«Aquella señora podía tener sesenta, sesenta y cinco años. Yo la miraba mientras estaba acostado en una camilla frente a la piscina de un club de gimnasia situado en la última planta de un edificio moderno, desde donde se ve, a través de unas grandes ventanas, todo París. Estaba esperando al profesor Avenarius, con el que a veces me reúno aquí para charlar. Pero el profesor Avenarius no llegaba y yo miraba a una señora; estaba sola en la piscina, metida en el agua hasta la cintura, mirando hacia arriba a un joven instructor vestido con un chandal, que le enseñaba a nadar. Le daba órdenes: tenía que sujetarse con las manos al borde de la piscina y aspirar y espirar profundamente. Lo hacía con seriedad, con empeño, y era como si desde las profundidades del agua se oyera el sonido de una vieja locomotora de vapor (aquel sonido idílico, hoy ya olvidado, que para quienes no lo conocieron sólo puede ser descrito como la respiración de una vieja señora que, junto al borde de una piscina, aspira y espira sonoramente). Yo la miraba fascinado. Me quedé absorto en su enternecedora comicidad (el instructor también era consciente de ella, porque le temblaba a cada momento la comisura de los labios), pero después me saludó un conocido, quien distrajo mi atención. Cuando quise volver a mirarla, al cabo de un rato, la lección ya había terminado. Se iba, en bañador, dando la vuelta a la piscina. Pasó junto al instructor y cuando estaba a unos tres o cuatro pasos de distancia volvió hacia él la cabeza, sonrió, e hizo con el brazo un gesto de despedida. ¡En ese momento se me encogió el corazón! ¡Aquella sonrisa y aquel gesto pertenecían a una mujer de veinte años! Su brazo se elevó en el aire con encantadora ligereza. Era como si lanzara al aire un balón de colores para jugar con su amante. Aquella sonrisa y aquel gesto tenían encanto y elegancia, mientras que el rostro y el cuerpo ya no tenían encanto alguno. Era el encanto del gesto, ahogado en la falta de encanto del cuerpo. Pero aquella mujer, aunque naturalmente tenía que saber que ya no era hermosa, lo había olvidado en aquel momento.»
Inicio de La inmortalidad de Milan Kundera.
Cayó en mi manos cuando estaba en la carrera, no fue una lectura obligatoria, alguien me habló del libro y me hice con él, en realidad me lo dejaron prestado. La imagen de la señora mayor en la piscina ,la imagen misma de la piscina,toda ese párrafo brutal, en el sentido de la brutalidad que ejerció sobre mi mente al quedárseme grabado durante casi ya 20 años. Nunca he sido capaz de no recordarlo. Para mí este comienzo tiene mucha más fuerza que el bastante elaborado y alabado inicio de la Insoportable levedad del ser con toda su parrafada intelectual sobre Nietzsche.
Con el tiempo me hice nadadora, y aún hoy, casi dos décadas después busco en la piscina este tipo de mirada, ese deseo incontrolable y vital por encima de cualquier edad , de cualquier piel curtida por la crueldad del paso del tiempo. No lo he encontrado, quizás algún día lo halle en mi misma, eso pienso a veces .
No es mi novela favorita .Sí es mi comienzo de novela favorito.
Ágata Navalón
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