1

El reflejo de la luz de mediodía hacía evidente que, por mucho que se afanaran en limpiar, siempre había partículas de polvo conviviendo con ellas.

Faltaba poco menos de una hora para la ceremonia en la Iglesia de San Martín. No se tardaba más de cinco minutos en llegar andando desde casa, aunque en esta ocasión pasaría Jacobo a recogerla en el coche que don Claudio les había prestado para la boda. Eso serían otros cinco minutos más, por la vuelta que habrían de dar para evitar las direcciones prohibidas. Aún así todavía había tiempo. Todavía había tiempo.

Frente al antiguo espejo, con la mirada puesta en su moño italiano, mucho más tirante de lo que le hubiese gustado, parecía ajena al fotógrafo que la retrataba desde atrás. Los ojos cansados, pero las manos firmes sujetando las tres rosas que componían su discreto ramo, único signo de su atavío que revelaba que era una novia. No había querido ir de blanco. La organza estampada de flores en tonos ocre era mucho más adecuada en sus circunstancias. El corte tenía la elegancia de las prendas cosidas por Aurorita, que bien hubiera podido trabajar en alguno de los atelieres más famosos de París si no fuera por esa humildad casi impuesta que llevaban a cuestas los niños de la postguerra española de provincias. Cuello chimenea, talle imperio y mangas abullonadas recogidas en el puño. En la espalda, una carretera de pequeños botones forrados de la misma tela del vestido que se perdía hasta que empezaba el vuelo, caído y vaporoso a un tiempo, de la falda. El largo, por el tobillo.

—¿Por qué este vestido, Manuela?

—¿No te gusta?

—Estás muy guapa, ya lo sabes, tú siempre lo estás, pero eres la primera novia que fotografío que no se disfraza de princesa de Mónaco.

Con un vestido de joven novia virgen se habría sentido ridícula, no porque no pudiese pasear su pureza con la cabeza bien alta, sino porque ya no era una niña, acababa de abandonar el luto por su padre y se casaba con un viudo. No era consciente, pero de este modo resultaba más imponente todavía. Evocaba a una diosa de la naturaleza arropada por flores y hojas de seda. Parecía no tocar el suelo, flotar a un palmo de la tierra. Siempre había llamado la atención, los hombres se giraban para mirarla y las mujeres lo hacían de reojo. Ella nunca lo supo, su inocencia la impregnaba de un aura misteriosa, llegando a parecer orgullo lo que en realidad eran timidez y miedo a respirar. Luis sí lo sabía, tenía esa capacidad de artista para ver a través de su objetivo lo que no era evidente a los ojos de los demás. Tampoco había reparado ella nunca en sus miradas, que podía dedicarle ahora con pausa y sin vergüenza, justificado por la ejecución de su trabajo, buscando el mejor plano, buscando atrapar en la película de su Olympus un pedazo, al menos, de su alma. Manuela, mientras, continuaba absorta en el espejo, mirándose sin verse. Hacía rato que sus ojos habían traspasado la plancha de vidrio plateado, algo desconchada ya, y vagaban por escenas recogidas en años y años de reflejos acumulados.

El espejo de marco dorado había llegado a la calle del Progreso a principios del siglo XX, cuando, recién terminadas las obras del pequeño hotel, Papá Xosé y Mamá Remedios comenzaban las tareas de desempacado y decoración de las estancias vacías, impregnadas aún del olor a cal viva. Lo trajeron de París, junto con el resto de los enseres adquiridos a unos marqueses venidos a menos, para componer aquel espacio que supondría la permanencia en el tiempo de los años vividos por el tío de Remedios en Cuba. Aurelio, como tantos otros gallegos, marchó joven, casi niño, cuando aquel era un país de oportunidades y promesas. Regresó mayor ya, con dinero ganado con esfuerzo y el recuerdo dulce y doloroso de haber conocido el amor demasiado lejos. No tuvo hijos, dicen, pero sí muchos sobrinos. Tantos que si lo hubiera repartido entre todos, aquel dinero se habría esfumado antes de que sus huesos tocasen tierra. Decidió que Remedios, la más cabal de todos ellos, administrase los cuartos y les dieran un buen fin. El dinero fue suficiente para construir un edificio, ni muy grande ni muy pequeño, en la calle que representaba la apertura de aquella pequeña capital a la modernidad. La amplia avenida de grandes losetas de granito y calzada de adoquines contrastaba con las callejuelas de trazo medieval del centro y se llenaba cada día del bullicio de aldeanos que llegaban en coches de línea aún tirados por caballos. Por sus aceras se cruzaban miradas las futuras maestras de camino a la Escuela Normal y señoritos y burgueses con algún asunto que resolver en Diputación o alguna compra que realizar en los primeros locales comerciales que se instalaron en la zona. Allí, en el 119, nació el Hotel París.

A Luis le llamaron la atención las cifras que presidían el dintel de las puertas. Eran las antiguas habitaciones, por algún motivo sus números habían permanecido así durante todos aquellos años, a pesar de que hacía ya más de cuatro décadas que había desaparecido el hotel. En la 207 había muerto primero mamá Remedios y más tarde su padre. A pesar de todo, ella había seguido durmiendo allí hasta ese mismo día, sin ocuparse de ánimas o espectros que pudiesen acompañarla durante el descanso. Mucho más miedo le daban los vivos con los que habría de enfrentarse desde ese mismo día. Hacía mucho que había asumido que ya nunca se casaría, que no tendría hijos que parir y que su vida eran la escuela, su madre y su hermana y, sin embargo, ahora estaba allí esperando a que la llevaran al altar.

En aquella casa, a pesar del paso del tiempo y de los acontecimientos, se mantenía intacto prácticamente todo desde el día en que Remedios se pusiera al cargo del establecimiento. Más acostumbrada al campo y a las vacas que a atender huéspedes, no le temblaron la piernas y comenzó a organizar el hotel, uno de los pocos que ofrecían alojamiento por aquella época en la ciudad, con soltura y eficiencia. Mientras Xosé, su marido, hacía las veces de chófer, cocinero y animador de festejos a la menor oportunidad que se presentaba. Ella firme y austera, buena administradora, seria. Él todo chanzas y risas, algo brégolas y chafalleiro, bueno como el pan de trigo del país. Xosé comenzaba la jornada yendo a buscar a los primeros clientes que llegaban en el tren cama de Madrid. Les esperaba en la cantina de la estación que por aquellos días iniciaba cambios sutiles en el mobiliario y las provisiones en un intento de transformación que la acercase a su vocación de café elegante donde pudieran cobijarse los viajeros los días más crudos del invierno o los más sofocantes del verano. Las desvencijadas sillas de asiento de paja trenzada se sustituyeron por otras de respaldo pulido y formas redondeadas que se alternaban con algunos butacones forrados de terciopelo. Las grandes y toscas mesas de mármol, en cuyos cercos de vino tinto marcados a perpetuidad se podía leer la historia de la taberna y sus feligreses, fueron desapareciendo poco a poco y en su lugar crecieron delicados veladores de madera, al tiempo que el modesto espacio parecía haber crecido por obra del reflejo de los espejos repujados que colgaban de las paredes. A la postre solo se mantuvo el suelo de damero que cobró vida nueva a base de lustrar con cera sus baldosas blancas y negras. Tomaba allí el segundo café de la mañana, no era capaz de salir de casa y enfrentarse al mundo sin desayunar primero, y si era uno de esos días en que la lluvia multiplicaba por tres la sensación de frío, se ayudaba a entrar en calor con un mamá Elena, el licor-café casero que Moncho guardaba en la trastienda. Cuando escuchaba acercarse la respiración ansiosa de la máquina del tren, pedía que le anotasen la consumición, se encajaba bien el sombrero hongo y se acercaba al andén con su mejor sonrisa, atusándose el bigote. Agasajaba a las vedettes del momento que llegaban para actuar en los cafés cantantes o en el teatro Ateneo, recogía a los toreros y sus cuadrillas y acarreaba pesados equipajes con la ayuda de algún rapaz. Al llegar al hotel, en las mismas caballerizas situadas en la planta baja, ejecutaba su número de transformismo y se convertía en el cocinero para asombro de los huéspedes

—¿Pero usted no era el chófer que nos recogió esta mañana?

—¡Por Dios, no señor, claro que no! Yo soy el cocinero.

Manuela sonreía sin querer cada vez que recordaba al abuelo Xosé, tan alegre y despreocupado que desesperaba a su mujer. En realidad, nunca lo habían llamado abuelo. Siempre fueron Papá Xosé y Mamá Remedios, como cabezas de un clan que no perdían su dignidad por el nacimiento de nuevas generaciones. Su madre Nieves heredaría ese gusto por la vida de Papá Xosé. La casa siempre estaba llena de gente (primos, amigas, familiares más bien lejanos que, por afecto y por trato, parecían de primer grado) y Nieves siempre tenía un bocadillo para todos, o una fuente de arroz con leche, o de compota de manzana. Nadie se iba de allí sin merendar. Los parientes de la aldea, que venían buscando alguna recomendación de su padre, solían quedarse una o dos semanas. Santiago era un hombre bueno, muy querido de todos por su honradez. Nunca tuvo un cargo importante, más allá de su papel de bajo cantante en las misas de la catedral y en la fundación de la Coral Dous Amores, pero todo el mundo le respetaba y si él respondía por alguien nadie dudaba de su palabra. Solo se negaba a recomendar a sus propios hijos, que debieron demostrar siempre por sí mismos su valía.

El Hotel París fue el escenario de Nieves durante su infancia, el decorado de sus fantasías, un hogar muy distinto al de las otras niñas de su edad. Alegre como su padre, soñadora y algo farandulera, vivió aquellos primeros años de infancia viendo ir y venir a cupletistas, actrices elegantes y toreros llenos de empaque. Por las mañanas, mientras las criadillas levantaban camas y refrescaban las habitaciones, Nieves y sus hermanos se colaban en ellas.

—¡Corre Nieves, ahora! ¡La Luisa no está mirando!

Era la pequeña y la más despabilada, así que no le importaba dejar creer a sus hermanos que la manejaban a su antojo. En una caja de puros atesoraba lentejuelas arrancadas a escondidas a los trajes de los toreros, plumas de boas y tarjetones con fotos rubricadas por las estrellas de la época, a las que imitaba delante del espejo dorado del vestíbulo. Gracia no le faltaba, voz tampoco, y en cierta ocasión se la quisieron llevar a recorrer los escenarios de aquella España aún alegre. Mamá Remedios temía ese mundo de libertinaje más que a la gripe española, así que el Hotel París duró lo que duró la infancia de Nieves. Muerto ya Aurelio, cerró sus puertas, no fuese a ser que por ellas entrase o demo vestido de artista.

-Mamá, Araceli, el fotógrafo quiere sacarnos una a las tres juntas.

Juntas como siempre, como hasta entonces. Aún no era capaz de imaginar cómo serían los días que habrían de seguir a aquel. Marido e hijos. Un amor de juventud, el único novio que había tenido y sus hijos. Los hijos de otra. ¿Todavía había tiempo?


2

Habían pasado ya más de diez años desde aquella mañana en que enfiló decidida la calle con intención de visitarlo por sorpresa en la sucursal bancaria en que trabajaba. Después de meses tonteando, intercambiando correspondencia y visitas disfrazadas de compromisos familiares, él había decidido poner fin a sus relaciones de una manera algo confusa. Una última carta explicando lo difícil que le resultaba soportar la distancia, rematada con un te quiero como a una hermana, fue todo. Hacía meses que no coincidían en ninguna reunión familiar pero ahora estaba de vuelta de un viaje por Andalucía, y, a pesar de la inseguridad que la invadía, se convenció de que era lo más normal pasar a verlo como había hecho tantas veces. Solo que esta vez no había avisado. Quería sorprenderlo.

Fue ella quien se llevó la sorpresa que iba buscando.

—El señor Castillo está casándose en estos momentos —le dijo el ujier con toda la frialdad de un castellano que intenta ser amable—. Estará de vacaciones unos días después de la boda.

Ni siquiera el impecable abrigo de paño que le había cosido Aurorita pudo quitarle el frío que sintió aquella mañana de primavera y que la acompañaría siempre desde entonces.

No hacía tanto, se habían conocido en la boda de sus hermanos. Habían oído hablar el uno del otro pero hasta ese día no se habían visto nunca. Compartieron mesa después de la ceremonia en una de las capillas de la Catedral de Santiago. Carlos (o el torerillo, como lo llamaba la madre de Manuela por su figura y su actitud presumida) era extremadamente delgado, serio, aunque aquel día no se lo pareció tanto. Bebía y fumaba más que comía. Manuela también era delgada pero de cara redonda y fresca, inocente. Altos los dos, morenos, buenos mozos. Comieron marisco y brindaron en copas pompadour, que era lo fino entonces. Un acto de ignorada libidinosidad en una España frígida por mandato de ley: beber del molde del seno de una cortesana bajo la coartada de la moda y las buenas costumbres.

Él se interesó por la escuela, a ella le sonaba que había empezado a trabajar en un banco. Él le contó que por las noches seguía estudiando, para sacar adelante Peritos y que echaba una mano a sus hermanos pequeños que aún seguían en el colegio. Ella le habló de los niños: de Paquiño, de Ricardo, de Eloi y de las dos nenas, Andrea y Dolores. Acostumbrado a conquistar mujeres indiferentes que confundían la altivez con la honra, a Carlos le sorprendió lo fácil que resultaba hablar con Manuela. No era una niña, aunque a su lado lo parecía. Se explicaba con gracia y, aunque no le gustaba la aldea, hablaba de los progresos de sus alumnos con ternura y con un entusiasmo real que denotaba una cierta capacidad para la pasión desconocida por ella misma. Pasearon solos por la alameda después del banquete. Si hubiera estado permitido se habrían sentido enamorados. Pero sentir había estado prohibido casi siempre, desde la guerra al menos. Sentir era de gentes perdidas, sin decoro, sin modestia. No sentir, no pensar, no opinar: pilares para sobrevivir, salvavidas para atravesar los días en un país de paz impuesta por los vencedores, sin haber escogido nunca bando. En la conciencia de que nunca habría podido ser de otro modo, porque, una vez empezada, la guerra solo puede dejar vencedores y vencidos, y la infamia es inevitable ya.

Después, los paseos por los parques se habían ido repitiendo. Unas veces en la ciudad de ella, otras en la de él. De vez en cuando en alguna excursión. Jamás habían hablado de futuro, se limitaban a caminar, a ver correr el agua hacia el estanque y dar de comer a los patos. Manuela había evitado imaginarse formando una familia con él, criando hijos, compartiendo dificultades. No solo estaba prohibido sentir, también pesaba sobre ella el yugo de ser la hermana agraciada, la bonita y de buen carácter, a la que rondaban los rapaces desde niña. Araceli era mayor que ella y no era fea, pero nunca podían evitar las comparaciones. Quizá por eso, o quién sabe por qué motivos, se había ido forjando un carácter duro y escéptico, sin resquicios para las emociones, salvo las pías. No tenía novio ni lo quería y Manuela se había propuesto no hacer caso a nadie hasta que su hermana mayor tuviera pretendiente.

Con la mente en blanco llegó hasta la fuente de la plaza y allí se quedó, paralizada, mirando el agua golpear el agua.

Se casaba con otra. A ella la quería como a una hermana.

***

Cerré los ojos y respiré despacio.

Me encantaba sentir el olor húmedo y viejo, era como si la casa entrase en mí, me poseyera. Y me encantaba dejarme poseer. Entonces escuchaba. Primero solo oía los ruidos y las voces de mamá, de la tía y de la abuela removiendo trastos viejos y quejándose del estado de ruina del edificio, pero después de un rato empezaba a distinguir risas de niños, bullicio de subir y bajar escaleras, de traer y llevar maletas, ruidos de cocina preparando comidas y de comensales comiendo con gusto, conversaciones con varios acentos distintos del mío. Ni me estaba volviendo loca ni tenía poderes paranormales, era simplemente mi juego de niña: imaginar la vida dentro de aquel espacio hacía más de setenta años.

El espejo dorado de la entrada seguía en pie. Había ido cambiando de ubicación durante los años, primero en la recepción del hotel, durante un tiempo en el comedor y después en el segundo piso, donde vivieron la abuela Nieves y el abuelo Santiago con sus hijos, Araceli, Manuela y Jacobo, y con Papá Xosé y Mamá Remedios. Ahora estaba apartado en un rincón llenándose de polvo, junto con platos del restaurante y fuentes apiladas, bandejas marcadas con las iniciales del hotel, cucharas, tenedores, cuchillos y hueveras minúsculas con las que jugaba a dar grandes merendolas y fiestas de postín a mis muñecas. Cada vez que husmeaba por ese piso, podía ver a mamá mirándose en el espejo el día de su boda, tal y como aparece en las fotos de Luis, con su vestido vaporoso y su moño tirante, sujetando tres humildes pero poderosas rosas. Esa imagen me ha acompañado siempre, como la curiosidad por saber qué estaría pensando. Estaba seria, un poco tensa. ¿Tendría miedo? ¡Claro que tenía miedo! cómo no iba a tenerlo. En pocas horas su vida cambiaría más que en todos los años que había vivido. Tenía más de cuarenta cuando se casó, pero ¡estaba tan guapa! Parecía más joven. O quizá no, quizá tenía un millón de años.

***

Se recompuso como pudo y volvió a la chocolatería donde la esperaban su madre y su hermana. No les había dicho a dónde iba. Había inventado una excusa, quería comprar un camisón en aquella tienda tan bonita de la esquina de la Plaza Mayor. Puede que si se lo hubiese contado se hubiera ahorrado el apuro y la desolación, ellas tenían que saberlo ya, solo que no se habían atrevido a decírselo. ¿Cómo podía haber sido tan tonta? ¿Cómo fue la única en no darse cuenta? Prefirió guardar silencio y simular un repentino dolor de cabeza. En realidad no mentiría.

El olor a churros y chocolate la acogió y le dio el abrazo que necesitaba en ese momento y que no se atrevía a pedir. En las cafeterías se sentía segura, se sentía en casa. Al fin y al cabo vivía en un antiguo hotel, y quien sabe si no merodeaban todavía por allí las almas de clientes y comensales disfrutando de las vituallas que preparaba el abuelo Xosé y que servía la abuela Remedios en la vajilla traída de París.


SINOPSIS

Manuela se prepara para casarse, es algo mayor y no contaba ya con formar su propia familia. En las horas previas a la ceremonia, y a través de un juego de imágenes reales y ficticias que le proporciona el espejo en el que se mira, reconstruye escenas que ha escuchado desde niña, todas ellas desarrolladas en la casa familiar desde principios del siglo XX. El juego del espejo la lleva también a transitar por su propia vida en una recopilación de momentos trascendentes o triviales, a los que no juzga de uno ni de otro modo.

La casa, levantada como un modesto hotel de capital de provincias, mantiene elementos de aquella época, a pesar de que el establecimiento cerró mucho antes de que naciese Manuela, y se constituye en escenario y personaje al mismo tiempo. Estructura la narración e influye en la vida de sus habitantes, encerrando, a modo de caja de caudales, vivencias y sentimientos.

Un relato de personajes con historias duras vividas sin dramatismos, al tiempo que un intento de desentrañar esas historias, de otorgarles el lugar que les corresponde y descubrir la huella que han dejado tanto en ellos como en sus descendientes. Una reflexión, al fin, sobre la existencia de eso que algunos llaman memoria de las células, recuerdos anteriores al útero materno… capas y capas de energía compactada, antiguos recuerdos de generaciones y generaciones de mis ancestros, si no como posibilidad científica sí, al menos, como posibilidad poética.

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