PATA DE CONEJO

PRÓLOGO

Dentro de unos minutos estará atardeciendo, ahora el cielo se empieza a granar de reflejos casi imperceptibles de color violeta, como si se fuera a ruborizar. Unas nubes delgadas se estiran hasta casi partirse y una brisa suave mece las espigas del sembrado contiguo. Bajo el sol, estas espigas son doradas y brillan, pero ahora, en el declinar de la tarde remiten más al dulce de leche, a una marea lenta y cremosa. La carretera N-122 es silencio y secreta soledad, es por eso por lo que no importa que el Talbot color crema esté en el arcén, dejado con descuido. Unos quince metros más allá del coche, hay un hombre, cuya silueta se recorta ante un horizonte de laderas ocres y verdes que se dirigen hacia la oscuridad. Está de espaldas. Delante de él, un erial se extiende hacia donde no distingue la vista.

La silueta levanta el brazo derecho, paralelo al suelo y en dirección a las laderas lejanas que continúan impasibles su camino hacia la noche. Una perdiz surge de una encina haciendo un ruido de alas y tras unos segundos de revoloteo desaparece de nuevo en la espesura. Dos, tres segundos, quizá cuatro y pam, un disparo hiere la quietud y el silencio. Decenas de ejemplares de paloma torcaz, perdiz y mirlo levantan el vuelo, dándole cuerpo a lo invisible y confundiendo el aire. El sonido de su aleteo se acopla armónicamente con el resonar del disparo. El hombre baja de nuevo la mano derecha y deja en el suelo, con cuidado, la pistola de cuyo cañón todavía sale algo de humo. Empieza a andar hacia donde ha disparado, despacio, concentrado. Su silueta se va haciendo pequeña, más y más hasta que casi es un color más del horizonte, al cabo se para, mira para abajo, saca una navaja del bolsillo y después de unos segundos escarbando encuentra lo que estaba buscando: la bala. Se agacha, la recoge, la envuelve con su mano, la calienta, le quita con su sudor los restos de tierra que en la trayectoria de aterrizaje el proyectil ha acumulado. Se alza y piensa para sí «cuatrocientos cuatro metros».

Se vuelve y comienza a desandar sus pasos, dejando atrás el aire herido, las laderas ocres ya tan oscuras que parecen un tono más de la noche, y el cielo completamente violeta, naranja y gris. Recoge el arma y sube al coche.

Se llama Marcial y todavía aprieta la bala con fuerza, antes de poner el motor en marcha.

DÍA UNO

MAMÁ HA MUERTO

En la cocina únicamente se escuchaba el sonido de la cafetera y el leve murmullo del viento que al otro lado de la carretera, en el prado, se estiraba veloz combando las espigas. De vez en cuando pasaba algún vehículo, haciendo trizas la calma de aquella mañana, pero se reconstruía después cuando el sonido del motor se debilitaba en la distancia.

Las paredes, de un blanco crudo, estaban marcadas por el tiempo. Pequeñas y tenues motas marrones en la vertical del hogar por un sofrito de tomate repetido y lejano. Una débil mancha gris en el techo legado de una gotera que nunca se llegó a pintar. Un imperceptible amarillo al lado de la mesa por el humo del tabaco acumulado tras tantos años. Arañazos secos en su carne de yeso que, de alguna manera, le otorgaban humanidad, en tanto que memoria. La cocina era un espacio amplio y diáfano, y probablemente la estancia de la casa más clara, y aún parecía más amplia por estar lacónicamente amueblada: una mesa con tablero de conglomerado con los bordes astillados, un par de sillas que en el pasado debían de haber pertenecido a una escuela, una encimera en forma de ele, algunos armarios arriba y abajo (este descolado, aquél rasgado), los electrodomésticos puramente indispensables, el hogar de hierro negro y un reloj de pulsera gigante, que había pertenecido a su hermana María, colgado de la pared que desentonaba enormemente por su forma caricaturesca y sus colores vivos, como si el objeto en cuestión hubiese sido tragado por un tornado del tiempo y hubiese caído en esa habitación de forma casual, sintiéndose extraño. Eso parecía al girar obstinadamente dentro de su esfera, extraño. Esa era, en fin, la postal de aquella mañana soleada de mayo.

Él vertió el café en una taza y se sentó a la mesa, rodeado por aquellos objetos inertes y pensó en la mugre que recorría la cafetera. Lo pensó como hacía todos los días. Pensó en los rastros resecos de cien desayunos, de cien mañanas de soledad.

«La moka, así es como se llama, no se tiene que limpiar nunca», le dijo su hermana después de aquel año que pasó en Italia. «El secreto del sabor del café italiano reside en esa guarrada». La verdad es que él no notaba demasiado la diferencia y la verdad es que le daba cierto repelús beber ese café, y el regusto a metal que se adivinaba al ingerirlo le ponía los pelos de punta, pero seguía sin rechistar el consejo de su hermana. Pues su hermana siempre tenía razón, su hermana vivía en la capital, su hermana tenía mundo.

Al otro lado de la ventana los olmos de la calle se movían levemente amenazando con entrar en la cocina, y los sonidos del pueblo, que a esa hora se desperezaba, también entraban atenuados por la lejanía. Sin aquella ventana, aquella cocina podría dar la impresión de ser una fría estancia de orfanato, quizá de la posguerra. Sucia, pobre, vieja, olvidada. Pero la ventana la salvaba del horror, y le arrancaba memoria al conectarla con las hojas frescas de los olmos.

Sonó el teléfono. Dejó sobre la mesa el bolígrafo con el que estaba completando un crucigrama de un periódico atrasado, se levantó y contestó.

—¿Si?

—Hola… mamá ha muerto.

—Vale —contestó él. Esperó unos segundos para ver si desde el otro lado del aparato la voz femenina añadía algo, y finalmente comprendiendo que no diría nada más, terminó—: Salgo para allá.

—De acuerdo. Hasta luego… Marcial, ven despacio. —consiguió decir antes de que él cortara la comunicación.

Colgó el teléfono y se sentó de nuevo a la mesa. El reloj marcaba las ocho y cuarto con sus manecillas extrañadas.

«Marcial», se repitió para sí. Cuánto hacía que no escuchaba su nombre en la voz de su hermana. En realidad no haría tanto, al fin y al cabo eran hermanos y hablaban por teléfono con asiduidad, ella siempre estaba muy pendiente de él, sobre todo estas últimas semanas en las que su madre se había ido diluyendo como un terrón de azúcar en un café. Seguro que alguna que otra vez en el último mes ella le habría llamado por su nombre propio.

Abrió uno de los armaritos superiores y sacó una botella de whisky. Primero echó un suspiro de licor, pero tras pensarlo un par de segundos, giró de nuevo la botella y dejó manar tranquilamente el líquido, que al caer se fundía en la oscuridad del café y dibujaba débiles y sinuosas formas.

«No se por qué diantre tu padre te puso Marcial», dijo en una ocasión su madre, «es tan feo…». Él debía de tener unos doce años y su hermana diez. Le estaba peinando el cabello raya al lado y vertía sobre su cabeza colonia comprada a granel para que la forma del peinado aguantara. Era un domingo claro, recordaba, antes de ir a misa, y una gota le había caído en un ojo provocándole las lágrimas. «Marcial es nombre de…». «De torero», dijo su hermana de repente interpretando un paseíllo y canturreando una vieja canción. «No», dijo su madre cortante… «de soldado, o de pastor. Pero da igual…».

Se llevó la taza a los labios y bebió un sorbo manteniendo un rato el líquido caliente y negro en la boca antes de ingerirlo del todo. Mientras, miraba hacia la ventana. El día a través de la frondosidad de los olmos se intuía caluroso, un hermoso día de final de primavera. Los niños hoy saldrían de la escuela corriendo como alma que lleva el diablo, bajando los escalones de tres en tres y levantando el polvo del parterre, olvidarían los consejos maternos acerca de las manchas en la ropa y se irían a la plaza de la iglesia a jugar al fútbol. Algún chaval osado chutaría con fuerza la pelota hacia el cielo, y haría diana en el rosetón morado y malva de la iglesia, con tan mala fortuna que rompería uno de sus vidrios, y Pascual, el párroco, recogería las esquirlas cardenales con pena, como si recogiera la sangre coagulada de Cristo, al tiempo que todos los chiquillos correrían alocados en todas direcciones como fuegos artificiales, escondiéndose a los ojos del Señor. Otros se irían al río, y hundirían sus botas y zapatillas en la orilla fangosa buscando animales pegajosos y escurridizos nunca vistos o por lo menos alguna que otra rana a la que hincharle el vientre con una pajita clavada en el culo y luego dejarla en la corriente para ver como se aleja inexorable, o bien para lanzarla con fuerza al aire para que en la caída explotase y ver así el interior misterioso de la vida. La calle mayor olería a pan más que nunca y un profundo perfume a pastas y cruasán llegaría hasta la calle de San Vicente Ferrer llevado por el viento; el sonido de las campanas sería más armonioso que ningún otro día y se celebraría más que nunca el paso del tiempo. Quizá a última hora de la tarde el cielo se volvería de ceniza y una fresca lluvia humedecería el pueblo, enfangando la plaza de la iglesia y mojando la calle Mayor para que por la noche sus adoquines de piedra brillaran bajo la luz de las farolas, y él daría un paseo respirando el olor a tierra mojada y con un poco de suerte la humedad y el viento traerían un olor a vaca desde los pastos vecinos y él respiraría extasiado el perfume de la tierra, como los grandes poetas. ¡Y su madre se había muerto hoy! Las flores, a las que jamás les prestaba la menor atención, estarían floreciendo a diestro y siniestro a la vera de la carretera y en las jardineras de la calle Sancho I, repletas de color y de formas. Las muchachas tendrían hoy los pechos más turgentes que ayer, los muslos más firmes, los hombros más descubiertos, los labios mucho más rojos y carnosos. La sombra sería más fresca, la carretera camino del trabajo sería tan suave como el vientre de una prostituta joven, los compañeros más amables… Cogió de nuevo el bolígrafo. «Mujer que ha concebido. Coloq.». Cuatro letras «m_m_». «mamá» escribió. Algo se removió en su interior. Había terminado el crucigrama. «Joder, como sabe a hierro», pensó cuando por fin acabó el café, liquido y negro como el interior de los ojos cerrados para siempre de su madre.

EL EDIFICIO DE LA DIPUTACIÓN

Mientras se duchaba antes de salir pensó en todo lo que vendría a continuación: burocracia, papeleo, decisiones sobre la madera del ataúd, sobre el acolchado interior, sobre las flores que deberían reposar junto a la lápida… entretenimientos a los que el ser humano debe acudir para que la desaparición del ser cercano no le hunda de un soplido. También pensaba en el papel que debería desempeñar frente a los demás habitantes de su pueblo y de la poca familia, toda lejana, que conservaba. El de hijo, el de aquel que debe despedir a la persona que lo llevó en el vientre y lo horneó con cariño, lo parió con dolor y lo crió de forma abnegada. Así se debería presentar ante los demás. Probablemente no le saldría muy bien. Aunque el hecho de tener tan cercana la noticia de la muerte, la constatación de la propia fugacidad, le ayudaría a componer un gesto doliente. Quizá lloraría por su muerte futura y no por la de su madre. Los testigos verían las lágrimas, pero no alcanzarían a desentrañar su contenido. Aunque ya conocía de sobra el sabor de la muerte, en este caso, significaba algo muy particular para él. Algo que nadie conocía. Por eso, había llenado su antigua petaca de whisky y la había introducido en la mochila antes siquiera que las mudas. La nueva le dolía, claro está, era su madre, pero al mismo tiempo sentía una extraña paz al constatar que la responsable de que su existencia fuese tal como era, ya no iba a estar nunca más ahí. Se había ido, con su influencia y sus terribles secretos.

«Catalina Hernández Valbuena: esposa breve, viuda longeva, madre… Que te perdone la eternidad.» Pensó Marcial a modo de epitafio nada más cerrar el grifo.

En un primer momento había pensado en enviar un mensaje a algún compañero de trabajo para comunicar que aquel día no iría a trabajar, pero se le ocurrió que yendo en persona rascaría algunos minutos más a la necesaria llegada a la casa familiar, y por ende, que la estancia allí sería más corta.

La carretera estaba exactamente igual que hacía tantos años, cuando Marcial salió por la puerta de su casa hacia su nuevo destino. Rememoraba después de tantas décadas la silueta oscura de su madre, ya encorvada entonces, en la calle junto a la verja de entrada. Una figura que se desdibujaba en el espejo retrovisor entre el polvo y la distancia y que se iba haciendo cada vez más pequeña e insignificante. Recordaba el regusto agridulce de aquella despedida. El poso de odio y el rencor le pesaba en el estómago, pero también, junto a la imagen borrosa que proyectaba el retrovisor tenía frente a él la luna delantera de su coche, que le mostraba un futuro que había diseñado, no para ser feliz, algo a lo que hacía tiempo, desde la muerte de Rosana, había renunciado, si no para hacer infeliz a su madre. Para truncar sus sueños. Poco a poco fue rememorando aquellos primeros años en los que comenzó a urdir su plan para desaparecer, y, al mismo tiempo, hacer desaparecer aquello que lo había conducido a esa radical determinación.

Cuando Marcial llegó a su actual puesto de trabajo, recordaba, hace un poco más de treinta años, pensó que era un buen lugar para pasar la existencia. Los días lluviosos de otoño, los días fríos de invierno, los templados de la primavera y los pocos días secos y calurosos de verano, que tras más de treinta años ha pasado mirando por su ventana del primer piso de la Diputación Provincial. Antes ya había encontrado una casa en una localidad cercana. Esta tenía un pequeño jardín asilvestrado lleno de zurullos de gato, con tres grandes chopos que amenazaban con entrar por las ventanas y que en las noches de viento y de lluvia chocaban contra los cristales, dejándolos perdidos, y otros tantos olmos que daban a la cocina. Era una casa de pueblo, antigua, de tabiques quejosos, con golondrinas en los aleros del tejado cuando llegaba la primavera, muy parecida al hogar que había dejado.

Pero no era eso lo único parecido a su pasado. Su mesa de trabajo en la Diputación era similar al pupitre de un escolar en los tiempos en los que él iba a la escuela, la única diferencia eran unos cajones de latón con cerradura, la cual no servía para nada pues hacía tiempo que habían desaparecido las llaves. Su escritorio era algo más que su lugar de trabajo, pertenecía a aquel mundo de objetos que lo perseguían para nunca hacerle olvidar. Era un recordatorio más de su infancia —feliz— y de su atroz adolescencia. Otro ancla para no desaparecer de verdad, del todo. Él intentaba perderse en el océano pero irremediablemente siempre había algún trozo de madera que casualmente lo salvaba del naufragio. O quizá eran esos trozos de madera los que lo hacían naufragar y nunca poder salvarse.

«Tiene que preguntar por el señor Juan», le habían dicho en la recepción. «Él es el que le explicará sus funciones». Al llegar al edificio, después de preguntar por el señor Juan, subió las escaleras y giró a la derecha, «la primera puerta, esta es», se dijo. «Buenas», un viejo gordo de cara roja y nariz hinchada poblada de pequeñas arterias, le observaba sentado en el pupitre. Era un ser desagradable, con pelos que le surgían de las orejas, que le nacían de la nariz, que se encabritaban en sus cejas a modo de llamas. Unos ojos sanguinolentos y un poblado bigote encanecido y manchado por la nicotina le miraban de reojo de forma despistada más concentrados en los papeles que tenían delante. «Estoy buscando a Don Juan». «¿Tengo yo pinta de ser un Don Juan?», preguntó con voz ronca, «Señor Juan», tronó, y levantándose murmuro para sí «niñatos…». «Usted debe de ser Marcial Rocamora, ¿no es así? —y al constatarlo continuó— pues mire el trabajo es muy sencillo. Le van a llegar unos papeles como estos —y le mostró de mala gana unos documentos de color rosa—, o como estos —repitió mostrándole otros papeles amarillos—. Cada uno tiene un número en la parte superior, ¿lo ve? Y depende del código usted lo envía a uno u otro lugar. Todo está explicado en ese libro de allí —dijo señalando un grueso volumen que reposaba en el quicio de la ventana—. ¿Sabe firmar? —le preguntó irónicamente sentándose de nuevo. Marcial asintió con la cabeza dubitativo—. Pues en algunas ocasiones usted tendrá que firmarlos. Fin de la historia». El señor Juan bajó la cabeza y se puso a revisar unos documentos sin hacerle el más mínimo caso, sin mirarle siquiera, observando unos papeles amarillos y estampándolos con un sello de caucho. «Mañana empieza», le dijo sin apartar la vista del papel que sostenía entre las manos. Marcial todavía se quedó un rato observando la tristeza de la sala, la ventana que daba a la calle y los cristales gastados y borrosos por el paso del tiempo, que hacían del afuera un lugar desagradable. Observaba las paredes amarillentas, por el humo del tabaco, los visillos beiges apolillados, pero sobretodo el pupitre de escuela donde el señor Juan se hundía, ahogado en su amargura, en su respiración vencida, en su calva de viejo, en su gordura. «Aquí hay un pasadizo hacia ningún lugar —pensó—, es una buena celada para desaparecer». «Mañana empieza, hoy no», tronó de nuevo el señor Juan, invitándolo a salir del despacho al ver que no se iba por su propio pie.

Al llegar al edificio de la Diputación provincial, Marcial se quedó un instante mirando aquella construcción y se le pasó por la mente que su madre había influido incluso en la arquitectura del lugar donde debía desarrollar su trabajo. Un lugar insulso, corazón de la burocracia, gris y frío. Un espacio exento de brillantez, de talento, de ambición. La sede de la Diputación era un antiguo palacete situado en pleno centro de la capital. Un caserón de techos altos que avanzaba renqueante a través del tiempo, y que siempre tenía algún achaque: una gotera en la planta cuarta, un desconchado en la pared del corredor este de la planta segunda, la muerte de algún trabajador… Marcial cada día cogía la carretera comarcal y recorría veinticinco kilómetros, bastante llanos y rectos, desde su pueblo hasta su puesto de trabajo.

La tarea que Marcial desempeña en la institución es la de centro neurálgico, por así decirlo. Alguien envía una queja y Marcial la reenvía; hay que realizar una obra en un municipio y Marcial firma y rebota. Gestiona la circulación del papel como si fuese un guardia de tráfico. Esto al despacho 311, esto otro al Ayuntamiento, esto a esta parroquia. Así se pasa el día. Es un trabajo estupendo en el que no tiene que utilizar casi ninguna neurona. Se sienta en su despacho y va haciendo circular la política provincial y municipal como un diapasón. Cero en creatividad, cero en personalidad. Abre una compuerta, cierra otra, café, mira por la ventana, charla con algún compañero que se acerca a dejarle un documento y vuelta a darle al fuelle que avive las brasas de la política provincial. Es un trabajo con las constantes vitales al ras.

Marcial no es imbécil, no es un simple aldeano, un ciudadano de provincia al uso, un pastor. Ya se encargó su madre de que no lo fuera. A decir verdad, Marcial es una persona que tanto por educación como por capacidades podría ser casi cualquier cosa. De hecho ha tenido posibilidades en su vida de ascender dentro de la estructura piramidal de la provincia, pero no ha querido, ha preferido morir lentamente en su cotidiana labor de no hacer nada, ha elegido desaparecer. Y eso a pesar de que su hermana María siempre le está persuadiendo para que ascienda, para que cambie de trabajo o incluso para que se mude a Madrid, donde tendría un gran provenir, aunque la verdad es que ya se ha dado por vencida y solo espera una buena jubilación para Marcial, el cual encara el último tramo de carrera laboral. Aún así, le duele ver cómo su hermano se hunde voluntariamente en este mundo que parece diseñado exprofeso por y para él. Le duele mucho, de hecho, que la vida se le escape entre las manos y que él mismo sea consciente de ello y lo haya elegido.

La provincia para la cual trabaja Marcial no es su provincia natal. Es la provincia colindante. Y el pueblo en el cual reside no es su pueblo, es el que está más cerca de su provincia de nacimiento. Y todo esto para escapar de sí mismo, aunque no mucho. Solo quiere sentir que ha desaparecido o que está desapareciendo, pero no desaparecer de verdad. Constatarlo le asustaría. Prefiere cagarse en sus recuerdos y maldecirlos y padecerlos antes que pegar carpetazo y apearse del tren, esa es su penitencia. Es como si necesitara la cercanía de ese centro de atracción que es su vida pasada, orbitar alrededor de él, sin salirse de la orbita y sin caer jamás en su centro de gravedad.

RECORTE

Hacía solo unos instantes que había salido de la Diputación y ya echaba de menos estar allí. Su olor. La seguridad de su techos altos. El confort de las caras conocidas. Simplemente había subido las escalinatas y le había dicho a Onofre, el conserje, que su madre había muerto y que debía ir a su pueblo, y que, por favor, lo transmitiese a sus superiores. Onofre que se había puesto en pie y había hecho amago de acercarse a Marcial para abrazarle en forma de pésame, se quedó a medio camino al ver que Marcial emprendía la marcha. «Lo siento mucho, señor Rocamora», escuchó que decía el viejo ordenanza cuando ya dejaba atrás la puerta. Marcial se volvió y agradeció sus palabras de forma cortés. «Así es la vida», rubricó quizá demasiado indolente.

Bajó la escalinatas y salió al exterior. El cielo estaba despejado y la claridad de la mañana le cegó un instante. Se dirigió al coche aparcado a apenas a cinco metros y se cruzó con Carmen, una compañera, pero, absorto como iba en sus pensamientos y acostumbrándose aún a la claridad ni se percató que la mujer se había parado para hablar con él. Entró rápido en el vehículo y encendió el motor. Pero aún se quedó unos momentos parado. Cogió su chaqueta dejada con descuido sobre el asiento del copiloto y extrajo un trozo de papel amarillento:

«En la madrugada de ayer, 7 de mayo, la joven R. P. P., natural de C fue hallada muerta en el barrio de la alfarería. Según fuentes policiales, un único disparo en la nuca fue la causa del deceso. R. P. P. se encontraba disfrutando de una noche de ocio junto a unas amigas cuando despareció del bar El Tiovivio sin motivo aparente. Su cuerpo sin vida apareció en la calle Tirso de Molina frente al número 10. Según se ha desprendido, la investigación se centra en algún agente de la guardia civil, debido a la munición que produjo la muerte, de uso exclusivo de este cuerpo de las fuerzas de seguridad del Estado.»

Después de leer el viejo recorte lo dobló siguiendo los pliegues profundos hechos tras los años y lo introdujo de nuevo en el bolsillo de la americana pero antes de dejarlo lo apretó con su mano unos instantes más de los necesarios. Suspiró. Metió primera y puso el coche en marcha. Justo al día siguiente, el 8 de mayo, aunque de 1976, habría sido su decimoctavo cumpleaños, pensó. Miró instintivamente a su teléfono móvil, que descansaba en una oquedad justo al lado de la caja de marchas y miró el día: 7 de mayo. «Ay que joderse», pensó y suspiró de nuevo. Menudo día para retornar a casa, a ella, a su madre y a todos los putos recuerdos.

Llevar aquel papel maltrecho, ya casi ilegible, consigo, le hacía sentirse arropado, saber que su memoria aún no le había abandonado, como habían hecho tantos a su alrededor, era algo que le tranquilizaba. Hacía mucho tiempo que no lo leía, y una especie de electricidad le había recorrido el cuerpo cuando había terminado la última palabra. «¿Por qué tenía que haber sucedido todo de aquella manera?». Llevaba más de treinta años preguntándoselo. De forma baldía y dolorosa. Y los recuerdos se liberaron como un torrente hasta acompasarse con la conducción. Según dejaba atrás la calle de la Diputación, Marcial sintió que algo en aquel edificio lo imantaba, esa poderosa atracción de la nada, diametralmente opuesta a la fuerza que sentía al ponerse en marcha hacia su pueblo, donde le esperaban recuerdos, su hermana María, el ataúd que contendría a su madre, don Ignacio, Jacinto, el único amigo que le quedaba de sus años de estudiante… A la inversa del Odiseo de Homero, él no deseaba regresar a casa, solo mantenerse a una distancia prudencial y dolorosa. El sonido del motor y la cadencia de la carretera le fueron sumiendo en sus recuerdos. Eran recuerdos fugaces como aleteos de paloma. De la época anterior al hecho que hizo desbaratar su vida para siempre. De aquel espacio breve en el que creía haber sido feliz, a pesar de todo.

LA MISA

Muchas veces Marcial se preguntaba por qué iban a misa cada domingo. Cada domingo repetido durante toda su infancia, adolescencia y juventud. Se despertaban a las siete, se duchaban, desayunaban y acto seguido su madre les empezaba a peinar el cabello.

«María ven aquí, siéntate. Vamos a tener que cortar ese pelo ya, pareces un espantapájaros». Y deslizaba el cepillo ni fuerte ni suave a través de la melena de su hija, cien veces hacia abajo, despacio. La niña intentaba sacar algún tema de conversación, pero doña Catalina procedía en silencio y solo asentía con la cabeza o con un murmullo de vez en cuando. Seca. Autoritaria. Al contar el número cien, le anudaba el cabello con una goma elástica estirándole con fuerza el pelo hacia atrás, al principio dolía un poco pero después se pasaba. Cuando por la noche, María se quitaba la coleta y liberaba su pelo, sentía un escozor en las raíces que le nacían en la frente. «Marcial, te toca. Ven, hijo mío, siéntate». Primero surcaba con los dedos el cabello de su hijo. Se perdía durante un instante en aquel denso bosque del color de la paja seca. Lo degustaba con las yemas de sus dedos como si buscara un recuerdo táctil o imprimir uno nuevo en sus huellas dactilares. María miraba embobada la escena con los ojos abiertos como platos debido a la tensión de la cola de caballo. Entonces haciendo un cuenco con su mano vertía un poco de colonia que después traspasaba a la cabeza de Marcial, una gota siempre resbalaba hasta uno de sus ojos y Marcial nunca hacía nada, dejaba que entrase por el lagrimal, y como si fuese un regalo para el Señor, sufría estoicamente el escozor del alcohol en su retina. Luego le peinaba cien veces, como a su hermana, y le hacía la raya al lado. Mientras lo hacía le recitaba algún poema clásico («¡Qué descansada vida / la del que huye el mundanal ruïdo / Y sigue la escondida / senda, por donde han ido / Los pocos sabios que en el mundo han sido»)[1], o le preguntaba por su amigo Jacinto y su progreso en la escuela, donde ambos destacaban como los mejores estudiantes. Las púas de concha de carey del cepillo cosquilleaban el cuero cabelludo de Marcial y al mismo tiempo le rascaban el picor, era un momento mágico en el que él se abandonaba a las tretas que ingeniaba su madre para hacerle feliz.

«¿Por qué vamos a la iglesia, madre?», le preguntó en una ocasión Marcial, después de haber sido peinado, camino del templo. «Tú no crees en Dios», añadió. «¿A santo de qué yo no creo en Dios?», contestó su madre, un tanto divertida. «Lo dijiste cuando padre murió». Ella se quedó un rato en silencio. «Esas son cosas que se dicen pero que no se creen, son blasfemias, y por ellas se puede ir al infierno… además ir a misa no tiene nada que ver con Dios», respondió ella y se calló.

Ahora Marcial estaba conduciendo camino de su pueblo donde le esperaba su madre muerta y reproducía en su mente aquella infancia, se podría decir, que feliz. Las tardes de verano con Jacinto recorriendo el río por su orilla y cazando anfibios e insectos con los que experimentaban, o las largas tardes de estudio con su hermana María y su madre siempre presente y atenta a la más mínima distracción, los viajes a la capital de la provincia en Navidades, las compras de figuritas de barro para el belén en la plaza mayor, el chocolate caliente para merendar, las castañas asadas que compraban en la calle Benavente. Marcial recordaba con especial cariño las visitas a los parajes donde pastaban las ovejas propiedad de la familia. Le encantaba hollar aquellos pastos y observar a las bestias. Le parecían animales de pelajes fantásticos y disfrutaba hundiendo la mano en la lana hasta que dejaba de ver su propia extremidad. Caliente, mullida. Y los pastores le atraían. Gente huraña con un olor particular. Eran muy diferentes a los agricultores y ganaderos sedentarios. Esa gente estaba hecha de otra pasta y llevaban pegados miles de caminos y perfumes. Le maravillaba la idea de vivir en constante movimiento. Doña Catalina era una madre rígida, pero amante, preocupada por la infancia de su hijo, por su formación y por su bienestar. Cómo había cambiado todo en cuestión de años, pensó finalmente. «Marcial, ven despacio», le había dicho su hermana. Él apretó a fondo el acelerador, revolucionando el motor en tercera. Pasó a cuarta. Una curva se acercaba en el horizonte. «¿Y si…?». En realidad sabía que esa pregunta se iba a quedar allí, suspendida en el espacio, sin ninguna respuesta, pero le excitaba jugar a perderlo todo. Asomarse por el acantilado y sentir el cosquilleo de la muerte. Le gustaba echar órdagos a la vida a sabiendas de que esta los ve todos, y salvarse en el último instante. Finalmente, cuando notó cómo el sudor empezaba a resbalar por su sien, frenó a fondo y redujo directamente de quinta a tercera.

Al lado izquierdo de la calzada una chopera se extendía en línea recta ocultando el río que descendía alborotado y al lado derecho una extensión de tierras onduladas y colores ocres parecían olas densas, como si fueran una marea inmóvil de un mar de crema.

«Marcial, ven aquí. Lee.». «Con tus palabras y mi ingenio atento —le respondí— ya sé qué es el amor, pero esto de otras dudas me ha llenado; pues si el amor se ofrece desde fuera, y el alma no procede de otro modo, no es mérito si va torcida o recta». «Para —dijo su madre—, más lento, así nunca vas a entender nada, hijo mío». Y de nuevo repetía con su voz infantil, mientras su hermana María, jugaba en un rincón con una muñeca de trapo y la cara llena de mocos.

La tarde parda, la vieja casa castellana, el olor de la madera húmeda y de la lumbre encendida, la fantasmagórica luz del fuego que proyectaba en la sala sombras alargadas y tétricas. Los crucifijos y las imágenes de vírgenes y santas por doquier que al contacto con la luz de la chimenea creaban sombras monstruosas y dolientes, alargadas como si hubieran surgido del pincel del Greco. «Por hoy es suficiente, ve a lavarte los dientes y a dormir, hijo mío». «Buenas noches, mamá», le decía él dándole un beso en la mejilla y subía la escalera que crujía lastimosa tras sus pasos. Ascendía a oscuras, a tientas llegaba al cuarto de baño, encendía la luz y se limpiaba los dientes. Dientes limpios para que las palabras surgieran limpias. Limpias palabras para escribir pulcros libros que permanezcan, tal como había hablado cien veces con Jacinto. En sus fantasías infantiles, él sería un gran escritor, el más grande, dramaturgo, poeta, quizá novelista y Jacinto un médico y científico de renombre que descubriría remedios a enfermedades devastadoras e incurables como la que padecía su abuela, una pobre anciana senil. Luego a tientas se dirigía a su dormitorio, pero al pasar por el cuarto de su hermana escuchaba su respiración profunda y la envidiaba un tanto por estar ya dormida, por no tener que pasar por el arduo trabajo de adormecerse, granado de reflexiones, de miedos, de sudores. Luego entraba en su cama y el frescor de las sábanas le producía un escalofrío. «Dios, que María no se muera, que madre no se muera, que padre esté contento en el cielo, que no me muera yo… ah y que madre no vaya al infierno por no creer en usted. Amén».

Después, tras minutos de luchar contra el insomnio, pensaba en Rosana irremediablemente. Aquella muchacha que se sentaba delante de él en clase. Aquella niña de pelo ondulado y denso como una nube. En los incipientes pechos preadolescentes que solo había rozado, pero que había sentido como si fueran dos flanes hechos de ambrosía, en los muslos intuidos debajo de la falda de tablas cuando ella caminaba… Entonces abrazaba con sus dedos la ausencia de Rosana y de forma rítmica alcanzaba la fantasía de poseerla hasta que una mínima e inexperta gota de semen le resbalaba por la mano y sufría, solo un momento, por si Dios lo estuviera observando, por si su vista se llenara de niebla o por si sobre las palmas de sus manos le creciera el vello, delatando su dulce pecado. No imaginaba entonces que tamaño placer se tornaría en tormento gracias a un ser tan querido para él.

SINOPSIS

Cuando Marcial recibe, de mano de su hermana María, la noticia de la muerte de su madre, su mundo comienza a tambalearse. Ha de volver a su pueblo natal del que huyó hace más de media vida, pero no solo para despedirse de su progenitora, sino para enfrentarse a un pasado cuyas heridas aún no han terminado de cerrar.

Cuando llega a su antigua casa, la casona más importante y grande del pueblo, a Marcial le empezarán a ocurrir cosas extrañas. Fantasmas, perseguidores, secretos, mentiras, traiciones… envolverán su vuelta y, gracias a todos ellos, descubriremos qué fue lo que, hace ya más de cuarenta años, hizo que Marcial abandonara su casa y a su familia para darse por entero a una vida rutinaria y sin más objetivo que el de desaparecer. En apenas cuatro días trepidantes, descubriremos que una hermosa y misteriosa joven de quince años, Rosana, y un pastor llamado Gabriel, son las piedras angulares donde descansa el drama y la clave para que Marcial pueda salvarse.


[1] Canción de la vida solitaria, Fray Luis de León

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