Nos conocimos un viernes de octubre. Era un día de otoño de los de antes, con su lluvia gruesa, su viento con olor a castañas y sus hojas pegadas a nuestras suelas. Nos sentamos alrededor de una mesa y empezamos a escribir, en el taller. La ventana debió abrirse por el viento y la lluvia inundó la sala, pero allí seguíamos, aferradas a la mesa, entrelazando redes de palabras negras que nos marcaban el camino a nosotras, peces de colores, respirando por primera vez con nuestras propias branquias.

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