Mi vida entre modelos

Mi vida entre modelos

Javier Vidal

23/03/2018

Un hotel es una casa. Bueno, más que una casa es una ciudad repleta de habitantes temporales que deambulan por sus pasillos con la sensación de no saber muy bien a donde ir. Introducen la tarjeta en el cajetín, la luz verde parpadea y cierran la puerta detrás de ellos: lo que ocurre en esa habitación se queda en esa habitación…y en los registros de limpieza de las camareras con forma de condones usados, bolsitas de cocaína, restos del naufragio nocturno y, con un poco de suerte, alguna propina en forma de billete amarillo. Las noches se suceden, el sol se pone al ritmo con el que las calles de Madrid se cubren de agua procedente de un camión cisterna mientras el recepcionista se convierte en el espectador de piernas cansadas que todo lo ve, al que muchos ignoran cuando interesa, en el centro de la diana de jóvenes y déspotas banqueros, de los caprichos de Paulina Rubio (siempre relacionados con su apetencia por los cocidos madrileños de madrugada) y el único que realiza tareas de dirección remuneradas con sueldos de personal base.

El caso es que aquella noche de viernes el hotel estaba al 97% de ocupación y el departamento de Aura, (sí, la hosteleria del lujo es siempre pretenciosa y está repleta de experiencias en lugar de negocios) había esparcido unos dos litros de un repugnante ambientador con ligeros toques de melón y pepino por cada rincón del lobby. Desfile de piernas y tacones detrás de la brillante pantalla del ordenador, un servidor y la cara de una menor cubierta de leche enmarcada en el cuadro situado a mi retaguardia… resumiendo: estaba rodeado por todos los flancos. Me subí la bragueta, recoloqué mi pelo observando mi reflejo en la pantalla y continué haciendo aquello para lo que nací: parecer muy ocupado cuando en realidad me dedico a estudiar japonés, echar un vistazo a las últimas novedades de Orgasmatrix y fantasear con una posible relación con final feliz con la americana de la 314 en el baño de discapacitados situado justo al final del pasillo de la -1.

Más piernas de un lado a otro, un par de chulazos con pinta de actores de Hollywood dejando su estela y desapareciendo como cometas en el bar y de pronto, la puerta giratoria de la entrada y situada justo a mi izquierda, se pone en movimiento dejando paso a una mujer en la que no reparo porque sigo ensimismado con un kanji de 14 trazos. A apenas un par de metros y a mi derecha, otra figura surge del ascensor y se desliza hacia la puerta.

Ndr: la situación que me dispongo a narrar se desarrolló en inglés, pero no procede transcribirla debido al escaso nivel lingüístico del recepcionista medio.

Voz de mujer 1 (desde la entrada): Eyyyyyyyyyyyyy.

Voz femenina 2 (desde el lado del ascensoor): Eyyyyyyyyyyyyy, pero bueno, ¡qué sorpresa!

El mundo, mi hotel, ese espacio decorado con muebles de la «Maison du Monde», que quiere y no puede pero lo intenta de todas formas, baja de revoluciones y adquiere el aspecto de un sueño a cámara lenta, refulge, vibra al tiempo que mis oídos pitan en el preciso momento en el que levanto la cabeza. Y mis manos sudan y me doy cuenta que estoy solo en el turno de noche y lo que sucede justo delante de mi no puede ser compartido con nadie porque, así son los milagros, ¿no?: personales e intransferibles.

Voz de mujer 1 (adentrándose en el lobby): Pero Naomi, ¿qué estás haciendo aquí?

Voz de mujer 2 ( acercándose a la mujer 1): Cindy, estás preciosa…

Las dos mujeres cortan el aire cargado de gotas de ambientador a lomos de unas piernas larguísimas perfectamente asentadas en unos zapatos de tacón de aguja, se acercan la una a la otra y yo vuelo junto a ellas, recorro el mundo en un descapotable por una carretera de costa. Una negra, color toro bravo bajo el sol de las Ventas, de labios diseñados con el Autocad, minifalda tipo braga, uñas violetas y escote regido por la secuencia de Fibonacci. La otra blanca, con un lunar lunero junto a la comisura de una boca que devoraría en cada desayuno, en cada comida, en cada cena del resto de mi vida, de pelo castaño con toques de sol de California y ojos marrones por encima del 1,80 de altura. Ella Cindy, la otra Naomi. Una Crawford, la otra Campbell. Las cuatro, y digo cuatro porque cada una de ellas cuenta al menos por dos, se juntan todavía más y se funden en un abrazo infinito frente a mí, como si hubieran coreografiado ese momento, spéciale dédicace á el último mono que, por primera vez en su vida, ama su trabajo y todo lo que éste conlleva. Y se besan las mejillas y yo, llevado por mi imaginación portentosa, me uno a ellas y nos tocamos, coloco las yemas derretidas de mis dedos sobre sus caderas y me siento pequeñito, pequeñito, un barco de arroz entre dos olas perfectas y no quiero que este momento se acabe nunca porque estoy seguro de que pertenezco a esas dos mujeres, porque mi destino estaba escrito entre esos cuerpos y…

Voz de Cindy Crawford dirigida al recepcionista con la boca abierta: A ver tú, chico, tengo el maletero del coche cargado de maletas…

Pues eso, mi vida en el hotel, la vida entre modelos.

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