Ella le confesó en el patio el argumento de su próxima historia. Él la cubría con su abrigo. Habían sido tres meses de taller en el que ella no había escrito ni una palabra. El resto de las presas se habían agarrado a sus lápices como un salvavidas. Estaba prohibido saber el historial de las alumnas. Pero él sabía que las manos que ahora tocaba habían descuartizado a su amante, el gran escritor J.L. Goldman. Tocando su piel ya podía sentir el olor a tinta recién impresa. Había merecido la pena.

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