Agarro la aspiradora, la desarmo y miro las piezas sin entender nada. Soplo un poco sobre una especie de filtro y vuelvo a poner todo en su lugar. Aprieto el botón de encendido pero nada, ni un sonido.

– Ana, no camina. Hay que llevarla a un técnico –Digo mientras miro como se acomoda el escote, tratando de mostrar sus siliconas nuevas.

– Ay bichi, fíjate si podes vos, así Lucre termina de aspirar todo rapidito para la reunión que hay en una hora, porfis— Me dice mientras atiende el teléfono. Vuelvo masticando bronca y desarmo de nuevo al aparato. Golpeo un poco el filtro contra el piso, soplo de nuevo y rearmo. Aprieto el botón y para mi sorpresa: arranca. Sonrío orgulloso. Lucrecia toma el aparato y comienza a aspirar. Por unos segundos me detengo sobre sus manos, tienen arrugas. Lucrecia tiene veinticinco años. Salgo de la sala avergonzado.

En la entrevista, mi jefe me dijo que iba a ser una especie de comodín. Y eso significaba hacer un poco de todo sin saber un poco de nada. Desde vender un departamento a reparar el botón de descarga del inodoro. No me importó, necesitaba el trabajo y con mis veintitrés años todo suma.

El perfume dulzón y frutal me entra en la nariz como un rayo paralizador despabilandome. Los tacos pisan fuerte, marcando la entrada. El ruido de alhajas retumba como un sonajero gigante a medida que avanza. Es la llegada de Virginia, la gerenta de ventas. Escucho que saluda a las secretarias y entra a su oficina donde arroja las llaves sobre el escritorio. Luego reprende a Lucrecia por no haber limpiado bien su oficina, se queja del calor y me llama al interno.

– Felipe, querido. Buenos días – su voz del otro lado del teléfono se parece a un graznido de algún pájaro grande, un buitre tal vez.

– Buenos días, Virginia ¿Cómo estás?

– Bien, bien. Escuchame, acaban de llegar tres personas para una reunión. Necesito que me prepares dos cafés con leche, un cortado y tres vasitos de agua, por favor.

– Perfecto. Ahora se lo llevo.

– Muchas gracias, querido.

Voy a la cocina y pongo manos a la obra. Cuando estoy por el último café aparece Ana.

– Cuqui, esperá un poquito. Me acaba de decir Vir, que canceles los dos cortaditos. En su lugar solo quiere dos cafés y en vez de agua que sea soda. Gracias, gordito – la miro con odio pero asiento. Tiro todo y vuelvo a empezar. Pero al café de Virginia lo escupo y lo revuelvo bien.

– Felipe, vos que sos el más bueno, nos vas a hacer un re favor – me dice Florencia, otra de las secretarias cuarentonas, al verme salir de la sala.

– Que precisas Flor – respondo resignado.

– Nos antojamos de helado pero de cucurucho. ¿Vas hasta la heladería de acá a la vuelta? Porfa – dice haciendo un puchero de bebota pero sin la parte sexy. No tengo en claro si ser comodín es esto también pero voy porque no hay muchas opciones a la vista. El calor afuera me rodea como un remolino de fuego. Los helados son inmensos y en solo cinco metros comienzan a derretirse. Para evitar una tragedia mayor los envuelvo con mi lengua. Llego a la oficina chorreando transpiración y helado de dulce de leche.

– ¡Nuestro héroe! Gracias mi amor ¡que tierno que sos! – grita Ana aplaudiendo.

– No es nada – digo mordiéndome la dignidad.

El día transcurre lentamente menos para Lucrecia; ella camina apurada de un lado a otra limpiando mesas, baños, escritorios, tazas y vasos. Yo por mi parte no espero nada nuevo, hasta que la veo al lado de mis pies: una bola de pelos del tamaño de un limón. La alzo y comienzo a investigarla. No tiene nada de particular, solo es una pequeña esfera cargada de pelos. Pero me equivoco. De repente le nace una boca, una boca de labios carnosos y gruesos. Sorprendido y un poco asqueado la guardo en el bolsillo.

Diez minutos antes de que el día laboral se termine suena mi teléfono.

– Felipe, querido. Necesito que vengas a mi oficina – otra vez la voz de garza vieja de Virginia.

– Ay, que suerte que todavía no te fuiste — dice al verme y continúa — Necesito que confecciones unas facturas y algunos recibos. Tomá, acá esta todo. Tratá de hacerlo rápido porque lo necesito para mañana a primera hora – la miro deseando que me salgan rayos pulverizadores de los ojos y agarro los papeles. Es entonces cuando siento vibrar mi bolsillo. Es la pelota peluda que se mueve. La saco. Virginia me mira – ¿Y esa asquerosidad que es? – pregunta con ojos asustados.

– No sé, la encontré hace un rato abajo de mi escritorio – extiendo la mano para mostrarle y sin darme tiempo a nada la bola se abalanza sobre ella y la devora de un bocado. Luego la cosa rueda hasta mi, sube por mi pierna y se mete en el bolsillo. Me quedo inmóvil, en silencio intentando comprender. De repente una voz a mis espaldas me hace dar un salto, es Lucrecia que me mira con los ojos muy grandes.

– Estaba por pasar a limpiar – me dice como disculpándose. La miro y ya sé lo que tengo que hacer. Meto la mano en mi bolsillo, saco aquella cosa y se la doy. Ella me mira y unas pequeñas arrugas nacen cerca de sus ojos: está sonriendo.

Agarro mis cosas y me voy.

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