda. Durante mucho tiempo me pasó. Que la jornada termine, pero yo siga ahí, en la silla, inamovible en cuerpo y mente ahí, absorbida. En parte mi oficio era así, sin horarios, pero en mi caso había algo más. Una entrega desmesurada y excesiva como si no pudiera poner un freno, o como si hubiera decidido que era mi motivo de existencia y me diera miedo apartarlo. Creo que hay una trampa en la idea de productividad. Y en algún momento uno, que hace ya mucho viene haciendo lo mismo, cae en la terrorífica escena de «Qué voy a hacer si no hago esto y cómo voy a mantenerme» Creo también que con el tiempo el interés se desgasta y uno queda girando como el hamster en la rueda.

Hoy, que tengo 36 años, pasé por más de 14 agencias y estados anímicos, sé con seguridad 3 cosas:

1. No estoy enamorada de lo que hago.

2. Soy cobarde para arrimarme a otro amor.

3. Necesito más el dinero para vivir que el amor.

He tenido muchas fantasías recurrentes con ganarme la lotería y no hacer absolutamente nada más en mi vida. Dedicarme al NO HACER como forma de existencia, vivir de la siesta, ser una filósofa del nuevo siglo que reflexiona sin demasiada profundidad de nada. La idea cae rápidamente porque el billete de lotería es caro, y porque llego a la conclusión que sólo apasionándome por algo, puedo recobrar el fuego interno, y que si me pagan por esa pasión el fuego se vuelve incontrolable. Seguramente el incendio dure poco, no creo que hay pasiones eternas, pero hay que despertarlas, y ese es el verdadero trabajo difícil de hacer.

A mi tía con cariño por esa frase salvadora, un gracias eterno.

Tu puntuación:

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS