Todos los días mataba dos o tres novelas negras. Al salir de la oficina, me metía en la morgue y hacía las autopsias con otros asesinos en prácticas.

Disuelta la carne, quedaban por fin los huesos.

Al año y pico le pillé el truco: los silencios entre costilla y costilla susurraban una historia. Así empezó mi amistad con los necrófagos.

Al parecer, aquellos engendros tenían el mismo vicio que yo: hablar del tuétano les dejaba un regusto a carne humana, y salían corriendo a contarlo.

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