En las fauces del diablo.

En las fauces del diablo.

Ricardo Ruiz.

18/05/2018

LUNES SANTO.

1 de abril 1985.

La santera escupió el brebaje en el cuerpo desnudo de Flora con rabia, sin miramientos. En una mano sostenía la botella que llevó a su boca para inundarla de un pantanoso líquido negruzco, más parecido a una sopa de alquitrán que al infalible remedio de amores de la renombrada bruja Yamilé. En la otra empuñaba un racimo de ruda, boldo y anamú, con el que azotó el cuerpo de la quinceañera. Las huellas enrojecidas del castigo ceremonial se marcaron a lo largo de la piel de muñeca en porcelana, tan pálida como el hielo seco.

Solo se escuchaba el estribillo incesante de la santera…«Onyá, Elekuá, Babalao» después de cada azote y escupitajo. El antro se llenó de un olor nauseabundo, a leche rancia, a podrido. Flora mató sus arcadas apretando las manos al banquito de madera donde permanecía sentada, y distrayendo las punzadas del estómago repasando con sus felinos ojos verdes los objetos regados en la mesa, las paredes y el suelo. Partes de animales envasadas en vidrio, puñados de tierra de diversos colores, canastillas con insectos, figuras de tela y madera con apariencia de humanos deformes. Era el tercer día del ritual, pero aquel laberinto macabro revolvió sus entrañas como la primera vez.

La joven tapó su boca con la mano para evitar el vómito mientras Yamilé repitió un último, «Onyá,Elekuá, Babalao» para luego agregar…

―Párese muchacha y séquese con este trapo. ―Al tiempo que le entregaba un toallón.

―¿Ya me puedo vestir? ―preguntó Flora.

―Primero úntese estas gotas de quereme en la vagina y las axilas. ―dijo autoritaria, con voz profunda y rasposa en acento cubano la santera alcanzándole el cuentagotas.

La bruja Yamilé era una negra baja y gruesa, de caderas inmensas y pechos abundantes, ya pasaba los cincuenta, en su frente destacaba una profunda arruga del entrecejo. Había llegado de la Habana veintiocho años atrás huyendo de la inminente victoria de los barbudos en la isla. Siempre vestía punto en blanco, con camisones y polleras largas que apenas dejaban ver sus pies descalzos. Era tan burda y agria como el olor de sus potajes.

Flora vistió con prisa el uniforme de la escuela, agitó su cabello negro y ensortijado que casi llegaba a la cintura, respiró profundo, colmada de un halo de certidumbre, “lo que sea por amor” pensó. Su espíritu altanero e impulsivo no era fruto de la edad. Flora siempre se mostró irascible y rebelde, casi violenta cuando era esclava de la ira. No soportaba las medias tintas y solo el respeto hacia su madre lograba amansar sus maneras volcánicas.

―Con esto Héctor será mío ¿verdad? ―inquirió la quinceañera.

―¡Claro que no muchacha!―contestó la bruja haciendo una mueca de fastidio, al borde del grito―. Ya le dije que la atadura la cierro esta noche, ¡y me trae los pesos que faltan o no respondo por el trabajo, a mí nadie me queda debiendo!

―¡Mañana le traigo el resto doña Yamilé! ―repuso Flora saliendo del cuarto sin poder disimular su enojo ante los modos de la negra.

Su amiga Laura después de recomendarla con la bruja la esperaba ansiosa en el salón contiguo. Salieron procurando no ser observadas, aferradas del brazo cruzaron por la puerta trasera que daba a un patio diminuto y polvoroso encerrado con latones oxidados que hacían las veces de cerco. No era conveniente que las lenguas venenosas del barrio llegaran con sus cotilleos ulcerantes a oídos de Hortensia, la madre de Flora.

Presurosas bajaron por «la loma», la arenosa calle central que atravesaba la comuna. Una barriada humilde que en el sesenta y cinco contaba con treinta caseríos y veinte años después ya superaba los doscientos. Los desplazados, pobres y olvidados tomaron esa ladera de la montaña bogotana con sangre formando el conocido barrio la pintada; ejemplo vivo que la pobreza no margina la vanidad, la pintada era una simple junta de casitas maquilladas en tonos alegres, que a lo lejos parecían sobrepuestas cual castillo de naipes gigantes y tornasolados desparramados desde la cima en un collage multicolor.

―Esta bruja ¿si será efectiva? ―preguntó Flora.

―Si te digo que es buena, es buena pendeja ―dijo Laura.

Una morena baja, delgada, de pelo corto y gafas rojas que no escondían sus incontables pecas amarillas, de carácter festivo y travieso. Laura era su incondicional desde los seis años, cuando la barriada las juntó como yesca al fuego en una hermandad no nacida de la sangre sino del alma.

―Mi tía me contó ―continuó Laura en su desparpajo y verborrea habitual― que hace unos días luego de estar muy enferma, fue a consultar a la bruja y después de unos rezos raros le dio a beber un líquido oscuro, baboso, que olía a orines. Al momentico tuvo que vomitar en un tinaco. ¡De adentro le salieron dos sapos tan grandes como estos dedos! ―mostrándole la mano―, a mi tía le hicieron un maleficio y debe hacer unas limpias. ¡La Yamilé es una bruja de verdad, verdad!

―Entonces Héctor se va a enamorar de mí como un loco ―repuso Flora mientras seguían caminando.

―En unos tres días lo tienes a tus pies.

Se despidieron frente a la casa de Flora ubicada en la parte baja de la montaña, fue una de las primeras casas del barrio, de ladrillo descubierto, tres pequeñas alcobas, cocina y un baño, ventanales maltratados por el agua de un rojo encendido al igual que la puerta. Entró despacio, en silencio, su madre enfurecía si era despertada. Dormía las mañanas y tardes enteras, trabajaba en las noches envuelta en lentejuelas, minifalda y tacón, desfilando en la calle octava del centro de la ciudad su figura firme, aún deseable a pesar de pisar los cuarenta. Once años atrás Gabriel, el padre de Flora y Andrés, viajó a Muzo (Boyacá) en medio de la fiebre esmeraldífera buscando una veta milagrosa que le permitiera bañarse de embrujo verde. Ya eran más de mil ochocientos días desde la última carta con dinero. Nunca volvió a saber de él. Parecía que a Gabriel se lo hubiese tragado una mina.

Flora se enclaustró en su alcoba a hurtadillas velando que su madre no escuchara una mosca. Se derrumbó sobre la cama para ensoñar despierta, ahogando el dolor de un amor disfrazado de imposible, lejano al arrebato de la tontería juvenil. Héctor era enfermedad, una astilla enquistada en el pecho, amor erótico, deseo, febril sudor de pasión y desenfreno que la contagió para no soltarla. Recreó esas manos alargadas y blancas como las suyas, aquellos ojos oscuros cobijados por unas pobladas cejas tan azabaches como su cabello corto y su barba de tres días.

Flora vio a Héctor por primera vez en la misa del domingo, para su madre era infaltable que ella y su hermano Andrés la acompañaran piadosamente a la iglesia, «porque a diferencia del cuerpo a el alma no se le quita la mugre con agua y jabón», les repetía en cantaleta. Él limpiaba los ciriales y al verlo Flora no supo de sermón o de liturgia, solo le interesó escuchar a doña Magola, «la chismosa del barrio» comentar a sus cercanos que el joven se llamaba Héctor Herrera, era el sobrino del párroco y su nuevo sacristán.

No pudo esconder el fuego en el rostro cuando estuvieron cerca, sintió los muslos temblar ante la mirada fugaz de Héctor después que sus manos se rozaron en la complicidad de las limosnas. Desde ahí fue más devota. Hacía un mes había logrado ingresar al grupo musical de la iglesia que Héctor formó con un puñado de niños del barrio. La amistad y cercanía entre ambos creció y fue condena para Flora, mar bravío que rompió sus barreras. Héctor tenía veintidós años y era un joven culto, con espíritu de artista, de unas formas suaves, elegantes, de caballero de antaño que terminaron por enjaularla. Así cayó víctima en la agonía de tenerle, se descubrió animal, hija de la lujuria, capaz de vender el alma al diablo para que fuera suyo.

La oscuridad fue aplastando las horas, Flora dejó de viajar por su mundo de imaginación pasional y se preparó a dormir, sabía que la bruja Yamilé haría el amarre esa noche y la esperanza le dio alivio, salió de la alcoba escabulléndose en las sombras para robar unos cuantos pesos del bolso de su madre antes que fuera a trabajar. Al regresar a su cuarto se enfundó en la cama como gata retozona, esperando soñar como en los últimos días con la humedad de aquella boca recorriendo cada atajo y adueñándose de una virginidad que ya empezaba a estorbarle.

Un aire gélido se apoderó de la alcoba cuando el reloj marcó las tres de la madrugada, el cortante frío agujereó sus huesos arrancándola poco a poco del ensueño, una sensación extraña le impidió abrir los ojos bajo las delgadas cobijas obligándola a no despertar del todo. Era miedo, del más puro, del feroz, ese miedo que clava los dientes para marcar. Era la certeza de saberse observada; había una presencia en la alcoba.

El frío continuó su doloroso recorrido de los talones a la nuca erizándole la piel, paralizando sus músculos. Sintió un peso enorme posarse sobre la cama junto a sus pies, y el ritmo frenético del corazón explotó en sus oídos buscando escapar de la angustia. Luego, muy despacio, el roce sutil en los tobillos de lo que le pareció una mano yerta, huesuda, la empujó a gritar hasta casi desgarrar la garganta pero su lengua hinchada ahogó sus clamores de auxilio, permitiéndole únicamente emitir unos quejidos lacerantes, como sonidos agónicos de animal herido. Flora boqueaba víctima del pánico cuando el destello de la luz del cuarto atravesó sus parpados liberándola del calvario. Sus lamentos habían despertado a su hermano y este encendió la bombilla al irrumpir en la alcoba. Flora se lanzó a sus brazos.

―¡¿Qué carajos pasó?!―preguntó Andrés.

―¡Algo se apareció en la pieza!…¡Casi me jala las patas!…¡Una mierda horrible, horrible…!― Repitió sollozante.

―Solo fue una pesadilla… ¡Respira! Flora, ¡respira!

La calma retornó a la casa de los Castro cuando Andrés permitió a Flora dormir en su alcoba por el resto de la noche.

MARTES SANTO.

2 de abril 1985.

Al amanecer no encontró junto a ella a su hermano, solo una taza de café y dos panes tostados que le dejó sobre la mesilla junto al reloj despertador. Andrés era extraño para su edad, cuatro años mayor que Flora, contrastaba en su interior un ser hermético e insociable que derrochaba delicadeza con su madre y hermana, con el volátil y casi brutal comportamiento cuando alguien le sacaba de quicio. Nunca terminó la escuela, le expulsaron después de múltiples riñas donde incluso golpeó muchachos que casi le doblaban la edad. “Andrés Castro es un polvorín”, se decía con frecuencia en el barrio; sin estudio, trabajaba desde chico en un taller de lutier a las afueras de la pintada, era la adoración de Hortensia, el niño de sus ojos.

La soledad de la casa la golpeó de repente, los tenebrosos recuerdos de la noche aparecieron para inquietarla, una psicosis incipiente floreció en su cabeza llevándola a mirar sobre sus hombros cada tanto. Mientras desayunaba alterada se vistió el uniforme escolar, tomó su mochila y escapó de aquel silencio buscando en el bullicio de la calle un refugio que la alejara del miedo.

Como cada mañana se juntó con Laura en la pared posterior de la escuela para fumar un cigarrillo. Era un muro medianamente alto de un blanco casi imperceptible, convertido en lienzo de enamorados, humoristas obscenos y aspirantes a artistas que lo llenaban de grafitis sin piedad.

―Pasé una noche de perros, ¡inmunda! ―dijo Flora malhumorada como saludo, luego le contó con detalle su visita nocturna.

Laura exhaló el humo y extrañamente escondió sus pensamientos, se limitó a jugar con el cigarro entre los dedos y decir un simple:

―No me hables más de eso que me da escalofrío.

La escuela terminó al mediodía, las amigas se dirigieron a la casona de Yamilé. Flora comía ansias para saber del amarre, deseaba oír de un destino fijado, de un camino pasional sin retorno, necesitaba que los labios de la santera calmaran los calores de mujer hambrienta de amor con un «todo está sellado», «no hay vuelta de hoja».

Esperaron que la «loma» estuviera desierta para colarse en el patio trasero de la casa. Flora tragó saliva al pensar en la paliza que su madre le propinaría con la mera sospecha de creerla próxima a la hechicería, a los quehaceres del diablo. Al acercarse se escucharon quedos los conjuros de la bruja, quien al oír los golpes en la puerta dijo en un grito seco.

―¡Estoy con un cliente!

Flora y Laura se miraron ante el tono de la negra. La puerta se abrió unos minutos después, en el rostro de Yamilé se leía que era un mal día. El aroma, el de siempre, añoso, casi putrefacto, se alojaba en la tráquea.

―Vengo a preguntarle por mi encargo doña Yamilé ―dijo toscamente Flora esperando bajar la guardia de la bruja.

―El asunto ya quedó, hasta le hice doble amarre, aguante unos días muchacha y sabrá como soy de efectiva, ―respondió más amable la santera mientras buscaba una silla.

―Muchas gracias doña Yamilé, ¿entonces no es necesario nada más?

―Faltan las protecciones, pero casi las tengo listas, ¿me trajo mi plata cierto?

Flora le mostró unos billetes al tiempo que le decía…

―Le conseguí la mitad, en unos días le traigo el resto doña…

La furia de la bruja retumbó en las paredes, los improperios que gritó a Flora no eran tan temibles como sus ojos negros que lanzaron candela.

―¡Fletera de mierda cree que trabajo por limosnas! ―profirió mientras le arrebató los billetes― ¡Se larga y por aquí no vuelva! ¡Si sabe lo que le conviene!

La sangre hirviendo quemó las venas de Flora, el flujo de la ira subió desde sus entrañas hasta infiltrarse por el cuerpo; como fiera se abalanzó sobre la negra para arrancarle los ojos, le arañó el rostro, el pecho y en un último manotazo ante la intervención de Laura, le arrancó los elekes del cuello mientras le escupió la cara.

―¡Negra hijuep… a mí nadie me trata así! ―Le gritó al tiempo que Laura la empujaba a la salida.

Antes de abandonar la casona, Flora observó cerca de la puerta la figura de una cabeza africana posada sobre un plato colorido, adornado con elekes rojos y negros e iluminado por una triada de largos velones amarillos alrededor. En otro arranque de rabia destrozó el altar y los pedazos de la cerámica fueron a juntarse con las cuentas del eleke de la negra al desparramarse por el suelo. A espaldas de Flora y Laura se escuchó el agudo lamento de la bruja:

―¡Mi Elegua… mi Elegua…!

Tan rápido huyeron del patio que no se percataron de doña Magola, quien atenta por el barullo, las vio salir tras los latones oxidados como un par de niñas que temieren a la oscuridad y buscaran la luz corriendo cuesta abajo por la loma. Llegaron poco después a sentarse frente a una de las tres mesas exteriores de la cafetería “El Trigal”, ubicada en el centro del barrio a pocos metros de la iglesia.

Pidieron refrescos y pan caliente al “turco Malak”, un gordo bonachón, panadero de quinta generación, bisnieto de la inmigración árabe en Colombia y regente fundador de la primera panadería en la pintada. El aroma de harina recién horneada invadió las cercanías. Flora y Laura lograron reposar el cuerpo pero no el alma, inmersas como estaban en sus pensamientos no habían cruzado mayor palabra. Laura rompió el momento acusándola en voz baja:

―¡¿Cómo diablos se te ocurrió cascar a la bruja así?!

―¡Pero… vos viste lo que me dijo, como me trató esa…!

―¡Me importa un comino Flora! Esa bruja es peligrosa, ¿por qué nunca piensas las vainas antes de hacerlas? ―rezongó Laura.

Flora guardó silencio y en sus ojos se dibujó la vergüenza, Laura esquivó la mirada notablemente molesta.

―Culpa mía por dejarme convencer como siempre, ¡¿pa’ qué te llevé a la casa de la bruja?! ―Se reprochó Laura.

―Ya Lauri, fresca… después de lo que pasó el viernes igual hubiera ido sola, además pa’ lo que sirvió, esa negra no sabe ni mierda, solo me robó la plata.

Cuatro días atrás, Flora y Héctor se encontraron solos en una habitación trasera de la casa parroquial luego de la misa del «viernes de dolores»; ambos guardaban los instrumentos musicales en el cuarto de objetos varios donde se escondían ornamentos comidos por polillas, pinturas maltratadas e imágenes de santos a restaurar. El ambiente del mismo estaba cargado de polvo y fue acompañado por el crujir de los tablones del suelo y por su charla baladí.

El tiempo se detuvo para Flora cuando el silencio irrumpió apropiándose del espacio. En ese instante sus riendas se soltaron y el deseo irrefrenable la condujo a probar brevemente aquellos labios con un impulsivo beso poco correspondido, que le supo a mango dulce y a panela, a sentencia de amor verdadero.

Cuando Héctor le alejó solo explicó titubeante:

―Esto no puede ser Flora, decidí mi camino hace mucho, yo… En julio entro al seminario en Antioquia, voy a purgar mis pecados, voy a ser sacerdote. ¡Así que esto no puede ser!

En el árbol genealógico de la familia Herrera desfilaban monjas, sacerdotes, obispos y hasta un cardenal, Héctor solo pretendía cumplir con la tradición arraigada en los tuétanos de su numerosa familia paisa. Para Flora aquellas palabras fueron puñales, causa, dolor; por ellas cuando escuchó de Laura uno de los tantos cuentos de la santera, se aferró al clavo hirviente de la brujería como último recurso.

El aroma a pan caliente se marchó, la tarde del martes santo murió más temprano, las amigas descansaban en casa y la negra Yamilé ya fraguaba el conjuro. Recogió las ruinas de su santo y del altar con el cuerpo abarrotado de veneno, de odio; lo hizo mordiéndose los labios buscando evitar inútilmente que las lágrimas desbordasen sus ojos. ¿La última ocasión que había llorado?, veintiún años atrás, un día de dolor de mujer traicionada; muy opuesto al llanto de furia, de ira incontrolable que la consumía esa tarde de martes santo, este parecía salirle de los huesos y aglomerarse en el estómago. El sabor de las lágrimas era distinto, cercano a las de los meses luctuosos de la pérdida de su abuela en el cincuenta y seis. El recuerdo fue vívido cuando arrojó a una cajita de madera los pedazos de la imagen de Eleggua, su tesoro más preciado, el regalo heredado de manos de la abuela en su lejana juventud en la Habana.

Agotada, tomó asiento en el centro de la habitación, con el océano antillano en sus ojos observó hastiada cada rincón, cada objeto; se enfocó en el espacio vacío de aquel altar y luego en su muñeca izquierda, en la pulsera de semillas de coralillo, uña de gato y guapinol. La melódica voz de la abuela retumbó en su cabeza: «Pacto violado a Satán será pagado por mil en el averno».

Temblaron sus manos como aquella vez que lo invocó, sujetó un cuchillo de mesa y se llenó de miedo, de las advertencias enseñadas por su abuela en la isla caribeña; dudó por un largo instante pero la cólera diseminada venció. Cortó la pulsera. Rompió el acuerdo satánico sellado con sangre en la noche fatídica del sesenta y cuatro. Se levantó altiva, limpió su rostro con dos movimientos bruscos y las lágrimas se esfumaron, colgó en la puerta el cartel de «hoy no atiendo» para no ser molestada y se aprestó a realizar el segundo rito de magia negra que ejecutaba en su vida.

En el inicio de la noche preparó los elementos ubicando una esterilla en el sitio donde tenía la imagen de Elegua destrozada por Flora, sobre la misma desparramó un manto grueso de húmeda tierra negra hasta cubrirla completamente. Dentro, dibujó un círculo de sal seguido de uno más grande con seis velones negros. Tomó una pequeña figura de madera con forma de mujer y la enfundó en una bolsita de fique, donde también introdujo un manojo de cabellos de Flora que arrancó en la pelea. Amarró todo en un enjambre de hilo negro como crisálida mortuoria, desempacó un tabaco, llenó un platón de agua, afiló el cuchillo curvo y por último acercó el colador metálico.

Mucho antes de comenzar la medianoche la bruma bajó del cerro y cubrió cada centímetro de la pintada, y en el cielo, un cúmulo de nubarrones grisáceos escondió el resplandor de la luna profundizando la oscuridad de la montaña.

La negra inició el maleficio de rodillas, con un cantillo casi inaudible… «Ekala avitto… Ekala avitto…» y lavando trece veces las manos en el platón de agua, luego las movió armónicamente sobre la cabeza en igual número de ocasiones, parecía quitarse un velo invisible. Al terminar continuó el estribillo mientras encendió los velones, las llamas danzaron al rítmico golpeteo de su melodía africana; seguido cesó el cántico, tomó la enmarañada bolsa de fique y la dejó en el centro del círculo de sal, encima de esta con precisión de artesana ubicó el colador.

Se levantó con lentitud ceremonial, en éxtasis; desató un gallo cobrizo que tenía enlazado de una pata, lo puso bajo el sobaco y con el cuchillo le rebanó el pescuezo, el aleteo del animal le golpeó el antebrazo, la sangre bañó la tierra, se filtró en el colador y chorreó el atado de hilo negro. Se aseguró que todos los elementos se impregnaran del tibio rojo que escurrió a borbotones, después arrojó el cuerpo del gallo al colador y con el cuchillo fue abriéndolo para extraer las vísceras mientras repitió en trance:

“Ka achá… Avittó, avittó… ke alukkó… ku arin avittó…Ake aguoní…».

Sacó el corazón del gallo, lo juntó con el amarre de hilo y lo sepultó bajo un puñado de húmeda tierra negra, encendió el tabaco y exhaló bocanadas de humo sobre el entierro repitiendo el conjuro con una sonrisa macabra y unos ojos sin pupilas…

Al mismo tiempo que Yamilé cerraba el maleficio, en el umbral de la medianoche, Hortensia regresaba a la pintada caminando a paso medio intentando calentar el cuerpo ante la helada madrugada, sus pies pedían clemencia al maltrato de los zapatos tacón de aguja, las manos bajo el grueso suéter de lana buscaban engañar el frío.

Como cada año por esas fechas, Hortensia abandonó su trabajo de la calle octava para volver a casa más temprano, para ella eran sagrados los últimos cinco días de la “semana mayor”, momentos íntimos en que solo se entregaba a Cristo, rogaba protección y purificaba el alma; no se creía una beata rezandera, pero la vida le enseñó a trompicones que es mejor tener a Dios como amigo que necesitarlo siendo un desconocido. Luego de entrar a la casa, Hortensia veló el sueño de Flora y Andrés de reojo y se dispuso a dormir, sentada en la cama masajeó sus pies para aliviar el malestar que se irradió a las pantorrillas, el cansancio le impidió quitarse el maquillaje, exhausta se arropó y descansó la cabeza en la almohada mirando como animal de hábitos la foto en que ella y Gabriel parecían dos jóvenes enamorados.

Se conocieron veintidós años atrás en Anzoateguí (Tolima), Gabriel ordeñaba las reses en la finca ganadera “Santa Helena”, propiedad de don Arnulfo Cárdenas, el gamonal conservador más próspero de la región en los años sesenta; con el tiempo Gabriel ganó la estima del viejo por su templanza y este lo convirtió en capataz. Hortensia tenía dieciséis años, nueve menos que Gabriel, era ayudante en la cocina donde se preparaban las comidas para los cuarenta jornaleros de “Santa Helena”. Con solo verse lo supieron, se enamoraron bajo las sombras de guayabos y limoneros, bajo el ardor del aguardiente, con arrullos de requintos, tiples y bambucos.

La vida les cambió en un parpadeo cuando Gabriel, en un acto colérico propio de su carácter, desfiguró a golpes a un borracho que quiso sobrepasarse con Hortensia en una verbena de mayo, le tumbó los dientes a puños y con un golpe de botella le sacó el ojo izquierdo de la cuenca. Para desgracia de ambos el borracho resultó primo de Jacinto Cruz Usme, “sangre negra”; el mítico asesino de las guerrillas liberales que sembró de cuerpos degollados la tierra del “Tolima grande”. De “sangre negra” se hablaba mucho, en cada pueblo se sabía que sus matanzas superaban los doscientos muertos, que las mujeres violadas de puerta en puerta eran más de trecientas, que a un teniente de la policía lo decapitó con un azadón, y que el sobrenombre lo ganó luego de beber cinco copas de sangre de un fulano al que le cortó el cuello. Eran legendarias sus batallas con las fuerzas de la ley donde asesinó uniformados a mansalva huyendo sin ningún rasguño; de “sangre negra” se sabía todo, era la muerte encarnada, el mismísimo belcebú.

―¡Lárgate del Tolima o vas a amanecer con un corte de franela! ―Le dijo don Arnulfo a Gabriel el mismo día que él y Hortensia abandonaron Anzoateguí.

La travesía de dos años por los cañaverales del Valle del Cauca cortando caña de azúcar, y en los cafetales del Quindío como recolectores, les permitió ahorrar los pesos suficientes para echar raíces donde el boca a boca los llevó, a los nuevos asentamientos en las montañas que bordeaban la capital. Llegaron a la pintada en el sesenta y cinco, hambrientos, tiritando de frío, con unas cajas de cartón y unos costales al hombro, Hortensia tenía ocho meses de embarazo, ya había sufrido dos abortos.

Ahí cimentaron sus anhelos, tomaron un pedazo de tierra y construyeron el comienzo de la casita de puerta y ventanales rojos. En el naciente barrio solo se contaban una treintena de ranchos, pero Hortensia se enteró muy pronto, que aquella casona solitaria levantada en la cima, era el hogar de una negra yerbatera llamada Yamilé; escuchó de dolores de muelas que desaparecían al masticar hierbas amargas, de un asma extinta con mezcla de pomadas espesas, curaciones de calambres estomacales, ebrios regenerados con rezos, de amores rotos reparados por el poder de los ritos y las plantas.

Semanas más tarde la conoció. Fue en un aguacero nocturno, la loma se había convertido en una trampa de fango donde se hundían los caminantes por arriba de los tobillos, y el correr furioso de la lluvia cuesta abajo bramaba un eco estrepitoso que presagiaba un derrumbe. Allí le empezaron las contracciones; Gabriel ya trabajaba en las noches como vigilante, por lo que a Hortensia la auxiliaron dos vecinas que intentaron calmar sus temores de madre primeriza. Ante el inminente parto, una de ellas cruzó el barro en la tormenta y logró llevar a Yamilé a casa de Hortensia justo a tiempo. La negra estaba empapada, traía un racimo de yerbas y los pies llenos de fango, entró segura, sin aspavientos, ordenó a las mujeres cocinar las matas en agua y traer unos trapos limpios.

―Tranquila mima que traer vida es cosa de nada y en ningún paritorio se me ha muerto un crío ―exclamó Yamilé.

Después de asomarse entre las piernas, la negra palpó el abdomen; Hortensia lloró de dolor, Yamilé le secó las lágrimas y la frente con una pañoleta. Le dijo casi con ternura:

―¡Ya pasa mima, ya viene… Ahorita le bajo el dolor!

Remojó un trapo en el agua de yerbas para escurrirlo tenuemente con las manos, lo dobló tres veces y se lo dio a morder, el cálido elixir viajó por la boca de Hortensia y poco a poco el dolor amainó.

―¡A pujar mima! ¡A pujar!―Le ordenó Yamilé en medio de los muslos mientras presionaba el vientre con las yemas de los dedos.

El llanto del niño se camufló con el repique de las gruesas gotas en las tejas del rancho, la negra lo recibió mostrando sus dientes perlados; con la ayuda de las mujeres lo puso sobre la cama junto a Hortensia y fue limpiándolo con el trapo empapado en la infusión. La alegría de la madre se esfumó cuando observó un gesto extraño en el rostro de Yamilé.

―¿Qué pasa doña, mi niño está bien?―Preguntó angustiada Hortensia.

La negra no contestó en principio, solo miraba al bebe fijamente.

―¿Qué fue doñita, dígame qué es?

―Hoy es trece―dijo en voz baja la santera.

―¡Si señora…Y eso ¿qué importa?!

―El crío tiene una manchita cerca del ombligo.

―¿Es algo malo… Está enfermo mi niño?

―Tiene forma de langosta… ¡Abadón! ―Susurró Yamilé.

―¿Qué es eso…, qué está diciendo?

La bruja guardó un silencio tan agobiante como la lluvia.

―Proteja bien este crío mima ―le dijo la negra mientras se lo entregaba―, ¡mi ojo no falla, ahí están las señales… Tiene la muerte encima!

Esa frase nunca se borró de Hortensia, solo la guardó en sus miedos, en las plegarias de la iglesia que eran las mismas desde aquella noche. Huyó de cualquier contacto con la santera, jamás la vio de nuevo, quiso forzar el olvido pero la sentencia no logró cicatrizar con el tiempo…

MIÉRCOLES SANTO.

3 de abril 1985.

LAS TRES DE LA MADRUGADA.

La rata recorrió lentamente la alcoba. Negra, el pelaje, las uñas, los dientes, la cola bífida, toda ella; aún los ojos de brea que parecían dos manchones vacíos. El almizcle azufroso que dejaba a su paso llenó el cuarto en la mitad de la madrugada. La rata clavó las uñas en la madera subiendo muy despacio a la cama, la extraña y larga cola bífida se mecía al vaivén del movimiento; se deslizó sobre las cobijas paralelo a las piernas acercándose al cabecero, se posó sobre la almohada.

Flora dormía. La rata se refundió en su cabello y se introdujo bajo las frazadas por una abertura junto al cuello, las uñas arañaron el abdomen desnudo, Flora dormía. Con la cola y el pelaje largo, untuoso, acarició los muslos también marcados por las patas y aún dormía. El animal se acercó al meñique del pie derecho y los incisivos negros, pútridos, rozaron la piel cuando la rata los enfiló para el ataque, abrió las fauces…

SINOPSIS: Presa de un enamoramiento casi enfermizo, la joven Flora se adentra en el peligroso mundo de la brujería, sin calcular el doloroso camino que deberá transitar por aquella decisión. La novela narra los hechos circundantes de la semana santa de mil novecientos ochenta y cinco, tomando como eje la apertura de Flora al mundo demoníaco en su loco afán por obtener el amor de Héctor Herrera, el sobrino y nuevo sacristán del párroco de la única iglesia en la pintada, un barrio humilde ubicado en las zonas montañosas que bordean la capital colombiana. La historia toma como capítulos los días de aquella semana en una estructura sin orden cronológico, planteando así un viaje al pasado y presente de los personajes que entrecruzan su destino en una telaraña tenebrosa donde se mezcla amor, mito, realidad, familia, iglesia y ocultismo.

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