Jeremías era un funcionario que escribía por no dormir. La primera vez en años que cedió al cansancio y durmió, soñó con un asesino sin cara y un crimen. Al despertar se abalanzó sobre el teclado. Sus dedos bailaron frenéticos mientras los personajes morían y el relato avanzaba hacia el clímax. Al fin, su policía entró en un almacén abandonado. El asesino salió de detrás de una columna… Y, antes de verle el rostro, Jeremías cayó fulminado sobre el escritorio.

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