Son apenas las cuatro de la madrugada, el frío se incrusta en los huesos y como casi siempre en esta ciudad llueve sin parar. Martín emprende su viaje apenas con el tiempo y las monedas necesarias para tomarse un café que le ayude un poco a espantar el frío y a engañar al hambre. Se dirige a una entidad que el gobierno ha dispuesto para atender a víctimas del conflicto, crímenes de guerra y el desplazamiento forzoso.
El viaje es incómodo, debe caminar varios kilómetros bajo la lluvia en una ciudad que desconoce y que le causa miedo, pero sigue su marcha y en sus ojos se nota un halo de esperanza que lo ha cobijado por varias semanas cuando uno de esos funcionarios del gobierno de presencia honorable de saco y corbata haciendo gala de su cargo y viviendo de un buen trabajo, puso la mano sobre su hombro diciendo: “no se preocupe que este trámite no es demorado y muy rápido le daremos una solución a su situación”. Recibió aquellas palabras con esperanza, si, esa misma que tienen las personas como él que se han despertado con el canto de las aves y sintiendo el abrazo de la naturaleza en su diario vivir de cultivo, de pastoreo y de campo, ese campo del que debió salir dejándolo todo porque unos delincuentes así lo quisieron, y aun así agradece a la vida por la vida misma, la de él y la de su compañera, la vida de ambos y la de sus cuatro muchachitos, la vida, que fue a lo único que se aferró cuando perdió todo lo demás.
Mientras camina con sus manos en los bolsillos, con una chamarra gigantesca que alguien le vendió por unos cuantos centavos para sobrellevar el frío, recuerda que esa primera vez lo atendieron muy bien pues casualmente ese día estaba allí un noticiero de televisión haciendo un reportaje, si, lo atendieron muy bien y hasta unos víveres le regalaron, aun que en verdad eso les duró muy poco y también aprendió que “acá en las grandes ciudades se come diferente”, sobre todo cuando se tiene poco dinero.
Lo difícil fue de allí en adelante para resolver el pago de la pequeña habitación de 4x2mts que ahora era su morada, para tratar de recuperar el sueño cuando en las noches lo despertaban esas pesadillas desgarradoras y para afrontar la vida a los cuarenta y tantos sin saber hacer otra cosa que cosechar el pan que la naturaleza fielmente le facilitaba. Las “ayudas humanitarias” jamás llegaron, pero se decía así mismo entre balbuceos: ¡así es la vida viejo Martín! Pero que va, en el fondo sabía que la vida no debería ser así.
Llegó al puesto de atención faltando diez minutos para las cinco de la mañana y delante de él ya habían casi veinte personas y pensó: ¿cuán grande será la necesidad de toda esta gente?
A las ocho y diez comenzaron a repartir unas fichas de ingreso con el turno en orden de llegada, miró su número y era el cincuenta y dos, sabía que no le correspondía ese número pero no discutía por qué aprendió también que así eran las cosas en la ciudad y tenía que acostumbrarse. Esperó toda la mañana y mientras lo hacía observaba la displicencia de aquellos funcionarios públicos, los veía tomar café, leer notas en la computadora, conversar sobre cosas ocurridas el fin de semana anterior, los veía reír y en el fondo, muy en el fondo en medio de su triste situación sentía un poco de felicidad por ver a aquellas personas siendo felices.
Veía a los más jóvenes entretenidos en sus teléfonos móviles, miraba a las mujeres muy bonitas y a uno que otro hombre acercarse a dejarles dulces y detalles en su escritorio, Martín quería que en el futuro sus hijitos tuvieran una vida igual de cómoda, pero sabía también que debía hacer un muy buen trabajo enseñándoles que a la gente no se le debe hacer esperar tanto, que se le debe tratar con respeto y humildad, entender sus necesidades y sobre todo no ser indiferentes al dolor ajeno.
Al fin lo atendieron, pero la respuesta fue: “Aún no tenemos una solución desde el alto gobierno, faltan tramites y no hay recursos, pero no se preocupe señor que usted no tiene tanto tiempo en esta situación como otras personas”, el funcionario hizo una pausa cuando por su lado pasaba su compañera que le sonreía de forma picaresca, luego tomó aire y siguió: “yo le doy un consejo, trate de buscar algo que hacer mientras tanto porque el gobierno no puede hacerlo todo”.
Ese día definitivamente Martín pensó algo paradójico: ¿Qué era más cruel? ¿la impotencia ante las armas de los violentos que lo desterraron injustamente o ante los trámites, papeleos y corbatas de esos oficinistas del gobierno?
Menos mal Martín ya había aprendido a limpiar el vidrio de los autos que hacían la parada en los semáforos, aunque con algo de torpeza en sus movimientos, pero hasta ahora le había servido para engañar al hambre y distraer al tiempo.
Salió de aquella oficina: ¡gracias doctor, yo sigo viniendo, que mi dios lo bendiga! El hombre lo miró salir casi con indiferencia, esa indiferencia que se arraiga en el espíritu de los que han salido adelante con pocas necesidades y sin esfuerzos.
Ya en la calle Martín sacó de su bolsillo una
bayetilla roja y un tarrito de agua con jabón y se dispuso a “trabajar” en el primer semáforo que encontró a su paso, mientras se decía: “bueno hagámosle viejo Martín, mañana será otro día para regresar a lo de la ayuda, pero hoy debes sobrevivir un día más”. Y se acercaba a los carros con aquella inocencia, la inocencia de una persona que valora al ser humano por lo que es y no por lo que representa, sin reparar si viste de overol o de corbata, la misma inocencia que se va diluyendo cuando crece la impotencia.
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