CAPITULO I / Caracas, abril de 1988
Esta historia empieza antes de ser contada.
Empieza, tal vez, en la maleta de mi tía Pilar, esa que guardaba debajo de la cama y solo la buscaba en ocasiones especiales. Entonces me mandaba meterme y sacarla porque ella no podía agacharse. Yo le obedecía. La arrastraba hasta afuera y la colocaba sobre la cama. Entonces la abría y me mostraba el que consideraba su mayor tesoro: centenares de fotos en blanco y negro, muy pocas en color, algunas incluso en tonos sepia. Con secreta devoción me explicaba quiénes eran los personajes que poblaban esas cuatro paredes de cartón con cantos metálicos, con correas de cuero y etiquetas pegadas, que olía a viajes y a ponientes, al espeso aceite de la pintura de los buques.
Como si supiese que se iba a morir muy pronto mi padre se tomó decenas de fotografías. ¿A qué se debía esa necesidad de dejar testimonio? ¿Acaso intuía su muerte y se daba cuenta de que ese sería el legado que le dejaría a su único hijo? ¿O sería por un irrefrenable narcisismo que lo llevaba a tomarse muchas fotos al saberse guapo y joven?
En muchas aparece en bañador, mostrando unos bíceps que no tenía, aunque no se podía negar su definición corporal tal vez por su afición a nadar. Fotos para conquistar chicas, que serían como trofeos en las manos de ellas; fotos donde se podía anotar al reverso una dedicatoria con buena letra, una dirección o un teléfono. «Nos vemos el 18 a las 18 en la confitería Moraima». Citas que de seguro olvidaría porque los galanes tienen mala memoria. A mi madre le tocó ser la afortunada receptora de su disparo seminal, ese del cual saldría yo al cabo de nueve meses para encontrarme con la sorpresa de un hombre enfermo que apenas podía sostener a su hijo recién nacido en sus brazos.
Mi padre se sacó fotos en todas las poses posibles: con uniforme de la marina, con traje y corbata, con gabardina como detective privado, con camiseta blanca ceñida al cuerpo, pero lo que más le gustaba -sin duda- era salir en bañador y mostrando los músculos. Era atlético, sí, pero no especialmente musculoso. Más bien flacuchento y tendía a meter la pierna izquierda, como yo lo hago al caminar. La tenía ligeramente arqueada, tal vez más larga la izquierda que la derecha, como yo la tengo.
Tenía los ojos claros, la mirada limpia de los veinte años, no más. Y una sonrisita de bromista, de quien no ha decidido que no tendrá tiempo de amargarse la vida aunque no la haya tenido fácil en el escaso tiempo que le tocó vivir. Lo imagino así: divertido, ligero, superficial, apasionado, bocazas, poeta, enamorado, artista, sensible, solidario, bohemio, hablador y bebedor aunque no fumador. Dispuesto siempre a las bromas, a salir a pasear, a bañarse en la playa (eso sí que le gustaba: nadar en el mar). Era un poco perezoso para los estudios porque además no le gustaba la autoridad y tendía a burlarse de los profesores (irreverente, irrespetuoso, a veces) pero tenía gran capacidad para el trabajo y cuando algo realmente le gustaba era capaz de pasarse horas haciéndolo, bien fuera un cartel fallero, un autorretrato al óleo o los bocetos a lápiz de una pelea de marineros borrachos, algo que habría visto en alguna película americana, o incluso en la vida real, durante su breve estadía en la armada (su padre había sido militar y republicano, afortunadamente murió antes de ver la triste derrota).
¿Cómo a este ser amante de la vida y de la libertad le dio por casarse tan joven? Ah, tal vez nunca se casó, no me cuesta nada imaginar que mi madre salió preñada, era muy linda a los 18 años, demasiada tentación para un manojo de nervios y de hormonas como debía ser mi padre. Pero tal vez lo hizo o prometió hacerlo pues de hecho ya vivía en casa de sus suegros, Mi abuelo Alberto era medio republicano, liberal tal vez, en cambio mi abuela era una mujer provinciana, muy religiosa. ¿Habrá permitido que el simpático joven que se veía tan enamorado de su hija se mudara a su casa, viviera bajo su mismo techo sin estar casado con ella? De hecho no hay ninguna foto del matrimonio (como sí la hay de la boda posterior que mi madre celebró con Emilio). Extraña cosa.
–¿Quieres que te hable de tu padre otra vez? –dice mi tía Pilar–. Confías demasiado en mi memoria. ¿Y esa foto? Ah, esa foto… Ellos eran tan bellos cuando caminaban por las calles de Valencia. Eloy tan alto, apuesto, elegante. Ella a su lado se veía radiante, con la sonrisa de satisfacción, de dicha plena. Los enamorados sonríen porque la vida les sonríe. Tienen todo por delante: un futuro compartido, una casa, hijos, familia. Tanto para dar y compartir. Amparín, mi hermana, se ve bajita a su lado (aunque era más alta que yo). Lleva una falda de lino que yo misma le hice y le regalé por su cumpleaños 19, el 7 de enero de 1956. Se la cosí entallada para que se remarcara su cinturita y sus caderas. La blusita de seda, floreada, estilo chino, le venía muy bien. Se notaba que hacía calor, era verano, le pedí a mi amigo Vicente que la tomara pues yo me lío con las cámaras.
Pilar no era una mujer agraciada. Bajita y gordita se había quedado para vestir santos. No lo hacía porque no era excesivamente religiosa. Su novio, Paco, había tenido la mala idea de alistarse como voluntario en la División Azul. Era un joven idealista que había luchado en la Guerra Civil y, como buen falangista, aún tenía ganas de seguir luchando contra el comunismo. Seducido por la idea de matar comunistas y tomar Moscú, oferta que camiones con altoparlantes vociferaban por las calles de Valencia, se acercó al banderín de alistamiento y se enroló como voluntario sin decirle nada a su novia. Pilar fue a despedirlo a la estación de tren, la misma a la que dos años más tarde fue a recibirlo. Pero Paco ya no era él. El hombre que vio bajar en silla de ruedas era su novio, el que había perdido sus dos piernas congeladas durante el sitio de Leningrado. Pilar dio media vuelta y se fue a la carrera, llorando. De pronto la visión de estar casada con un mutilado de guerra que sobreviviera vendiendo terminales de lotería en una esquina, fue demasiado para ella. Bien sabía lo que le había costado esa relación, no había sido nada fácil echarse un novio más o menos decente y que no fuera tan feo, con la escasez de hombres que había después de la guerra, solo ella sabía los sacrificios que había hecho, pero cuando lo vio bajando del vagón, con la ayuda de dos compañeros que lo cargaban en peso, sintió que el mundo se le venía abajo y prefirió huir, aunque ello implicara quedarse soltera para toda la vida.
Por eso compartió con alegría el noviazgo de Amparín, su hermana menor que salió premiada con un chico guapo, listo y trabajador, aunque no tan formalito como hubiese deseado. En lugar de un artista, le hubiera gustado para su linda hermana un médico o un abogado, o incluso hasta un profesor. Pero qué remedio, ante la poca oferta de jóvenes varones, Eloy figuraba entre los mejores. Decidió entonces proteger esa relación a capa y espada, se convirtió en la guardiana de los tórtolos, en lugar de chaperona. Ella decidió que Eloy era el hombre adecuado para su hermana. Una vez se reunió con él y le advirtió que tuviera cuidado con esa tendencia suya a coquetear con chicas, sabiendo que a ellas les gustaba su musculatura y se acercaban para tocarle los bíceps que se marcaban debajo de la camiseta. Por eso fue cómplice su hermana cuando salió embarazada y no le dijo nada a su madre. A cambio precisó a la pareja, especialmente a él, para que se casaran lo más pronto posible. Si sus padres se enteraron de que Amparín estaba recién embarazada cuando se casaron, no lo dieron a entender. Su padre, Alberto, desde luego no se habría dado cuenta aunque hubiera visto la barriga, pues era muy despistado. Más que nada lo hacía por su madre, Felisa, quien era muy religiosa y no le habría gustado nada que su hija se casara en esas circunstancias. Además, ambos viejos adoraban a Eloy y estaban dispuestos a acoger en su casa a la joven pareja, cosa para nada desdeñable pues aún no tenían trabajo ni forma de mantenerse. El padre de Eloy había fallecido y la madre y su única hermana se habían ido a América, por lo que Eloy estaba solo en España y era un joven estudiante de Artes mientras que Amparín había logrado estudiar secretariado y taquimecanografía en el Instituto de Artes y Oficios.
Cuando nació el pequeño Mario, el 10 de agosto de 1957, una gran alegría inundó la casa entonces. Pero la felicidad no duraría mucho ya que la noche del 13 al 14 de octubre comenzó a llover de tal manera que pasó lo que algunos habían temido: el Turia se desbordó e inundó a la ciudad. Eloy, atlético y buen nadador, participó en jornadas de rescate. Sin embargo, en una de esas se resfrió. Lo que en otras circunstancias habría sido un simple catarro se complicó con una infección en los pulmones. No había penicilina y Franco se negó a declarar Valencia zona de desastre, a pesar de la solicitud de la Cruz Roja Internacional. Eloy se consumió en pocos meses y en noviembre de ese mismo año, falleció.
Mientras veían cómo lanzaban paletadas de tierra en su tumba, Pilar, sostenía a su hermana quien no paraba de llorar; en ese instante decidió que consagraría su vida a ayudarla a cuidar de ese niño hasta que fuera un hombre hecho y derecho. Por ello, cuando Amparo se volvió a casar, dos años después, y decidió irse a América con Emilio, su nuevo marido, Pilar accedió a cuidarlo mientras los nuevos esposos se asentaran en un país desconocido llamado Venezuela adonde habían decidido emigrar.
(en esta aparece Pilar sonriente detrás del mostrador de la pastelería. Tiene pañoleta en la cabeza y a su lado una compañera de trabajo. Las vitrinas acristaladas exhiben dulzuras como yemitas, figuritas de mazapán, que tanto gustaban a Mario y que ella le metía en los bolsillos, merengues, palitos de almendra, y más allá la nevera donde se guardan las tartas. Parecen felices).
Pilar trabajaba como dependienta en la Pastelería Moraima, Avenida del Antiguo Reino de Valencia, 6. A veces, Pilar lo llevaba al trabajo un ratito nada más. Valencia parecía una ciudad grande, aunque a un niño pequeño todo le parece grande. Para ir a la Moraima desde el Cabanyal había que tomar el tranvía. A Mario le encantaba montarse en el tranvía. Desde la ventana se veían plazas, parques, calles, gente caminando absorta en sus pensamientos. Se veían perros, gatos, pájaros. Era todo un espectáculo la vida desde el tranvía. Pero lo que más le gustaba a Mario era cuando el vehículo pasaba por la Plaza del Caudillo, entonces la ciudad se abría como una flor, adoptaba aires de gran señora y mostraba sus edificios a los paseantes como diciendo «mira que grande y bonita soy, mira mis torres, mis edificios, mis iglesias, mira mis cafés, mis tiendas», cuánto esplendor acumulado en los pliegues polvorientos de las piedras, en las fachadas y en los soportales, en las galerías y en los pasajes, en las glorietas y paseos, en las avenidas de una ciudad que hacía poco tiempo había conocido los horrores de una guerra de la que Mario no se había enterado pues las únicas guerras de las que tenía noticias, además de las que nombraba su enciclopedia, eran las de los indios y vaqueros que salían en los tebeos y eso sería luego, cuando aprendiera a leer. Por los momentos, Mario mira por la ventana y ve las cosas que mucho después recordará apenas vagamente cuando trate de describirlas, camina por las calles tomado de la mano de su tía, espanta palomas en las plazas, esas cosas.
Mario salía con su tía a recorrer la ciudad. A diferencia de su abuela, a Pilar le encantaba salir, cada vez que podía lo llevaba dondequiera que fuera: a una plaza, a un parque, al puerto del Grao, a la Calle de La Reina, al Mercado, al edificio del Ayuntamiento. Mario ya conocía muchos lugares cercanos a su casa y otros no tan cercanos, varias veces había travesado alguno de los puentes sobre el río Turia, que se llamaba así aunque ya era un cauce seco porque lo habían desviado para que no causara más desastres, según le explicó su tía.
En uno de esos paseos, llegaban hasta el puerto y caminaban por las dársenas, se adentraban en alguno de los muelles que se proyectaba hacia el mar. Mario disfrutaba viendo los barcos, trataba de reconocer sus características y sus banderas. Aquel es un carguero griego, esta es una patrullera de la Armada española, este es un tanquero de Panamá.
–¿Tía, esos barcos van a América?
–Sí, Mario, alguno de ellos sí que debe ir.
Ambos se quedaban mirando la inmensidad del mar. A Mario se le ocurrían muchas otras preguntas pero se las guardaba. Podían estar largo rato así, tomados de la mano, al borde de un muelle, solamente mirando el horizonte líquido. Desde luego que el planeta tierra le parecía plan, a Mario le costaba un poco entender que fuese redondo, como el globo terráqueo que había en el aula de clase, y no se cayeran. El mar le parecía misterioso, cuando lo veía desde el puerto. En la playa era otra cosa, en verano podía bañarse, jugar con las olas, buscar conchas o hacer castillos de arena. Pero visto así, de lejos, era imponente.
Ver el mar –la mar, como decía su tía– le motivaba interrogantes pero había uno en particular:
–¿Tía, cuándo volverá mi mamá?
Antes de responder, Pilar disimulaba unas lágrimas y finalmente le decía:
–No sé, Mario, a lo mejor vamos nosotros a América.
–¿A América?
Entonces Mario miraba aún con más intensidad a ver si lograba apreciar algo, la punta de una montaña, los flecos de una palmera, algún ave tropical pero nada, el mar sólo era un rielar de olas que se formaban allá a lo lejos, pequeñas crestas de espuma que duraban apenas un instante, barcos que se acercaban o se alejaban hasta desaparecer. El mar no tenía respuestas para todas las preguntas que Mario le formulaba.
–Alguna vez iremos a América –repitió Pilar, sin dejar de mirar la lejanía.
–¿Como Cristóbal Colón, tía?
–Sí, Mario. Como Cristóbal Colón.
CAPITULO II / Valencia, viernes 7 de enero de 1955
–El tiempo es ahora –dijo Pilar mientras cerraba el portón metálico de la Pastelería Moraima, con la ayuda de Vicentita y Consuelo.
–Pero es que mamá se va a preocupar si no llego a la hora –dijo Amparín con el ceño fruncido.
–No tienes edad para preocuparte, hermanita. Deja que yo me encargue de mamá.
–A ver, niña, que no se cumplen 18 años todos los días –dijo Consuelo, que era andaluza.
–Me han dicho que es el lugar de moda –dijo Vicentita–. A mí me hace ilusión ir aunque sea un ratito. Eso sí, de tomar nada que como se entere mi padre…
Y echaron a andar.
Desde la avenida del Antiguo Reino de Valencia hasta la calle de la Abadía de San Martín no hay un largo trecho. Las jóvenes podían recorrerlo en 15 minutos, a lo sumo en 20, o en media hora si se detenían a ver tiendas. Ellas se tomaron su tiempo, total no tenían prisa. La tarde estaba fresca pero no hacía frío. Rodearon la plaza de Toros, atravesaron la avenida de Xátiva y siguieron al norte por la calle Ruzafa. Caminaban despreocupadas charlando de los últimos sucesos. Estaban cansadas pero felices porque no tenían que trabajar el fin de semana. El día anterior había sido de mucho afán, por Reyes. Vendieron muchos roscones, merengues y figuritas de mazapán, que a Amparín le encantaban. Su hermana había sisado algunas para obsequiarle por su cumpleaños.
Cuando pasaron frente a la fachada del palacio del Marqués de Dos aguas supieron que estaba cerca de la Cervecería Madrid, el lugar de moda en la ciudad. Aunque nunca habían ido, Pilar tenía un amigo que trabajaba allí de mesonero (Vicentita decía con retintín que era “algo más que un amigo”, pero Pilar no era de caer en provocaciones, lo que hacía era reírse con esa risa suya fresca y sonora).
Pilar, que era la mayor y la más decidida, abrió la puerta y se abrió ante ellas el interior de la Cervecería Madrid, antigua Berlín, pero la había comprado un gallego, Constante Gil, que era pintor y le había cambiado el nombre. Ahora era el lugar favorito de la bohemia valenciana y las tertulias literarias.
Amparín quedó deslumbrada: el interior estaba abarrotado de mesas, todas ocupadas, por personajes extravagantes, muchos hombres barbudos, algunos de los cuales discutían acaloradamente. No era la primera vez que Amparín entraba a un bar, iba con frecuencia a la Bodega Montaña, cercana a su casa, con una botella vacía a comprar vino a granel para la mesa. Allí veía a su padre jugando al tute con sus amigos. Pero eran ancianos venerables como él, jubilados de la empresa de electricidad y otros señores de edad provecta que apenas probaban una copita de anís del Mono entre partida y partida, apoyando las copas sobre la mesa de mármol. No era esta clase de vociferantes barbudos que trasegaban licor como si fuese agua y arrojaban más humo que las chimeneas de una fábrica. Desde luego, la Cervecería Madrid no parecía el mejor lugar en Valencia para una cita romántica; se trataba de un lugar ruidoso y lleno de humo de tabaco negro, humo de pipas, de puros y cigarrillos.
¿Qué sería lo que hablaban? ¿Por qué esos gestos tan vehementes y muecas excesivas?, se preguntaba Amparín. Parecía que se les fuera la vida en los diálogos que entablaban y a veces uno intervenía en la conversación de la mesa contigua, a voz en cuello, porque, por lo visto, para hacerse entender en medio de aquel barullo había que elevar el tono de la voz.
–Son artistas –dijo Pilar a modo de explicación.
Y con eso quedaba dicho todo.
Las jóvenes habían entrado al local, quedándose cerca de la puerta en una actitud cohibida, hasta que la arrojada Pilar dijo:
–Ahí está Pepe.
Pepe era el mesonero amigo de la joven que, según ella, les había reservado una mesa. Cuando vio a Pilar se acercó a saludarla, sudoroso, con su delantal blanco y su bandeja redonda de metal en la que llevaba vasos y tazas haciendo un prodigioso equilibrio, mientras esquivaba mesas y sillas.
–Hola, Pepe. Mira te presento a mi hermana Amparín, ella es la cumpleañera. Y ellas son mis amigas Consuelo y Vicentita.
–Hola, guapas. Hola, Amparín, muchas felicidades. Pues nada, ahí os tengo la mesa reservada. Pero es pequeña, de dos sillas. Porque me dijiste que veníais solo vosotras dos.
A Amparín se le subieron los colores a las mejillas.
–Es verdad pero nos puedes conseguir otras sillas, ¿verdad, Pepito? –dijo Pilar guiñando un ojo.
–Bueno, chicas, veré qué puedo hacer. La verdad, Pilar, es que tú no cambias, ¿eh? Ya debía estar acostumbrado.
Y se alejó refunfuñando pero al poco tiempo llegó con dos taburetes y Pilar consiguió una silla vacía cuando vio que un señor se levantaba al baño.
Las cinco muchachas se acomodaron lo mejor que pudieron alrededor de la mesita redonda. Las amigas de Amparín también estaban fascinadas por todo lo que veían.
–Uy, ¿vieron ese señor con la barba tan larga? –preguntó Vicentita–. Se parece a San Antonio.
–Será por la barba, pero no creo que sea tan santo con esa copa de brandy y ese puro –dijo Concha.
Todas rieron, alborozadas por la ocurrencia.
–Bueno, va, aquí tenéis el menú, por si queréis pedir algo de picar. ¿Y qué vais a tomar? Yo os recomiendo el Agua de Valencia, es el cóctel de moda. Lo ha inventado el jefe, que es gallego. Antonio, se llama. ¿Veis esos cuadros? Los ha pintado él, sí, también es pintor. ¿Que qué lleva? A ver, no es nada del otro mundo, lleva zumo de naranja y cava. Y un ingrediente secreto, jeje. Pero os va a gustar, es delicioso, refrescante y como sois cuatro pues con una jarra podéis empezar.
Pepe desapareció y Pilar sacó una cajetilla de cigarrillos. Fumaron todas, menos Amparín. Conversaban de asuntos del trabajo que a ella poco le interesaban. Estaba pendiente de otras cosas, trataba, más bien, de escuchar la conversación de la mesa de al lado donde un chico muy guapo –al menos a ella así se lo parecía– se había puesto de pie y leía un papel con voz muy solemne:
«Tendida tú aquí, en la penumbra del cuarto,
como el silencio que queda después del amor,
yo asciendo levemente desde el fondo de mi reposo
hasta tus bordes, tenues, apagados, que dulces existen.
Y con mi mano repaso las lindes delicadas de tu vivir retraído.
Y siento la musical, callada verdad de tu cuerpo, que hace
un instante, en desorden, como lumbre cantaba.
El reposo consiente a la masa que perdió por el amor su
forma continua,
para despegar hacia arriba con la voraz irregularidad de la llama,
convertirse otra vez en el cuerpo veraz que en sus límites se rehace».
Atraída por las novedosas imágenes, y la musicalidad del poema, Amparo se había puesto de pie y sin darse cuenta se había ido acercando a la mesa contigua donde el joven leía el papel a un grupo de amigos que lo escuchaban con atención. De pronto el joven reparó en su presencia y desde entonces empezó a leerle mirándola directamente a los ojos. Ella se dio cuenta de que los suyos eran grises, unos hermosos ojos del color de la lluvia, y sintió que su cuerpo se estremecía cuando el desconocido leyó:
«He aquí el perfecto vaso del amor que, colmado,
opulento de su sangre serena, dorado reluce.
He aquí los senos, el vientre, su redondo muslo, su acabado pie,
y arriba los hombros, el cuello de suave pluma reciente,
la mejilla no quemada, no ardida, cándida en su rosa nacido,
y la frente donde habita el pensamiento diario de nuestro
amor, que allí lúcido vela.
En medio, sellando el rostro nítido que la tarde amarilla
caldea sin celo, está la boca fina, rasgada, pura en las luces.
Oh temerosa llave del recinto del fuego.
Rozo tu delicada piel con estos dedos que temen y saben,
mientras pongo mi boca sobre tu cabellera apagada».
Los aplausos de los presentes la sacaron de su ensoñación y se dio cuenta en ese instante que se encontraba de pie frente al lector de poesía. Este la miraba fijamente y una sonrisa se dibujó en sus labios.
–Este poema te lo dedico a ti, bella desconocida.
Un súbito ataque de vergüenza la hizo devolverse a la mesa donde estaban su hermana y compañeras. Ellas rieron con el gesto de ella, similar al de un cervatillo asustado. Buscó sentarse al lado de su hermana quien le pasó el brazo por los hombros en actitud defensiva pero más en broma que en serio.
–¿Te has asustado? –le preguntó Pilar–. No me vas a decir que le tienes miedo a un poeta. Y es muy guapo, además. Mira aquí viene.
En efecto, el lector del poema se acercó a la mesa con una copa en la mano.
–Buenas noches, estimadas señoritas. Espero que estéis pasándolo muy bien. Mi nombre es Eloy y soy artista. Bueno, lo seré, por lo pronto soy estudiante de arte.
El joven se presentó hablando a Pilar, pero mirando a Amparín quien al lado de su hermana rogaba porque se la tragara la tierra.
–Hola, Eloy. Yo soy Pilar, esta es mi hermana Amparo. Y ellas son mis amigas Consuelo y Vicentita.
–Pues mucho gusto, encantadísimo de conocer a tan guapas chicas –dijo acercándose para besar de modo teatral la mano a cada una de las jóvenes, menos a Amparín, que se hizo la desentendida mirando hacia otro lado cuando él se le acercó.
–No le hagas mucho caso, como verás, Amparín es un poco tímida. Pero ya se le pasará, ¿verdad, guapa? –dijo Pilar.
Amparín le dedicó a su hermana una mirada de pocos amigos.
–Bueno queridas. De parte de mis amigos, que son la crème de la crème, me permito invitaros a nuestra mesa donde de seguro lo pasaréis muy bien porque nuestras conversaciones son de lo más elevadas. Arte y poesía, ¡y nada de política! Así que ¡salud! Y por allí os espero –dijo alzando su copa.
Cuando se hubo retirado se produjo un mar de cuchicheos.
–¡Mira el fresco este, invitándonos a su mesa así como así! –dijo Consuelo, que era de Acción Católica.
–Pues a mí me ha parecido muy simpático –dijo Vicentita–. ¿Habéis visto qué ojos tan lindos tiene?
–Desde luego es osado el joven. Y guapo también, quién lo duda. ¿Tú qué dices, hermanita?
–¿Yo? ¿Qué voy a decir? A mí me gustó el poema. Recita muy bonito.
–Sí, claro, el poema. Vamos, guapa, que ha venido aquí por ti. ¿Que te crees que no hemos visto cómo te miraba? –dijo Consuelo.
–No solo eso: vimos cómo le mirabas tú a él –observó Vicentita.
–¿Ah, sí? ¿Y se puede saber cómo lo miraba?
–¡Con ojillos de corderito degollado!
Todas se rieron y se burlaron de ella. Amparín echaba chispas por los ojos y se puso roja como un tomate.
Pilar, que conocía bien a su hermana menor, le acarició la cabeza para calmarla.
–Calma, hermanita. ¿No hemos venido aquí a divertirnos y a celebrar tu cumpleaños? Ya eres toda una señorita, qué digo, una mujer. Así que yo propongo que nos divirtamos. Y ese grupo la verdad es que se ve muy animado.
–¡Pues yo me apunto! –dijo Vicentita entusiasmada.
–Yo también pero solo para seguiros la corriente porque ya sabéis que yo, los artistas… Nada que me parecen muy ligeros de cascos. –comentó Consuelo.
–¿Y cuando has conocido tú un artista si el único novio que te has echado ha sido Toñito el de la verdulería? –dijo Pilar.
–Pues no era malo el Toño, solo que algo mano suelta…
–¿Y me vas a decir que nunca te besó? ¡Anda, ya! –dijo Vicentita.
–Eso no se pregunta, son intimidades –trató de defenderse Consuelo–. Aunque una noche, cuando estábamos solos en la verdulería y le tocaba cerrar…
–Estamos hablando demasiado –dijo Pilar–. ¿Vamos allá o no?
Y se acercaron a la mesa donde fueron recibidas con música, pues uno de ellos tocaba la guitarra. Y lo pasaron de maravilla pues resultó ser la mesa más alegre de toda la Cervecería Madrid.
En un momento dado, Eloy fue a sentarse al lado de Amparín.
–Bienvenida a nuestra mesa. Me presento oficialmente. Mi nombre es Eloy y soy estudiante de arte en la Academia –dijo tendiéndole la mano con mucha seriedad.
Tras una breve vacilación ella, se la estrechó.
–Hola, me llamo Amparo. Me dicen Amparín.
–Encantado, Amparo. ¿Y a qué te dedicas?
–Estudio secretariado en el Instituto de Artes y Oficios.
A ella le gustó mucho que él la llamara por su nombre, no por su diminutivo, la hizo sentirse mujer, e inconscientemente se irguió en el asiento a la vez que respiraba profundo.
–¿Quieres probar? –dijo Eloy ofreciéndole su copa que contenía un líquido oscuro y con espuma marrón, de un olor fuerte y penetrante–. Es un cóctel llamado Rocafull.
Ella aceptó y probó. Le gustó, aunque era un poco fuerte.
–Lleva café granizado, brandy, azúcar y una clara de huevo. Dicen que lo inventaron aquí. Si te gusta te invito.
Y cuando llego Pepe con el cóctel, Eloy se levantó ceremoniosamente y campaneó la copa con una cucharilla para llamar la atención.
–¡A ver! ¡Atención! Propongo un brindis por nuestras nuevas amigas pero en particular por Amparo, aquí presente, que como buena capricornio cumple años en el día de hoy. ¡Salud por Amparo!
Todos alzaron sus copas y sorprendida ante la iniciativa de Eloy, Amparo no supo qué hacer sino alzar su copa y buscar con los ojos a su hermana, que lo estaba pasando muy bien, como de costumbre, porque era muy sociable. Y ella la miró y en su mirada había amor filial, era una mirada que decía: «Hermanita, qué dichosa me siento por ti, ya eres toda una mujer te deseo una larga vida y ojalá que consigas un hombre que te haga muy feliz».
Y la copa de Amparo tintineó con el choque de muchas otras copas de desconocidos que le deseaban felicidad. Y se sintió más feliz todavía cuando Eloy chocó su copa con la de ella.
–Me gustó mucho el poema –dijo Amparo.
–Bueno, debo confesarte que no es mío. Me gusta la poesía pero no escribo. Es de Vicente Aleixandre. Lo leí porque estamos haciendo una competencia a ver quién recita mejor.
Eloy percibió la decepción de ella.
–No soy poeta pero soy dibujante. Y quiero ser pintor.
Y así empezó todo. Conversaron de arte, de poesía, de Sorolla, de Picasso, y de Falla. Con el Rocafull a Amparín se le subieron los colores porque nunca había tomado nada tan fuerte sino apenas un poco de vino diluido con agua en el almuerzo o en la cena, cuando había algo que celebrar en la casa. Y aceptó que Eloy brindara una y otra vez por ella, y se dio cuenta de que estaba algo achispado pero no le importó porque a medida que pasaba el tiempo en su compañía le parecía cada vez más encantador, más guapo, más artista y soñador y poco a poco, sin darse mucha cuenta porque además era un sentimiento que nunca antes había conocido, se fue enamorando de aquel muchacho que revelaba su talento haciéndole un retrato en un papel y obsequiándoselo como regalo de cumpleaños.
Tiempo después, cuando ya la Cervecería Madrid cerraba sus puertas, salieron a la calle y Eloy insistió en acompañarlas aunque vivía en el otro extremo de la ciudad. La noche estaba fresca mas no hacía frío, y el cielo despejado. La luna en cuarto creciente. Vicentita y Consuelo decidieron irse por su cuenta.
Y caminaron por las calles de Valencia, cantando y riendo, burlándose de los vecinos que los mandaban a callar. Pasaron cerca de la Catedral, cruzaron el Turia por el Puente del Real. Allí se detuvieron y se quedaron un rato mirando la corriente oscura.
–«Nuestras vidas son los ríos / que van a dar en la mar, /que es el morir…», recitó Amparo.
–Vaya, tú sí que te dedicas a la poesía –dijo Eloy.
–¡Tonto! Son de las Coplas a la muerte de mi Padre, de Jorge Manrique –dijo Amparo.
–A mi hermanita le gusta mucho la poesía, se sabe unas cuantas pero le da vergüenza recitarlas –dijo Pilar.
–Las que más me gustan las escribo en un cuaderno. También colecciono citas célebres.
Siguieron caminando por la avenida Blasco Ibáñez, al final de la cual comienza el Cabañal. De allí a la calle José Benlliure había pocos pasos. Cuando llegaron al número 54, Eloy, por lo visto, no tenía intenciones de irse.
–Bueno –dijo Pilar– ya sabes donde vivimos. Es hora de despedirse.
–¿Podemos quedarnos un ratito aquí en el portal? Solo un ratito –pidió Amparo.
Pilar se puso súbitamente seria y los miró a ambos. Pero definitivamente, aunque quería mucho a su hermana, no estaba dispuesta a hacer el papel de policía.
–Bueno, un ratito nada más. Yo me voy a acostar, estoy agotada. Y todavía me toca lidiar con mi madre que me va a reclamar que hemos llegado tarde. Buenas noches, tórtolos.
Se quedaron un rato conversando. En un momento dado, Eloy tomó las manos de Amparo y las sintió tibias y suaves, en contraste con las suyas, endurecidas por las prácticas de escultura y por el aguarrás que usaba para diluir el óleo.
–¿Sabes? Me siento muy feliz de haberte conocido. Me gustaría volver a verte
–¿Sí? Yo también. Quiero decir, también me gustó conocerte.
–¿Y nos volveremos a ver? Quisiera hacerte un retrato al óleo. Vamos, si estás de acuerdo.
–¿A mí? Pero si yo no….
–Sh –dijo él poniéndole un dedo en los labios–. ¿El martes en la Cervecería Madrid?
–Bueno, intentaré ir cuando salga del Instituto.
–Si no vas te iré a buscar.
–Bueno, eso me gustaría.
–Te buscaré pues.
Se quedaron un rato sin hablar, solo mirándose a los ojos. Eloi se inclinó y le dio un beso en los labios que ella, aunque sorprendida, no rechazó. Luego subió las escaleras como si caminara sobre nubes de algodón de azúcar en tonos pastel. Ella siguió sintiendo durante mucho tiempo el sabor de los labios de Eloy en los suyos. Su madre, afortunadamente, estaba ya dormida. Amparo se acostó y se adormeció sintiendo que su cama se movía al compás de una música secreta, o como si flotara en la inmensidad de un tranquilo mar.
SINOPSIS
Amparo y Eloy son dos jóvenes en la Valencia de 1955. Él estudia bellas artes, se considera artista. Ella estudia secretariado. Ambos forman parte de una pandilla bulliciosa que se reúne en los cafés, en los parques, en la playa. Escuchan jazz, hablan del existencialismo, cantan, bailan, bromean, sueñan con ir a París. Tratan de que la vida sea una fiesta aunque la mayoría de ellos sabe que se terminarán yendo debido al opresivo ambiente que no les ofrece perspectivas. En medio de esa algarabía surge el amor entre los dos. Ella sale embarazada y él, debe moderar sus afanes bohemios y se casa con ella. En la casa de Amparín fallece primero su padre y luego su hermano, así que Eloy debe trabajar para mantener el nuevo hogar. Él hace carteles publicitarios y ella lo ayuda a colorearlos. Pero todo parece prometedor cuando hay amor. Nace Mario, una madrugada de verano del 57 pero la tragedia está servida. A raíz de la Riada de ese año, el desborde del río Turia, Eloy enferma y a los pocos meses muere. Amparo queda sola a los 20 años con un bebé. Al final se casa con Emilio, el mejor amigo de Eloy pero, asediada por los recuerdos y deseosa de huir de un ambiente en el que no ve la posibilidad de rehacer su vida, decide emigrar a Venezuela con su nuevo esposo.
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