Subí el último escalón y, al entrar, vi cómo los 27 bebés me miraban fijamente.

Al principio, sentí un abismo ante mí, pero cuando se pusieron a balbucear, mi miedo cesó.

Ellos no me juzgarían. Estaban allí para brindarme sus mecanismos y era yo la que tenía que jugar con las variables que me ofrecía el alfabeto.

Como un buen plato de cocina, elegí ingredientes supremos y los trabajé a fuego lento para lograr la mejor historia: la que surge de lo más profundo para llegar hasta lo más hondo.

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