– ¡Hasta el lunes!–su voz resonó, pero no hubo contestación; todos levantaron la cabeza para verificar que se trataba de Mauro y volvieron a su trabajo–. ‘Son unos fracasados’ se dijo y salió de la oficina dando un portazo. Ya en el ascensor ajustó su corbata y atusó su pelo engominado mientras exclamaba: ‘¡Vas a triunfar!’.

Bajó al garaje y salió chirriando las ruedas de su descapotable; tenía muchos kilómetros por delante y no había tiempo que perder. Ese fin de semana sería especial: el sábado cumplía años, más de los que confesaba, e iba a celebrarlo por todo lo alto. Aquella misma mañana, de su interior, brotó una orden: ‘¡Tienes que ir al Casino de Montecarlo!’, y él era fiel a sus indicaciones.

Durante el camino tomó una pastilla, de las que elevaban a uno del suelo, y rememoró sus éxitos. El oficio de bróker requería de entereza y frialdad, y a él le sobraban; el estar al filo de la navaja le aportaba la adrenalina necesaria para subsistir. Lo suyo era tomar decisiones en segundos, guiadas tan solo por su instinto, astucia y la mucha experiencia que atesoraba.

Su optimismo indeleble vio pasar los kilómetros a una velocidad vertiginosa. Le llevó 6 horas llegar desde Barcelona. Se registró en un lujoso hotel, cenó algo ligero y se acostó, necesitaba recuperar fuerzas.

Ocupó parte del sábado paseando por las calles del principado y, ya de noche, se puso su esmoquin y solicitó un taxi para dirigirse al Casino.

Allí se encontraba, en aquel solemne atrio pavimentado de mármol, decorado con rojo y oro, flanqueado por columnas, esculturas y bajorrelieves e iluminado con lámparas de incontables y tintineantes cristales; pidió un whisky y se tomó otra pastilla para disfrutar de la tensión de muchos y de la alegría de pocos. El azar pululaba, ‘¿Sobre qué hombro se posaría?’. Y qué decir del aroma a dinero.

Sus pasos, sin motivo aparente, le llevaron a la ruleta más exclusiva: carecía de límites de apuestas, pero corroboró que su intuición estaba desatinada. Aún así insistió hasta quedarle una única ficha.

De pronto su mirada recayó en una despampanante mujer con un largo vestido negro y una melena morena que acariciaba sus hombros descubiertos.

Cuál fue su sorpresa cuando se sentó a su derecha y le susurró: ‘Apuesta por el día de tu cumpleaños’. Mauro se quedó boquiabierto y sacudió la cabeza: ‘Debía ser una coincidencia’. Aún así la obedeció, aunque no del todo: colocó su ficha en la columna que contenía el veinte con la certeza de que sería su última apuesta. Pero la bola fue a caer en dicho número. ¡No se lo podía creer!

Le dio las gracias invitándola a una copa, y volvió a hacerlo: ‘Ahora el mes’. Mauro no daba crédito; aquella mujer abría únicamente su boca para decirle a qué número apostar. De nuevo siguió sus instrucciones en parte: puso todo en la fila que contenía el número 6. Y… ¡Acertó otra vez!

Ella se le acercó de nuevo: ‘¿Cuántos años tienes? ¡No contestes, apuesta!’. Al principio creyó que la sugerencia iba con trampa. Recordó a su madre diciéndole: ‘Naciste al borde de la medianoche’, y faltaban varias horas. Esta vez puso todo al treinta y cinco. Y… ¡Volvió a ganar!

La gente se arremolinó a su alrededor, aunque Mauro solo atendía a la calculadora insertada en su cerebro y a las fichas que, amontonadas, impedían ver el tapete.

Exultante, intentó besarla y ella le rehusó. Él se encogió de hombros y pidió otra copa. Y volvió a hacerlo, pero en esta ocasión el mensaje provocó que un escalofrío recorriera su espalda: ‘¿Con cuántos años morirás? ¡Apuesta, y rápido!’ le apremió. Sus manos temblorosas arrastraron la montaña de fichas al número más alto: el 36.

El crupier recibió la aprobación y dijo la frase mágica: ‘¡No va más!’. Como instado por un interruptor se apagaron las voces, los ojos del gentío se hipnotizaron con el giro de la ruleta y sus oídos solo percibían el sonido de la bola al girar.

La ruleta redujo la velocidad; la bola saltaba, rebotaba entre unos y otros números hasta ubicarse justo en… ¡el 36! El vocerío surgido de cientos de gargantas se propagó hasta el último rincón del legendario edificio, pero esta vez Mauro no lo escuchaba, sus sentidos estaban inmersos en la cantidad ingente de dinero que había ganado.

Después de unos segundos de júbilo descubrió que la silla de su derecha estaba vacía y la copa intacta. Entonces se levantó y la buscó, sin éxito, entre la multitud.

Su interior voceaba: ‘¡¡Debes encontrarla!!’, y tras recibir un maletín con el dinero, recorrió el casino con la esperanza de dar con ella. Preguntó de forma desesperada pero nadie la conocía. Tocaba regresar al hotel.

Entró en su habitación, corrió las cortinas para disfrutar de las vistas desde las alturas, abrió el maletín y tiró los billetes por los aires. Entonces, de soslayo, vio en el balcón a la verdadera artífice de todo lo que volaba a su alrededor; le miraba fijamente con una botella de champán en una mano y dos copas en la otra. Sin pensarlo abrió la puerta y corrió para abrazarla, preguntándose: ‘¿Cómo ha entrado en la habitación?’.

Su duda se disipó al comprobar cómo la imagen que le embaucó se desvanecía. Su propia inercia provocó que perdiera el equilibrio, precipitándose al vacío. Durante la caída sus ojos muy abiertos vieron el suelo acercarse vertiginosamente, mientras una nueva voz, esta vez un alarido, intentó brotarle de su garganta sin conseguirlo al estamparse contra el suelo; el único sonido audible fue el de decenas de huesos al quebrarse.

De su habitación, por un golpe de viento, surgieron cientos de billetes, posándose en la acera unos, otros sobre su cuerpo y los menos sobre la mancha roja que se extendía por la fría acera, impregnándose con la sangre que empezaba a coagularse. Con su última expiración, unas últimas palabras saladas y sin burbujas retumbaron… ‘¡Feliz cumpleaños!’.

FIN

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