Almas que succiona el desagüe

Almas que succiona el desagüe

Andrea Tovar

20/05/2018


I

Supongo que todo ha empezado en el momento en que Verónica ha llegado a casa, cuando se ha lanzado a hablar sin preocuparse de la niña siria bajo los escombros que salía en pantalla y mi emoción desbordada. Se ha puesto a contarme algo de no se quién, un chico muy guapo de veintidós con el que ha estado hablando en el Café Madrid durante no sé cuánto tiempo. Pienso «no, por favor, otra vez no, justo cuando ya había confiado en la soledad, otra vez una mierda de las tuyas». En cambio me callo y escucho, supongo que con cara de pocos amigos.

Le he preguntado «¿no crees que deberías apagar el radar mientras estés comprometida?» y ella ha cacareado un montón de estupideces sobre la emancipación sexual que le suelta Cari, su coach motivacional, para aliviarle la conciencia a ochenta pavos la hora; y yo me planteo que su coach y mi jefa en la librería tienen el mismo nombre y quizá todas las Caris sean insulsas y un poco retrasadas en general, aunque buenas personas.

Pues justo después de soltarme esas chorradas me ha preguntado qué me pasaba. No podía creerlo, pero así ha sido. Tonta de mí, he confiado en un feedback que por primera vez llegaría, en todo este tiempo. Le he hablado de la bola de fuego de mi garganta y de la sensación de irrealidad, de alejarme de todos. Ella ha contestado, como buena imbécil, «sí, a mí me lo vas a contar, yo en el salón de estética tengo que alejarme a ratos de todo el mundo» y le he dicho «no, hostia, es distinto, joder», y si no he tenido agallas para meter las palabrotas se me han quedado pegadas a la punta de la lengua y quizá me las haya tragado y se hayan sumado a la fuerza destructiva de la bola de fuego.

Acto seguido me ha pedido cinco minutos. Cuando me escapaba una lagrimilla ella ha dicho «tengo la cara muy grasa, necesito una ducha, ahora seguimos». Y he tenido la sensación de que si volvía en cinco minutos y tenía que convivir con ella en los mismos ocho metros cuadrados me prendería fuego a lo bonzo.

Entonces me he ido a mi habitación y he leído cuatro veces un párrafo porque no me enteraba de nada y el libro es bueno y no quiero saltarme cosas. He desistido.

Por fin me quedaba dormida, tapándome el sol radiante de los ojos con un peluche gigante de una jirafa que sustituye al que solía ser mi novio; y ella ha abierto la puerta como quien abre, qué sé yo, una puerta cualquiera de una habitación desierta donde no hay nadie intentando dormir la puta siesta para evadirse de su presumible depresión de bola de fuego. Me ha mirado, se ha reído y ha dicho «vengo a por el peine». Y ha tenido las pelotas de cepillarse las extensiones frente a mi espejo mientras me daba la vuelta y la bola de fuego se encendía otra vez.

A veces tengo momentos maravillosos justo al despertarme, un segundo o dos, en los que no hay fuego. Ni peluches de jirafas. Ni horas inacabables de tedio y de los piii de la caja registradora, aquí está su García Márquez, tome su Dolores Redondo, buena elección, muy original.

En realidad cuando este texto ha empezado a tomar forma ha sido en la ducha. Antes de eso no tenía nada que decir, porque muchas veces quiero matarla y muchas veces me las aguanto.

Justo antes, fumaba frente a la ventana en braguitas y miraba los coches pasar y me daba cuenta de que el Ayuntamiento ha habilitado el carril bus y taxi para bicis, de manera que ahora se lee BUS TAXI BICI SOLO, e imaginaba un autobús, un taxi, una bici y un café solo discurriendo por el carril. Trataba de buscar rentabilidad a esta idea para vendérsela a los publicistas puestos de coca y ginebra, por lo que estaba sumamente ocupada, pero cuándo le ha importado eso a Verónica. Ha vuelto a entrar a la habitación diciendo que se iba a trabajar y que tenía que repasarse los tirabuzones en mi enchufe, porque mi enchufe es el único que aguanta su jodida plancha, y eso es así porque no le da la gana de ir al chino a comprar un ladrón, aunque gane tres veces más que yo y todavía me racanee diez euros del alquiler y haga las cuentas quinientas veces para asegurarse de que no le robo cual judía avara.

Vestida como un putón verbenero, se quejaba. Que si tenía que trabajar aunque fuera viernes por la tarde, que si se trataba de su salón de estética y que si ella era socia capitalista; y no se daba cuenta de que es una peluquería, no un salón de estética, y que su novio viejo se la ha pagado íntegramente a cambio de sus polvos y un anillo en el dedo, y que ese vestido que dejaba ver sus vergüenzas no era lo más adecuado para conservar la salud cardiovascular de las setentonas de sus clientas.

Por eso he ido a la ducha. Para huir, de nuevo, de los mismos metros cuadrados que ella ocupaba de manera ilegítima. Intentaba serenarme y la ducha se inundaba porque las tuberías no tragan y no te permiten darte una buena ducha relajante, sino solo una ducha de mierda para quitarte la mierda, rápida, sin más historia. Me he demorado unos minutos extra en sentir el chorro caliente y el agua me llegaba casi por los tobillos.

Y qué sorpresa. Adivinen quién ha vuelto a asomar las extensiones. Se ha maquillado más –un día se le caerán las pestañas por el peso de la roca de rímel- y yo me he sentido como una presa de Auschwitz lavándose las vergüenzas con la máxima dignidad posible ante su nazi particular, porque créanme, no hay nada peor que estar enfadado y desnudo.

El texto ha brotado cuando he oído el portazo y me he quedado flotando en el agua atascada y en la mierda que acababa de desprenderse de mi cuerpo, y he pensado que era el mejor momento de toda la semana y que estoy sopesando si apuntarme a meditación para conseguir un estado que el silencio y una ducha obsoleta pueden darme siempre que no haya una pesada del coño dando la vara. He mirado una gota muy brillante y solo he pensado lo brillante que era y lo bien, y lo lento, que bajaba por los cristales, y luego he supuesto que es ella la que siempre los ensucia con ese pelo tan largo con esas extensiones tan feas. En mi cabeza ella agitaba la suya de un lado a otro, manchándome la mampara. Sus cosas invaden mi casa, la que fue la casa de los dos, no de una jirafa sino de una persona, la persona que más quiero, mal que me pese, y a la que menos tengo de todas las que más quiero.

Supongo que en el escrito mental había más poesía, he pensado algo de lo bueno que sería el relato y de cómo convertir mi bola de fuego en algo que me haga rica y famosa para que la jirafa se arrepienta, pero está quedando esto, como sospechaba. He pensado más cosas, he pensado que nunca dejo de pensar.

Quizá la historia hubiera empezado esta mañana, en algún punto se ha torcido el día, o quizá la semana nació torcida o el mes o el año o los últimos años de mi vida. Quizá debería dejarlo todo y darme a la bebida o al budismo. O quizá es solo que tengo una compañera de piso que es una auténtica cruz y me va a hacer ganarme el cielo si no me quema el infierno antes en esta tierra del Señor.

x

No me veo capaz de despegar el culo del plato de la ducha, me han abandonado las fuerzas. Siento los gérmenes penetrando en mis orificios. Descubrí cuántos eran, si dos o tres, cuando él introdujo un dedo por alguna parte. Quizá ahora que él ya no los usa, que no tienen fin, más que servir de puerta de salida para el envoltorio de los hijos que no tendremos jamás; vuelvan a coserse internamente. Un himen a grandes puntadas.

Los chicos tienen las cosas mucho más fáciles porque todo les sale por el mismo sitio. El mundo es bastante obvio para un chico. Un chico es capaz de decir: te quiero. Te quiero a rabiar. Quiero una vida entera contigo. Morirme a tu lado. Y de pronto, un día, mientras haces piii en la caja registradora para vender un Vargas Llosa, pensar, uy. Estoy atascado. Como la tubería de esta ducha.

Y no mirar atrás. Y pasear encadenado a otra alma distinta a la tuya.

¿Y yo? ¿Y mi alma?

Mamá solía decirme que si apoyaba el culito en el desagüe de la bañera, el remolino me sorbería el espíritu. A mí eso me acojonaba viva, aún no soy capaz de sentarme tranquila sobre el tapón descorchado. Esas cosas se fijan a la conciencia y ya no se van nunca. Me da miedo quedarme catatónica si ahora mismo mis dos o tres agujeros se dirigen hacia el sitio equivocado.

Echo un vistazo al desagüe y suelto una carcajada triste, pues no hace falta siquiera tapa, del atasque de intestinos de este apartamento. Si ahora me arriesgara y venciera el gran temor de mi vida, no pasaría absolutamente nada.

Quiero salir de aquí.

Correr desnuda, no mirar atrás. Quiero abandonar esta casa y sus fantasmas. Las cosas siguen vivas cuando las personas se han muerto aunque sigan vivas, y yo tengo que lidiar con ello diariamente. Pero si salgo disparada, en pelota picada, puede que me salve.

Si no le pongo remedio, un día toseré demasiado fuerte y la bola de fuego carbonizará los cimientos de este edificio. Eso no le hará gracia al portero ni a los diecisiete vecinos, a la señora que pasea al caniche o a la familia medio-burguesa que discute y ríe a partes iguales al otro lado de las paredes de papel cebolla. Nosotros, antes, la jirafa humana y yo, reíamos cuando les ofrecíamos un espectáculo de audios pornográficos. Nos gustaba imaginar a la esposa frente al plato de sopa de la cena, o las magdalenas de los niños de la merienda, o el croissant del desayuno, con la gota de sudor discurriendo por la frente, apretando las piernas para reprimir, o potenciar, ese cosquilleo inguinal. Cuánto nos reíamos, antes de que hiciera zumo con mi corazoncito, qué felices éramos cuando él era más familia mía que mi propia familia.

Cómo puedes fiarte de la vida, me digo, observando fijamente los últimos segundos de esa gota brillante y limpia que caía por los cristales hace un rato, antes de que se funda en el charco enfangado de mi ducha.

Voy a salir de aquí.

De la ducha. Aunque no pueda salir corriendo desnuda por el carril de BUS TAXI BICI SOLO. Voy a levantarme, a cubrirme con el albornoz y a no pensar que justo al lado del mío, de color rosa, estaba el suyo, de color azul, como los sexos de los bebés, qué maravillosamente organizados éramos, todo metidito en sus celdas, sin posibilidad de errar.

—¿Diga?

—Buenos días —saludo, porque mi jefa, Cari, dice que hay que saludar siempre. Que eso distingue a una persona educada de una persona que no lo es. Eso dice mi jefa—. ¿Fontanería Los Gil?

—Sí, diga —repite, deseando ahorrarse esos quince segundos de trámite y cortesía banal que no se monetizan.

—Tengo una tubería atascada o algo. La ducha no traga.

—¿Desde cuándo le ocurre?

Casi me río en voz alta, pero al fontanero de Los Gil no le haría mucha gracia. Intento ceñirme a la literalidad de la pregunta y no contestar que quién sabe, que quizá es de hoy, quizá de esta semana, o del último mes, o año, o de los últimos años de mi vida.

—Pues ha sido progresivo, me parece —respondo, y creo haber dado en el clavo—. Antes una podía ducharse medio bien, pero hoy se ha taponado por completo.

—Vamos para allá. —Los fontaneros, los cerrajeros, todos hablan en plural, aunque luego solo aparece uno.

En el rato que media entre la llamada y su dedo presionando el telefonillo, yo me seco el cuerpo, palpo con cuidado la zona de los agujeros para comprobar que siguen ahí, que no se han cosido por dentro. Me coloco una sudadera gigante de mi ex, la que esnifo cuando me siento particularmente desgraciada, como hoy, aunque su olor me deje mareada la pituitaria. Escribo esta mierda.

Llega el señor fontanero y examina la otra mierda, la de la ducha, y me mira con cierto asco. Me peino el flequillo con una sonrisa para no repugnarle tanto. A él no le importa enseñarme la raja del culo al agacharse para desatornillar un redondel que hay en el suelo con una llave inglesa gigante. Le llama el «bote sifónico», y a mí esa palabra me recuerda a algo, pero no consigo acordarme de qué.

—Esto está lleno de pelos —dice el señor fontanero, y saca un matorral enorme, un par de hojas de cuchillas de afeitar y algo que no quiero saber qué es.

Deposita la plasta grisácea en una bolsa blanca.

—Ya está. Son ciento cincuenta euros.

Voy a sacar dinero con él escoltándome. Le entrego la pasta. Hace ademán de llevarse el pastel negro, pero le pido que me lo deje. «Como recuerdo», bromeo, él no se ríe. Llamo a Verónica para informarle de que me debe setenta y cinco. Ella pide acreditación de la mierda, le envío una foto. Aduce que eso no se ha formado en seis meses, que esa mierda será también de mi ex. Ofrece prorratearla, ella pagará en proporción al tiempo que haya vivido conmigo. Pienso que seis años frente a seis meses sale a muy poco. Pienso que esos pelos no son de mi ex, porque mi ex tenía el pelo aún más corto que yo. Que esos pelos son de ella, de Verónica, y punto. Que antes, la ducha tragaba estupendamente.

Pero me callo. Como de costumbre.

Porque pedir dinero a mi ex es una excusa perfecta para volver a verle.


II

Me gustaría haber comprado un vestido nuevo para nuestra cita, pero no tengo mucho dinero en la cuenta. He elegido el de flores rojas que a él le gusta tanto, y lo aliso cada tres segundos o cada siete martilleos de corazón. No sé por qué esquina llegará porque no sé dónde vive ahora, así que miro obsesivamente en todas direcciones, apostada frente a la cafetería en la que me ha citado. Al teléfono, yo le propuse ir a la nuestra de siempre, al Café Madrid, donde desayunábamos juntos los domingos. Él hizo ademán de no oírme.

El bolso pesa demasiado. Rebusco intentando hallar la causa y la encuentro: la llave inglesa con que el fontanero destapó el bote sifónico. Se la olvidó en casa y decidí no devolvérsela como quien roba unos cuantos azucarillos en un restaurante para compensar la clavada de una cena copiosa. De momento no la ha reclamado.

Compruebo si he traído las cuentas de Verónica, un papelito con operaciones matemáticas a lápiz para calcular el prorrateo de la mierda de la ducha. Setenta y dos meses ocupando esa casa con Sergio; más otros seis con Verónica, setenta y ocho meses en total. Ciento cincuenta euros de factura entre setenta y ocho meses, un euro con noventa y dos céntimos. Por setenta y dos meses de convivencia con Sergio; ciento treinta y ocho euros con cuarenta y seis céntimos de mierda. Entre dos, sesenta y nueve euros con veintitrés céntimos cada uno.

Ese es el precio de nuestra ruptura. Sesenta y nueve euros con veintitrés céntimos para él. Otro tanto para mí.

Tengo el papelito aún entre los dedos y una lágrima me emborrona la visión de Sergio, que se aproxima a mí como en una ensoñación. Me toca. Me estremezco. Planta dos sonoros besos en mis mejillas.

—Qué gusto verte. Estás estupenda.

Busco en su cara, busco compulsivamente algo, muda. No le ha salido el herpes del labio. A mí sí. Esperaba que la calentura ocupara su lugar habitual, en la comisura inferior.

Desde el divorcio de papá y mamá, cuando ocurrían cosas que me desestabilizaban anímicamente, la boca se me enrojecía y una parte se iba pudriendo día tras día. Al principio Sergio pasaba semanas sin besarme y sin aceptar sexo oral, pero un día se hartó y me dio un beso larguísimo, lleno de amor y de saliva. Fue lo más romántico que nadie ha hecho por mí nunca. Así le pasé el problema. Si se ponía nervioso en una presentación del hospital, en seguida asomaba el picor caliente.

—¡Ya estaba tardando en aparecer! —se quejaba entonces—. ¿Has visto cuánto te quiero? Nadie te va a querer más que yo. En tu vida.

Esperaba que le hubiera salido a él también nuestro herpes. Que estuviera nervioso por verme de nuevo. Pero sus labios lucen suaves y carnosos. Y ahora rozan mis mejillas, no se estampan en mi boca.

Sergio entra decidido en el bar y saluda a un camarero barbudo mientras me sostiene la puerta. Todo un caballero, como siempre. Este es uno de esos lugares que parecen haber sido decorados con las sobras del trastero de una tía lejana y aun así tienen la cara dura de cobrar siete euros por un batido.

El barbudo pregunta a Sergio dónde ha dejado a la parienta y él le contesta que trabajando. Yo reprimo una arcada. Sergio me hace un gesto de disculpa. Qué inoportuno haber escuchado eso, ¿no? Eso parece decir sin palabras. Su mueca es casi cómica.

Sergio me ha traído a su nueva cafetería, la que comparte los domingos con su nueva novia, y me pide perdón por ello con una risita. Eso acaba de hacer Sergio.

Cuando nos sentamos el barbudo sirve dos cafés con leche, aunque no recuerdo haber pedido nada. También él sonríe tras la mata de pelo hirsuto. Aquí todos son muy felices. Hace meses que no tomo café porque se me dispara la taquicardia, pero eso Sergio, el médico, no lo sabe.

Se lanza a hablar. Dice muchas cosas y no entiendo ninguna.

—¿Qué tal está tu madre? ¿Más estable? ¿Y los gemelos, cómo les va en el cole? ¿Tu padre y Milagros, todo en orden? ¿Y el trabajo? ¿Sigues currando para Cari? Sabes que puedes hacer algo mejor…

Le observo en silencio. Sus cejas pobladas. Parece que alguien le ha recortado unos cuantos pelitos. Huele a aftershave nuevo.

Esa cara es suya, sí, sin duda.

Y a la vez no.

Mientras me escupe su chorreo incesante de palabras, intento recordar el primer día que pasamos juntos en nuestra casa. No consigo hacerlo.

Debería recordar con nitidez el primer día que pasamos juntos en nuestra casa.

Los primeros meses después de que él se fuera no hubo nada. Absolutamente ningún recuerdo. Incluso temí habérmelo inventado todo. Solo me abofeteaba de vez en cuando una ráfaga de calidez. Sus carrillos encendidos y su aliento mañanero, que a mí me olía bien. No sé. Incluso cuando hacía caca o volvía del gimnasio, a mí nunca me parecía que emanara un particular hedor.

Puede que tuviera un novio inodoro.

Puede que le amara demasiado.

Pero no hacían tanto daño, los primeros meses. Había una capa de desconcierto que lo cubría todo. Yo seguía desayunando, vistiéndome, yendo a trabajar, volviendo a casa, comiendo, descansando media horita, yendo a trabajar, volviendo a casa, cenando, viendo la tele, leyendo un poco, durmiendo. Respetaba el hueco en su lado de la cama con el peluche de la jirafa, y lo sigo haciendo. Para no recalentárselo por si llega en cualquier momento. A las cuatro de la mañana, tibio del alcohol con los compañeros del hospital, dispuesto a abrazarse a mí y a mi calidez, a nuestra calidez. Hasta el día siguiente.

Las noches pasaban en soledad, una tras otra, y no eran reales. A veces me enfadaba mucho sin motivo y otras rompía a llorar de pronto, cansada de la espera. ¿Por qué no vienes ya?, grité una vez muy alto. La imbécil de Verónica preguntó, desde su habitación, si le había dicho algo.

El cuarto de Verónica lo usábamos como oficina. Teníamos unos escritorios paralelos y él trabajaba frente a la ventana y yo de cara a la pared, como si estuviera castigada. Yo no hacía más que mirar noticias y blogs y cosas mientras él investigaba para su tesis, solo por hacerle compañía. Quizá si hubiera tenido algo que estudiar, Sergio me habría respetado más y no se habría ido de aquel «nosotros». De nuestra calidez.

Verónica ha decorado la habitación con unos cuadros de paisajes que le ha regalado el viejo de su novio. La tiene llena de cojines de estampado de cebra. Ya no es nuestra oficina. Es como si se hubiera necrosado una parte de nosotros, de nuestra casa. El resto está igual que cuando Sergio se fue. Por si vuelve. Puede llegar en cualquier momento, solía repetirme.

Y ahora que le tengo delante, no parece tan imposible que detenga este paripé. Que caiga el telón y el camarero barbudo salte la barra con unas cuantas cámaras y un micrófono para informarme de que esto no ha sido más que una elaborada broma de cámara oculta. Que Sergio se termine el café entre carcajadas, que yo por fin pueda beberme el mío, que me bese el herpes y emprenda conmigo el camino de vuelta a nuestra casa.

La primera vez que me invadió la angustia fue cuando Verónica cambió la tarjeta del buzón. Hasta entonces rezaba nuestros nombres, el mío primero, no por galantería sino porque a él le gustaba romper los cánones, o eso decía. En realidad los seguía todos, uno por uno, pero le hacía ilusión sentirse especial, imagino. Verónica quitó el papelito blanco con la caligrafía de Sergio y colocó otro con su nombre y el mío. La casa, ahora, pertenecía a Verónica Gutiérrez y Matilde Ruiz. El descubrimiento me pilló en mitad del ritual mecánico diario, justo a la hora del almuerzo. Caí de hinojos en el portal del edificio, con tal brusquedad que la rodilla se me necrosó de verdad durante dos semanas. Estaba bien sentir ese dolor tan localizable. En cuanto se me curó la herida, el dolor se esparció por el cuerpo, y ya sí que no lo pude juntar en ningún sitio. No podía apretarlo, tocarlo, espachurrarlo hasta que las lágrimas estallaran.

La calidez lo inundó todo, perversa. Del color amarillento pasó al flúor, al ácido corrosivo. Las plantas se morían a su paso y me retorcía los órganos por dentro.

—Bueno, cuéntame por qué me has traído aquí—sonríe, galante, el amor de mi vida, como si yo hubiera escogido este horrible lugar—. Dijiste algo sobre la ducha, ¿no?

Intento recomponerme. Me yergo en la silla.

—Sí —musito, y mis dedos emprenden el rastreo a ciegas del papelito, sin hallarlo. Lo único que identifico es la llave inglesa, una y otra vez—, se han atascado las tuberías y mi compañera de piso quería dividir entre los tres el coste de la factura del fontanero…

Sergio ha sido más hábil que yo. Con un rápido movimiento, su mano ha desaparecido en la solapa de la chaqueta y ha vuelto a la mesa sosteniendo un pequeño fajo de billetes.

—No sé cuánto me corresponde, pero no importa —dice, y agarra mi mano libre, la que no busca el prorrateo de la mierda—, quiero que te quedes esto.

Ahí hay mucha pasta. Hay mucha pasta rozándome la piel ahora mismo. Medio mes de un sueldo, más o menos.

—Te daría más, si pudiera —suspira—, pero esta semana hemos tenido que comprar algunos muebles y voy un poco justo. —Endurece los rasgos por primera vez en su extenso monólogo—. Mati, tienes que hacer algo con tu vida. Lo que sea. Coge este dinero y piénsalo. Estudia, fórmate, haz lo que necesites. De verdad, no sabes lo feliz que me hace salvar vidas en el hospital, y estoy convencido de que tú también tienes algún talento oculto, ¡todos lo tenemos! Y lo estás desaprovechando en una librería cutre.

No imagino cómo debo estar mirándole ahora mismo para que su cara de padre preocupado haya mutado hacia el temor sincero. Muy despacio, me zafo de su mano y de los billetes y me pongo en pie sin plancharme ya la falda del vestido.

—Eres un hijo de puta.

Eso lo he dicho yo. Ha sido mi voz la que ha sonado en el aire. Estoy casi segura. Mis rodillas desnudas están enfilando hacia la puerta, creo, porque el paisaje avanza y estoy a punto de salir de este antro hipster que conforma el plató de la nueva vida llena de nuevo amor del amor de mi vida.

—¡Tú sabrás, Mati! Desde luego, esa no es la decisión más inteligente. Pero qué otra cosa cabría esperar de ti. ¿O no?

Mis piernas se han parado en seco y es el torso el que convulsiona frenéticamente. No veo nada, aunque ya no hay lágrimas que me nublen la vista, es otra cosa la que me ciega. Las deportivas giran ciento ochenta grados y dan grandes zancadas hacia la mesa. Sergio se vuelve hacia mí, sosteniendo con una mano la taza de café con esa puta sonrisa socarrona. Quiero borrársela. Arrancársela de un bocado. Mi boca se estira resquebrajando el herpes; no sale ningún sonido de la garganta, solo gotea un poco de líquido amarillento, flúor corrosivo. Él se aburre de observarme en dos segundos y vuelve a posar la vista en el horizonte, en su maravilloso horizonte de esperanza e ilusión y pies fríos que se calientan entre las sábanas.

Entonces la mano que agarra el bolso coge impulso hacia atrás, dibujando una parábola en el aire que finaliza en el perfil irónico del amor de mi vida. El golpe suena fuerte, a fractura, y un segundo después hay una cascada roja inundándolo todo: los billetes sobre la mesa, la chaqueta, los dientes de Sergio.

Dejo caer al suelo el bolso con la llave inglesa y me llevo las manos a la cabeza. El barbudo ha saltado la barra sin cámaras ni micrófonos. Esto no es una broma. Y ninguno de nosotros sabe qué es.

—¡¿Se puede saber qué coño has hecho?! —me increpa el barbudo, zarandeando mi brazo.

—No, nada, yo… —balbuceo—, nada, nada, Sergio es… es mi novio, díselo, Sergio… yo…

Sergio levanta la cabeza, lloriqueando, y creo verle un trozo de hueso blanco entre tanto rojo, justo en la zona del tabique.

—¡Yo no soy tu jodido novio! ¡Estás loca! ¡Eres una loca!

El barbudo me sujeta como si hiciera falta. Como si yo fuera a salir corriendo, como si quisiera golpearle a él también con mi arma de destrucción masiva. Me aprieta mucho el brazo, se me está poniendo del color del vestido y de los billetes, de la chaqueta, de la nariz de Sergio. Los clientes del bar me miran. Todos me miran.

—¡Que alguien llame a la policía! ¡Y a una ambulancia! ¡Esta chica está desequilibrada!

Las sirenas no tardan en retumbar por la calle. Veo colores, azul, rojo, azul, rojo. Un enfermero socorre al amor de mi vida, que no quiere ni mirarme mientras los policías cubren el puesto del barbudo alrededor de mi bíceps y me conducen de esa guisa al vehículo. Uno de ellos pregunta al amor de mi vida si va a presentar cargos, y él dice que sí, que faltaría más, que cómo se hace eso, que en menos de lo que canta un gallo se planta en comisaría, que su novia está a punto de presentarse en el bar y van para allá juntos, que a esto no hay derecho, que él solo quería echarme una mano, que Mati no está bien, que yo no estoy bien, que a ver si lo supero, que eso es violencia de género también, o no, a ver, o es que una chica puede romper la nariz a un chico y no pasa nada o de qué va esto.

Sentada en el asiento trasero del furgón, lo recuerdo.

Llegamos por primera vez al apartamento cargados de maletas. El sol entraba, transversal, por los ventanales del salón.

Comimos pizza en el suelo desnudo. Como no sabíamos qué hacer sin tele ni internet, nos tumbamos a mirar el techo. Intentamos descubrir dibujos en el gotelé fino. No los encontramos.

Hicimos el amor. Yo me corrí en seguida, él tardó más. Acostumbraba a aguantar lo máximo posible y a veces se le atascaba y cuando yo acababa él tardaba un rato largo en volver a reunir la fuerza de salir disparado hacia arriba. Dormimos la siesta con las ventanas abiertas. Luego las cerramos, hacía más calor fuera que dentro. Sudábamos.

Nos dimos una ducha. Las tuberías tragaban perfectamente y a mí no me daba tanto miedo el desagüe. Se empañaron los cristales. Nos enjabonamos el uno al otro sin mucho aspaviento, estábamos cansados.

Cenamos bocadillos de tortilla. Él compró los huevos y el pan en el chino de abajo y yo los preparé. Dejamos los platos sobre el sofá sin preocuparnos por que las madres nos echaran la bronca. Teníamos dieciocho años. Éramos muy jóvenes, y estaba bien ser tan adultos. A nadie le parecía bien, y a nosotros eso nos parecía estupendo.

Cuando la nueva novia del amor de mi vida aparece por la misma esquina donde Sergio se ha hecho visible hace un rato, recuerdo que esta mañana me he afeitado el pubis en la ducha por si él volvía a la cama y ya podía retirar a la jirafa de peluche.

Ojalá recordara lo que pasó ese primer día en nuestra casa. Lo que pasó más allá del envoltorio de los hechos.

Cuando la nueva novia del amor de mi vida sujeta la cara sangrienta de Sergio y la besa, llenándose los labios de carmín rojo y viscoso, algo hace clic en mi cerebro y sé de buena tinta que la locura acaba de desatarse por completo.

Apoyo la frente en la ventana del coche de policía. Tengo frío.

Ojalá pudiera volver atrás y atrapar cada mirada, cada sonrisa, cada ceño fruncido. Ojalá pudiera hacer trencitas con los pelos de sus piernas y decorar la cabellera de las muñecas de mi infancia. Ojalá pudiera vomitar esa tortilla y ese pan y comérmelo cada día, una y otra vez. Ojalá pudiera guardar toda la espuma de aquella ducha, meterla en una pompa de jabón gigante y eterna que pudiera visitar en la vitrina del salón para que me revelara todas las instantáneas de un futuro juntos.

Un futuro que todavía existiese.


SINOPSIS

El día que Mati cumplió dieciocho, sus padres le regalaron su divorcio. Entonces, entre papá o mamá, eligió a su novio, Sergio. Se mudaron a un apartamento de cincuenta metros cuadrados con dos habitaciones y un aseo.

Cinco años y pico después, Sergio hizo maletas y la cambió por otra, una «mujer», no una simple niña, una de esas que tienen las cosas claras. Así que Mati sobrevive en el escenario de su amor difunto junto con Verónica, la esteticien más cabrona y menos empática del mundo, porque con el salario de la librería no le da para pagar otro alquiler que no sea el suyo de renta antigua. Entre esa opción y vivir con papá y su nueva esposa, o con mamá y sus gemelos in vitro, casi prefiere el infierno.

Eso mismo tiene en la garganta. El infierno.

Un bola de fuego que no extingue el agua atascada de su ducha. Normalmente Mati lleva cuidado de no dejarse sorber el alma por cualquier desagüe, pues al menor traspiés, uno cae directo en el remolino y queda inerte, desplomado en el plato de ducha. Sin embargo, algo ha debido salir mal, porque ya no siente nada.

Mati intentará recuperar su alma de varias formas. Afortunadamente, las fuerzas del universo le tienen reservada también alguna lección entre tanta mierda atascada.

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