LA CISTERNA
Daba terror asomarse al abismo negro que se abría tras el ventanuco, sobre todo si se tiraba una piedra y trataba de calcularse lo que tardaba en caer. La cisterna llevaba mucho tiempo sin utilizarse y nada hacía pensar que volviera a usarse nunca, por tanto, ¿para qué conservar aquel peligro? Así pues, decidimos reconvertirla en armario y llamamos a Tomás, como siempre.
La casa tenía más secretos para nosotros que para él. Tomás conocía sus reacciones y sus constantes vitales. En lugares estratégicos, había colocado unos pegotes de cemento conocidos en su argot como «chivatos» en cuya superficie, convenientemente alisada, podía distinguirse el más mínimo resquicio que delatara un desplazamiento significativo. Por el contrario, grietas espectaculares eran consideradas técnicamente inofensivas. La valla, inclinada a base de años, lluvias torrenciales y raíces, en palabras de Tomás «todavía estaba fuerte». Cada gotera sellada; las combaduras, poco menos que monitorizadas; las tejas, en perfecta alineación, parecían cuadrarse cuando él las miraba.
Era hombre de muy pocas palabras. Sus casi sesenta años se empezaban a notar, pero no en su musculatura ni en su carácter, a cuál más férreo. En cuanto le explicamos el plan, supimos que, una vez más, había captado la idea a la primera. Tampoco esta vez tuvo que confirmarlo de viva voz. Ya estábamos acostumbrados.
Oímos el motor de su furgoneta tras la valla cuando aún no despuntaba el día. Instantes después esparcía el material sobre el suelo del patio, en el espacio dejado por las macetas, puestas a salvo con suficiente antelación. Bien sabíamos qué poco importaba a Tomás lo que tuviera que llevarse por delante durante el desempeño de una tarea. Encorvado sobre el cubo comenzó a hacer sus mezclas con fervor de alquimista. El saludo que le dirigimos se diluyó en el éter, como siempre, pero ya ni se lo teníamos en cuenta.
Tomás amasaba, medía, calculaba. Y la radial emitió su gemido desgarrador mientras las hojas de aspidistras y colocasias iban adquiriendo un tono cada vez más mate. En el interior y en nuestro interior, rogábamos para que el desaguisado se restringiera al área de trabajo, pero en el extremo opuesto de la casa no tardamos en detectar el mismo tipo de pátina sobre cada mueble. En cualquier punto intermedio del trayecto, en cualquier momento, pudieron hallarse nuestras tostadas, nuestras ropas y nuestros bronquios.
Las fauces de la antigua cisterna fueron cerrándose poco a poco y fue adquiriendo el aspecto de un pequeño armario. Pero de nuevo hubo que descifrar el lenguaje corporal de Tomás cuando, plantado en jarras frente a ella, con las piernas algo separadas, parecía estar diciéndole: «A ver con qué me sales ahora». Era una actitud frecuente que solía significar: «Ha surgido una pega y hay que solucionarla». Cuando le vimos abrir una ranura frontal en el grosor de lo que ya era el suelo del armario, vimos confirmadas nuestras conjeturas. Pese a que la cisterna, por su aspecto parecía comunicar con el mismísimo Averno, no era fuego sino agua lo que aún albergaban sus entrañas. Tapar su salida al exterior hubiera provocado una concentración de humedad que se hubiera abierto camino por el interior de las paredes con grave riesgo para éstas, por tanto, era imprescindible crear una abertura de ventilación.
Lo que no supimos cómo interpretar fue el posterior comportamiento de Tomás. Recorría el patio mirando por todos los rincones, en especial donde sabía que guardábamos todo eso que siempre se guarda por si acaso. Al margen de quién se dirigiera a quién, nuestras conversaciones al respecto se desarrollaban más o menos como sigue:
—¿Habrá perdido alguna herramienta?
—Pues si es así, que Dios nos asista. Con el geniecito que se gasta…
—Y ¿qué culpa tenemos?
—¡Ah! Eso es igual. Ya sabes cómo es.
—No. No creo que sea eso. No se le oye blasfemar.
—Es verdad. No me había dado cuenta.
El más joven de nosotros, es decir, el más inconsciente, en un rapto de audacia se asomó en el momento en que Tomás se alzaba, triunfante, sosteniendo algo en la mano.
—Creo que ya ha encontrado lo que buscaba—. Dijo, cerrando la puerta con presteza.
—Y ¿qué era?
—No sé. Me ha parecido un trozo de mosquitera.
—Y para qué narices…
—Déjalo, hijo. Él sabrá.
Dedujimos que la obra había terminado por la forma en que iban desapareciendo los materiales. Salí al patio, dispuesta a soltar la obviedad de obligado cumplimiento en estos casos, ésa que dice: «¿Ya está?», pero no tuve tiempo. Tomás me sorprendió con algo tan insólito en él como la risa y con la frase más larga que jamás le había oído:
—Ésa ya lleva tiempo rondando por ahí—dijo, agitando un dedo en el aire.
Tardé varios segundos en saber que se refería a una lagartija. Luego, señalando a la abertura de la cisterna, añadió:
—Y si entra, a lo mejor ya no sale, la pobre—. Y rió de nuevo, mostrando una oquedad similar a la que acababa de tapar.
Entonces ya no fui capaz de articular palabra. Entonces supe en qué había estado devanándose los sesos y qué tipo de eventualidad había tratado de evitar a toda costa. Había usado el trozo de mosquitera para cubrir la abertura de ventilación. Para evitar una muerte casi segura y cruel a cualquier animalejo despistado. Sólo pude quedarme atónita, mirándolo mientras se dirigía hacia la furgoneta, con sus andares balanceantes, fruto de una cojera de la que su oficio era responsable.
Nunca abandonaba la casa sin echar una mirada experta y supervisora que le hacía adoptar una pose casi marcial. En esta ocasión se detuvo frente a la valla inclinada. Tras conocer el detalle de la mosquitera, tuve la sensación de que la valla, al igual que yo misma, se inclinaba ante Tomás.
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