Plano General

1

El futuro vende, a la gente le gusta creer en ese humo, imaginar cómo adopta las formas de todos sus planes y sueños, pero nadie puede decirte si llegarás a mañana, de lo único que tienes certeza es del pasado. El pasado es el espejo en el que confirmas tu existencia.

Paco A. G. (así firmaba desde que dejó de considerar suyos aquellos apellidos) llegaba todos los días cinco minutos antes a la oficina para no tener que intercambiar los “buenosdíasvayatiempocómova” con los demás. Tenía la mirada fija en los archivadores que rodeaban su mesa, cajones repletos de historias de otras vidas, introducidas ya en su ordenador pero condenadas, de todos modos, a envejecer en el papel, en los caracteres de una máquina de escribir. Querían retirar esos armatostes, tapaban el ventanal y las vistas a la ciudad, pero a él no le molestaban, se habían convertido en su refugio.

La mañana del lunes transcurría tranquila, dibujaba curvas en un informe aún por leer. Paco vendía seguros, pero para él lo mismo hubiese sido vender unicornios. “Solo puedes ser un buen vendedor si estás convencido de lo que vendes”, su padre tenía razón, ya no era un buen vendedor. Sin embargo, salir de ruta en el destartalado Fiat Uno de la empresa había sido una aventura en ocasiones. Viajar le permite a uno dejar de preguntarse cuál es su lugar en el mundo.

Sus compañeros le veían a menudo leer el diario en la cocina o caminar hasta el bidón de agua situado tras los archivadores; nadie más iba allí, el agua estaba caliente porque lo habían colocado junto al ventanal. No sabían que a Paco le gustaba contemplar cómo los rayos de luz atravesaban el bidón y se descomponían en los colores del arco iris. Un espectáculo efímero que irrumpía en el paisaje gris de la oficina y que solo él admiraba. Tenía que fotografiar aquello. Después de unos minutos se le veía volver a su mesa sin haberse servido agua. Si hubiese querido agua fresca tendría que haber cruzado toda la oficina para llegar al otro bidón, el que estaba en sombra, y saludar al resto de empleados, muchos menos tras los últimos despidos. Así que Paco se pasaba la jornada sin beber. La chica que se sentaba junto al bidón en sombra deseaba que se acercase alguna vez; si no vistiese siempre tan desaliñado sería su chico perfecto: delgado, casi atlético, con ese cabello negro y ondulado imposible de peinar… solo le sobraban las gafas y la timidez, si es que no se trataba en realidad de simple desidia. Un día, ella le lanzó un papel arrugado en forma de granada dentro del cubículo. Él nunca lo abrió y nunca supo que le proponía “un café en el bar de abajo si sales de tu trinchera”.

De vuelta a casa se detuvo en la portería y mientras buscaba las llaves en el bolsillo se quedó mirando la puerta del garaje. Solo tenía que atravesar aquellas fauces de hierro para acercarse a su plaza, no había ido desde hacía más de un año. Al fondo, en la penumbra, su Ducati le recordaba a un oso hibernando con un ojo abierto. La observó a distancia, con prudencia. Dio unos pasos y se detuvo ante la motocicleta. En un impulso su mano casi llegó a tocarla, deslizó sus dedos en el aire siguiendo la silueta del depósito. Acariciaba unas formas que ya solo estaban en su memoria. Esas suspensiones delanteras en horquilla, dobladas hacia atrás por el impacto, recordaban el modo en que Paco se inclinaba y se encogía hacia sus adentros cada día más. La moto y él miraban cabizbajos, como avergonzados.

Subió las persianas del salón de casa, crujieron y tuvo que tirar con fuerza para que se levantaran. Vio las ventanas de unos pisos habitados por las siluetas de familias cenando por turnos para no tener que hablarse, de amigos viendo el partido para olvidar que seguían en paro, de parejas saliendo a fumar al balcón para no estallar dentro y salpicar de reproches las paredes, o de gente solitaria que se mantenía a flote en el oscuro mar de la ciudad. ¿Se fijaban quienes vivían allí en ventanas negras como la suya? ¿A quién importaban los párpados bajados de un piso durmiente? ¿A quién podía resultarle interesante su vida? Una estrella fugaz, ningún deseo que pedir. Definitivamente no iba a poner cortinas, hacía más de un año que había quitado las que le gustaban a mamá, eran espantosas. Las pocas cosas que quedaban de sus padres estaban en cajas. Quería llenar el piso con su presencia, tener una vida propia, pero los recuerdos llenaban los rincones que había vaciado. Quitaba una lámpara y allí parecía seguir al día siguiente, a veces incluso se veía a él de niño, jugando a encenderla y apagarla para ver cómo su sombra aparecía y desaparecía proyectada en la pared. Aparte de algunas revistas, libros de viajes, unas tallas africanas y fotos que colgaba en un corcho de su antigua habitación no había añadido apenas adornos. Aún no había hecho suyo el piso que sus padres le dejaron cuando se jubilaron y se mudaron al apartamento de Alicante.

Estaba cansado de tirar de él mismo, ya no podía con aquel cuerpo que poco a poco iba cediendo al verdugo de la dejadez. Setenta y cuatro quilos, pesas demasiado para llevarte a la cocina y darte de comer, no cenarás, así no tendré que llevarte al lavabo para que te alivies, asearte y tenerte que traer de vuelta al salón. Se dejó caer en el sofá y puso la vista ante un National Geographic, luego vio Fata Morgana por enésima vez. El desierto no hacía más que ensanchar el espacio mental en el que se hacía más y más pequeño, hasta que desaparecía.

Despertó al rato, cerró las persianas. Antes de acostarse pasó junto al retrato en el que posaba con sus padres; él en medio, los hombros no se tocaban, era un intruso en su matrimonio.

2

Martes, ¿o era ya miércoles? En el semáforo de la esquina se detuvo y contempló la Gran Vía infinita. Aquel peatón iluminado en rojo le caía bien; le recordaba al profesor bajito, con mejillas y nariz de borrachín que tuvo en el internado al que sus padres lo mandaron por robar en una tienda con otro amigo. Verde. Ese era el estricto profesor de gimnasia que los ponía marcando el paso como en una escuela militar. Y Paco, como entonces, volvía a desobedecer deteniendo su paso en el centro de la avenida para admirar la simetría perfecta de edificios alineados a cada lado, un decorado de cartón piedra para una escena de figurantes. Desde el accidente, en ocasiones pensaba que estaba haciendo trampas al destino, caminando despacio, mirando demasiado donde pisaba, con un ritmo que demoraba la llegada de cualquier acontecimiento.

En el metro leía los titulares de la crisis. No sabía por qué prestaba atención a aquellas noticias, en realidad no le interesaba lo que fuese a pasar. Así que ese día no quiso dedicar más tiempo a los desastres financieros, mientras se dejaba llevar una jornada más por la inercia de aquel vagón se le ocurrió saltar a su balsa de náufrago, la tableta sobre la que solía navegar a la deriva en el mar de aburrimiento vital. Su dedo se deslizó por la pantalla y le arrastró hasta una isla de vegetación misteriosa y oscura; un blog de fotografías seleccionadas por su impacto mediático durante el año anterior. Y así fue, como aquella mañana, vio la foto por primera vez. Su mirada cayó sobre aquella imagen y ya no la pudo levantar en minutos, en millones de minutos. La pantalla mostraba un plano general de un barranco sobre el que aparecían tres figuras luchando a muerte: un hombre, o casi un gigante en cólera, arrojaba a otro al vacío por encima de su cabeza desde el filo del abismo, mientras una mujer joven intentaba impedirlo con todas sus fuerzas agarrada a sus hombros. El pie de foto rezaba: “FOTOGRAFÍA DE UN CRIMEN, AUTOR: DESCONCIDO” ¿Qué era eso? ¿Se trataba de un suceso real? ¿Quién habría hecho la foto? Amplió la imagen. La fotografía era una nítida reproducción de la violencia más extrema. Un acto criminal reflejado con todo detalle, captado por una cámara con rigurosa y mórbida definición. El asesino, de gran corpulencia y rostro grotesco, desencajado por la ira, arrojaba a aquel pobre diablo por el barranco mientras la chica tiraba de él en vano para evitarlo. Se podía apreciar el polvo bajo las puntas de sus camperas. Arrastraba literalmente a la chica como un toro; sus brazos alzados como una cornamenta acababan de lanzar a su presa. Y todo ocurría en un paisaje de inquietante belleza, sobre una loma roja salpicada de matas amarillas y verdes, iluminada por una puesta de sol de pleno verano, casi de postal. El mal irrumpiendo en el paraíso. Creía estar ya inmunizado contra todo tipo de ataques de violencia visual lanzados desde las pantallas de televisión, las de los ordenadores o desde las páginas de los diarios. Pero esa imagen era un puñetazo imposible de esquivar, como cuando vio la fotografía del miliciano de Robert Capa, solo que en la que tenía delante el asesino aparecía con claridad. Asistía al drama en directo, el espectáculo a distancia, indoloro, desde la barrera, donde la sangre no salpica. Estaba ante otro de esos sucesos reales de los que se hace una película, un libro, o se habla durante años. La televisión debió lamentar que no se tratase de un vídeo; imagen en movimiento con la brutalidad de la textura digital, como la escena del avión impactando contra las torres gemelas, como la inminencia de la muerte para José Couso, grabada por él mismo. El dolor ajeno, tan conmovedor y perturbador en su poder de atracción. Un poder capaz de estimular la adrenalina hasta convertirla en anestesia para los sentimientos. Recordó la foto de la niña muriendo de hambre en Sudán, acechada por el buitre que espera a que la muerte la devore y deje sus restos. El fotoperiodista Kevin Carter recibió el Pullitzer. Poco después se suicidó. De acuerdo, esas fotografías son, a menudo, pruebas de la injusticia, su testimonio impide ocultar la verdad. Pero, ¿hasta dónde es uno capaz de llegar por conseguir la imagen más horrible, la foto que gana el premio?

Amplió el resto del texto que acompañaba el pie de foto: “Un expresidiario es fotografiado cuando asesina a un joven en Peñarroja. La historia de un crimen pasional resumido en una imagen producto del azar. Una imagen que recorrió el mundo el pasado año, imprescindible en nuestra selección por la inmediatez de su violencia. Cada vez que la contemplamos está ocurriendo ante nuestros ojos. Como ya sabemos, la forma en que fue tomada la fotografía resulta también insólita; según la prensa y la policía se utilizó el disparador automático de la cámara, aunque nunca se ha podido contrastar con el dueño de la misma esa información. Sigue siendo un misterio cómo llegó esta imagen a la prensa. Un año después de que fuese publicada por primera vez la policía sigue protegiendo la identidad del dueño de la cámara, al que no nos ha sido posible contactar para conocer más detalles…”

Clicó sobre algunos enlaces a las principales noticias sobre el crimen, que aportaban solo algunas respuestas a los primeros interrogantes que se abrían en las arrugas de su frente: “ASESINATO FOTOGRAFIADO POR AMIGO DE LA VÍCTIMA. Sucesos. 16/08/2010 – 07:14. Ayer, en la pequeña localidad de Peñarroja se producía un crimen pasional sin precedentes. La tragedia ocurrió en el área natural de La Peña, cuando la víctima de treinta y tres años, Francesco Andreotti, un excursionista italiano y su novia, una chica del pueblo, se preparaban para salir en una foto con su amigo mientras éste programaba el disparador automático. En ese momento apareció el asesino, José Romero alias “Sparring”, que acababa de cumplir dos años de condena por robo y encontró a su exnovia con la víctima en el lugar de los hechos. Sparring propinó una paliza al joven italiano, después lo arrojó por el barranco de La Peña ajeno al amigo de la pareja que, escondido tras las matas, presenció los hechos y logró escapar con la cámara alertando a tiempo a la Guardia Civil, que cortó el paso a Sparring a la salida del camino forestal. La policía ha tomado declaración al dueño de la cámara y a la novia de la víctima…”

El quince de agosto. La foto del asesinato había sido tomada el quince de agosto de dos mil diez, el mismo día en que él había caído de su moto. Hacía tres semanas que se había cumplido un año del accidente. Caer. La víctima caía por un barranco, él había caído por otro cuando se salió de la cuneta. Otra rima visual en su mente. Volvió a la foto. Esta vez sus ojos buscaron el rostro en aquel cuerpo suspendido en sus últimos instantes de vida, la mueca desencajada impedía distinguir sus facciones. Se fijó en los cabellos despeinados, algo más claros que los suyos. El muchacho llevaba tejanos, camiseta y deportivas de color azul eléctrico, Paco vestía así en vacaciones, tenía unas zapatillas de la misma marca. Y los dos tenían treinta y tres años. Ya fuese por las meras coincidencias o por su tendencia a la autodestrucción, quiso verse en la figura de aquel desdichado. A Paco le obsesionaban las imágenes simétricas. Versos escritos por el azar en la calle, en la naturaleza… Rimas que encontraba a menudo a su alrededor; los edificios enfrentados de la Gran Vía, la imagen recurrente de una montaña duplicada en el reflejo de un lago, retratos de gemelos, fotografías de un mismo lugar que apenas ha cambiado en muchos años, como las de Gustavo Germano, donde familiares de desaparecidos, secuestrados y asesinados por la dictadura argentina, posan en el mismo lugar antes con sus seres queridos y ahora en su ausencia. En una ocasión, al abrir el diario se encontró con dos fotos de guerra en cada página; en la izquierda un coche ardía tras estallar un paquete bomba en Irak; en la derecha otro coche se quemaba después de un tiroteo contra los talibanes en Afganistán. Otra vez, desde su ventana vio que ocurría lo mismo en las dos aceras; un hombre sacaba al perro a un lado y una mujer hacía igual al otro, los dos eran caniches y se ladraron enfadados quizá por tener una copia enfrente. Una marca de coches hizo un anuncio de televisión con esa idea: un travelling recorría una calle, al final el coche era la única asimetría. Rimas visuales, imágenes con eco. Ya de niño le había atrapado la belleza de las simetrías observando a su madre frente al espejo del baño cuando se maquillaba. También había rimas del destino. Los onces de septiembre. Incluso había tenido la impresión de que algunos hechos terribles impactaban de tal modo en un lugar que provocaban un eco en otro. Le había llamado la atención que, tras un accidente aéreo, otro avión había caído horas después en otro lugar del mundo.

Se había pasado su parada. Apretó el paso, llegaba tarde. El chico de la foto cayendo por el barranco y todo su mundo chocando contra el suelo aquel sábado, un día antes del accidente, cuando supo, después de treinta y tres años, que era adoptado. Como dos actores que de pronto salen del papel y revelan al público un secreto de la trama, aquella tarde sus padres dejaron que el café de atrezzo se enfriara y le dijeron la verdad. Se quedó vacío por dentro, como si un viento le hubiese atravesado llevándose todo cuanto creía ser. Qué estúpido se sintió, hasta había llegado a pensar que se parecía a papá. Y en el fondo, no le afectó tanto saber que era adoptado, sino haber sido estafado. Ya hacía tiempo que el mundo le parecía una farsa. Todos fingían estar satisfechos, incluso felices. No había más que fijarse en las fotos que la gente colgaba en las redes sociales. Todo pose. Todo artificio. Todos mentían. La multinacional era un ente que se alimentaba de los egos de los vendedores: os ayudaremos a triunfar (y eso nos hará más ricos a nosotros). Sus antiguas amistades, sus compañeros de oficina, los clientes, su ex, todos le parecían lo mismo: figurantes. Poco a poco había ido perdiendo la sensación de realidad. Ya no era más que otro extra de la película. El espejo del ascensor le devolvió la imagen de un desconocido; ¿quién era ese autómata de mirada apagada? Por fin llegó a su “trinchera”, donde protegido de la vista de los demás por sus archivadores imprimió la foto del blog; se volvía más real en la textura del papel. La colocó entre las páginas de un informe que no tenía más utilidad que esa, reunir las fotos que por algún motivo llamaban su atención; más tarde la colgaría en el corcho de casa. Aquella foto escondía una fuerza desconcertante, merecía un lugar destacado. Volvió a mirarla. Se dio cuenta de que ahora empezaba a abrir los ojos. Cuando despertó del coma, tres días después del accidente, se había convertido en una persona sin deseos, sin pasiones, un trozo de carne con ojos, como hubiese dicho su padre. Había oído esas historias sobre gente que al haber estado cerca de la muerte valoraba más su existencia; sin embargo, desde que había vuelto, él no había hecho más que cuestionarse la suya. Tal vez por eso la muerte, a la que creía haber perdido de vista, volvía a desplegar ante él su poder y omnipresencia con esa imagen majestuosa del horror. La belleza del horror. Ante aquella escena ignominiosa uno experimentaba cierto placer inevitable e inconfesable. Por qué negarlo, había cierto morbo en ello, la clase de atracción estúpida que nos obliga a satisfacer la curiosidad y casi detener el coche ante un accidente virulento en medio de la carretera solo para mirar. Esa contradicción le recordaba el vértigo, cercano al éxtasis, que había sentido justo antes de perder el conocimiento y entrar en coma. Mirar aquella foto le hacía sentir algo parecido, pero había más: podía notar cómo se desprendía de la carcasa que conformaba su apariencia, introducirse en la escena le permitía dejar de ser quien ya no quería ser. Y estaba atrapado en su significado, entre los personajes y los datos. Pero no sabía nada de ese crimen, al salir del hospital había vivido en la inopia. Tenía que existir más información, detalles… En lugar de revisar los mails tecleó en la ventana del navegador Peñarr… y apareció debajo una lista: La fotografía del horror, El drama en modo automático, La imagen de la muerte, Retrato de un asesino, El ojo del azar, Panorámica de un crimen pasional… El nombre del pueblo era ya sinónimo de tragedia. Quería saber todo cuanto se conocía de aquel suceso y, a pesar de que la foto había dado la vuelta al mundo, no encontraba más información reveladora, solo aquella imagen le atrapaba cada vez que daba con ella. Parecía haber sido tomada con un tele, a no más de diez o doce metros. ¿Solo existía aquella instantánea o había otras? Si, como se decía, el fotógrafo había programado el autodisparador a intervalos de la cámara se habrían disparado varias…

Aquel paisaje era demasiado grande para el corcho, así que puso la foto sobre la mesa baja frente al sofá. Había convertido su superficie de cristal oscuro en su propio microcosmos: tarjetas de memoria, una vieja cámara compacta, un libro de fotografía de viajes… Apartó todo y reservó el centro de la mesa a la fotografía. Había visto fotos que captaban los momentos previos a una muerte; volvían a su mente los vídeos de reporteros caídos en plena grabación, la instantánea de una suicida en Nueva York justo antes de estrellarse contra el suelo tras el crack del veintinueve, o la del prisionero vietnamita al que ejecutan de un tiro en la sien. Pero la fotografía de aquel asesinato mostraba el desenlace de una tragedia griega, el drama surgía de cada detalle: de la piedra arenisca roja del barranco, de la cuarteada piel del rostro del asesino, de la musculatura de los tres cuerpos, luchando y tirando en direcciones opuestas, de la extraña belleza animal de la chica rubia. Se había metido tanto en la escena que incluso podía intuir dónde había sido tomada la foto, sus ojos se convertían en lente, él estaba allí, agazapado junto al dueño de la cámara.

Al levantarse del sofá le dolía todo, permanecer en la misma posición tanto tiempo había agarrotado sus músculos; su cuello crujió al inclinar la cabeza y ese sonido le despertó de su trance. Tenía que cenar algo, una lata de atún y un pan de molde casi mohoso bastaban para no desfallecer. Se puso a leer una de las crónicas que había impreso y una gota de aceite cayó sobre el papel; la palabra “Francesco” empezó a descomponerse en una mancha de espesa tinta negra de tóner…

Llevaba todo el día sin ponerse las gafas y aun así podía ver hasta el más mínimo detalle de la foto, de hecho ni siquiera necesitaba ya mirar aquella fotografía para verla. Decidió que no iba a volver a usarlas, al fin y al cabo solo eran para leer y filtrar la realidad, atenuarla y maquillarla con las manchas de los vidrios sucios.

No se durmió hasta una hora después. Sentía vértigo, como si estuviera a punto de precipitarse desde el filo de su conciencia a lo más profundo de su interior.

3

Otra vez iba a llegar tarde, había olvidado poner el despertador. Abrió el armario donde colgaban sus camisas, dos trajes y una cazadora, el resto de su ropa se apilaba sobre un viejo televisor que ya no usaba y unos libros de la facultad. Al anudarse la corbata su mano no quiso acabar de ceñirla; una parte de él se negaba a seguir ahogándose en la rutina, y ese trapo inútil era una soga que oprimía su garganta como el traje hacía con todo su cuerpo cada día; se sentía prisionero ahí dentro. La rutina es mi sentencia, pero no pienso cumplir condena.

Cruzó el semáforo en rojo, casi corría a un paso que hubiera complacido al profesor de gimnasia. En la oficina siguió buscando imágenes del pueblo y de La Peña. Un cielo azul de verdad, prístino, se repetía en casi todas. El viento despeinaba las copas de los árboles y esculpía aquellas elevaciones descomunales de arenisca roja a su antojo. Las nubes debían ser forasteros de paso.

Al abrir el correo electrónico varias ventanas solaparon las fotos; una vez más lo que de verdad le interesaba quedó en segundo plano. No se concentraba, ¿qué hacía aún en aquel lugar? Mientras escribía “la póliza del seguro que… que…” un golpe seco y un grito de mujer interrumpieron su parloteo mental. Se levantó y, por encima de los archivadores vio a Marcelo, el compañero que llevaba los temas de prevención de riesgos laborales, tirado en la moqueta. La secretaria de dirección intentaba hacerle un masaje cardiaco. Todos excepto la chica, tenían tan claro como él que ese hombre estaba muerto. Experiencia en prevención de riesgos, de qué te sirve ahora. La ambulancia tardó media hora en llegar, el director de la oficina mandó a todos a casa, menos a la secretaria que no hablaba, estaba fuera de sí, respiraba con dificultad y necesitó atención psicológica. Paco levantó la vista del cuerpo y se encontró de frente con una de las cámaras de seguridad de la oficina. Plano fijo del pasillo: un ejecutivo tras otro, un paseo al lavabo tras otro, un informe tras otro, un día tras otro pasa hasta que… pof, un ejecutivo cae muerto. Un leve escalofrío le avisó de lo cerca que volvía a tener la muerte después de un año; no le había vuelto a sobrevolar desde el accidente, tal vez estar muerto en vida la confundía y si te notaba frío pasaba de largo. Pero ha encontrado a Marcelo, ¿estaba él entonces realmente vivo? ¿y si contra todo pronóstico superficial llevaba una vida intensa fuera de la oficina? ¿y si era escalador? ¿y si se acostaba con la mujer del jefe? Con toda seguridad no volverá a pasar nada tan revelador en este sitio… Si me oyeran dirían que es un punto de vista crudo pero, ¿acaso no es más descarnado el hecho implacable y rotundo de que aquí cada día morimos todos de aburrimiento antes de que la jornada termine?

Esa tarde volvió a detenerse frente a la puerta del garaje. Iba a necesitar ayuda para sacar la moto de allí. Dio media vuelta y se acercó al mecánico del barrio, al que se la había comprado tres años antes.

–Mira quien está por aquí, ¿de verdad eres tú? No me lo digas, vienes a vender la moto… pues mira, haces bien…

–No, no Antonio, quiero que la vengas a recoger y me la repares.

El mecánico frunció el ceño y sonrió.

–¿Y eso?

Volvió a ver a Marcelo en el suelo, muerto, con solo cuarenta años; un ejemplo de prudencia, perseverancia y modelo a seguir en la oficina… Paco le respondió con una ancha sonrisa y otra pregunta:

–Bueno, ¿cuándo vienes, puedes ahora Antonio?

El mecánico le pidió las llaves y el mando del garaje, pasaría al día siguiente con la grúa, como había hecho en otras ocasiones, la tendría lista el martes.

4

Evitó ir al funeral, la oficina no podía quedar desatendida y ofreció quedarse. Se puso al día de la actividad reciente de la empresa en un par de paseos, curioseando las pizarras de las salas y las carpetas repartidas por las mesas. Estaba recorriendo por primera vez el laberinto de cubículos con total desinhibición. Esos carriles estrechos encogían su alma día tras día; tenía que salir de allí cuanto antes, cambiar la confortable y pisoteada moqueta azul por el asfalto.

Cuando los demás regresaron se fue directo al despacho de su jefe; era la primera vez que veía triste a aquel orondo y sonriente vendedor, pero aun así no había perdido su facilidad para la conversación:

–No te imaginas el cuadro, vaya drama, un muchacho prometedor, no le vamos a poder sustituir…

Paco asintió, bajó la vista, pero enseguida la levantó y miró fijamente:

–Verás… he estado pensando que tenemos algo abandonada la ruta castellana, pensando tanto en las zonas urbanas nos están comiendo mercado en los pueblos…

Había estado ensayando la frase mentalmente minutos antes y le pareció que quedaba poco creíble. Pero a su jefe se le iluminó el rostro, el hecho de que Paco fuese a su despacho para pedir aquello era una gran noticia. ¿Sería el sustituto de Marcelo aquel raro comercial, le había pasado por alto un mirlo blanco?

–Ya me dijo Laura que tarde o temprano te cansarías de tu trinchera, soldado, sabía que eras de los míos… Tienes razón, es una ruta muy poco trabajada por nosotros desde hace años, vete mañana si quieres.

Hubiese salido ya, pero necesitaba tener la moto lista.

–No, no puedo, el lunes tengo que enviar a Londres los informes de la semana, así que saldré el martes. En un par de días podemos sacar conclusiones…

Su jefe no podía estar más complacido con su idea, era como si acabara de conocerle. Al estrecharle la mano Paco la notó húmeda y rechoncha como todo él.

Estaba contento con su plan de fuga, después de meses encerrado en la jaula iba a volar al fin. Y lo ibaa hacer con su moto, como tantas veces lo había pensado cuando conducía el desvencijado Fiat Uno de la empresa con las ventanas abiertas en un vano intento de revivir sensaciones olvidadas. El martes estaba lejos, tuvo que fingir interés por las ventas cuando le mostró la ruta que tenía prevista, pensó que se lo notaría al tener que chocar con él los cinco. La mano de Paco estaba blanda como una chuleta. Pero la expectativa del viaje le hacía caminar más erguido, hacía que sus ojos brillaran. Laura, la chica que se sentaba junto al bidón de agua en sombra se lo notó al acercarse a beber: ¿qué hacía allí aquel chico tímido que nunca se dejaba ver? ¿le habían subido el sueldo? ¿se había enamorado?

5

Lunes. Las doce, las doce y tres, y cuatro… Pidió al jefe marcharse antes. Tenía que preparar la mochila; algo de ropa, tarjetas de memoria para la cámara, un portátil, un disco duro en el que volcaba sus fotos, el libro y un mapa de papel.

Caminaba deprisa, al girar la esquina la vio en la puerta del taller, el sol de la tarde la convertía en un personaje sobre el escenario, realzaba los tonos blancos y los brillos de los cromados, no era una imagen nítida, aquel momento no pareció real hasta que acarició el depósito con la mano, como si fuese el lomo de un animal. Estaba suave y templado porque hacía rato que le estaba dando el sol. Cuando estaba a punto de salir del taller, Antonio, el mecánico, le gritó:

–¡No tengas prisa, que hay tiempo para todo en esta vida!

Qué razón tenía, pero cómo le costaba no tener prisa ahora; la moto volvía a rugir como un monstruo amigo, se agarró fuerte y se inclinó hacia delante para sentir su calor, le estaba devolviendo la energía que le había faltado en el último año, se sentía otra vez en movimiento. La ciudad se le quedó pequeña, estaba ya en las afueras; entró en la autopista y creyó volar, quiso recorrer todos los quilómetros perdidos. Ahí está ese corazón que vuelve a latir… No, no hay tiempo para todo porque hay que hacerlo todo y hay que hacerlo ahora.

Llegó sudando a casa; abrió las ventanas del salón y dejó entrar el aire, respiró hondo y se quitó la soga de seda. Estaba en éxtasis. Entró en la ducha sin esperar a que el agua se calentara y soltó un alarido; reconoció en esa voz algo que venía de lo más profundo de sus entrañas, emergía de las tinieblas expresando el dolor y el gozo de un ser que renace y aflora de nuevo al mundo; aquello era él. La ropa quedó tendida en la puerta del baño como piel muerta.

6

Atravesar la puerta del garaje le hizo sentir como si escapara de aquellas fauces, ya era un prófugo de la rutina. Se detuvo en uno de los semáforos que solía cruzar a pie, ahora estaba dentro de la imagen que veía cuando se fijaba en la ancha avenida y los edificios a cada lado, parecían caer los unos sobre los otros, la ciudad le aplastaba con todo el peso del hormigón.

Anchas llanuras, molinos, carreteras sin fin, luz rasante, marrones, rojos, cielos de azul intenso, largas carreteras y vastos campos, hileras de árboles frutales y un horizonte tras otro producían el efecto de un mantra que repite “adelante…” En los retrovisores de la moto vio a su novia, a sus padres, el accidente, la oficina… Sobre una loma aparecieron unos molinos de energía eólica cuyas aspas enormes cortaban los rayos del sol provocando el efecto de un flash que disparaba potentes destellos, como si un gigante le fotografiara en aquel paisaje inabarcable.

Debió recorrer más de trescientos quilómetros hasta llegar al cruce de la carretera general, donde tomó el desvío hacia Peñarroja. En la siguiente bifurcación vio la aldea al fondo y el camino forestal que indicaba “La Peña” a la izquierda. Giró y rodó por la pista de tierra, hasta que detuvo la moto a unos cien metros del final de una extensa loma, más allá de la cual grandes piedras impedían la circulación. Dejó la mochila junto a la moto y empezó a andar con su vieja réflex en la mano. Caminaba despacio, con una mezcla de respeto y miedo a violar la escena de un crimen. Entre piedras colosales y pisando arena rojiza fue llegando a un claro salpicado de zarzas y matas de esparto; era el lugar ideal para llevar a una chica o para ir con los amigos a fumar porros. También para convertirse en escenario de un asesinato. A unos pocos pasos la loma se cortaba en seco, unos cincuenta metros más abajo se encontraba Peñarroja, ensombrecida por la gran Peña. Tomó fotos del pueblo, de las matas, del claro… Dejó de mirar a través del visor de la cámara y el paisaje le sobrecogió; los colores resaltaban con una viveza tal que olvidó por unos instantes qué hacía allí. Se atrevió a acercarse al filo, se asomó al abismo, nunca había tenido vértigo pero hacía viento y se tambaleó. Se dio la vuelta buscando encuadres, ¿dónde había ocurrido todo? Volvió hacia el claro y, entre unas rocas, creyó hallar el punto de vista desde el que había sido tomada la foto. Miró por el visor y se le erizó el vello de la nuca, solo faltaban los personajes. Presionó al fin el disparador conteniendo el temblor de su cuerpo. Cuando volvió a contemplar el paisaje no pudo evitar conmoverse y le envolvió la nostalgia de un tiempo que no había vivido. Se quedó unos instantes sentado sobre una piedra, mirando el horizonte, nadie diría que allí había ocurrido una desgracia. El sol empezaba a caer, una suave brisa peinaba sus cabellos como hacía con las matas; se había integrado en el paisaje, estaba dentro de la foto. Entonces vio unas manos emerger del abismo, se agarraban al suelo del filo del barranco, luego apareció una cabeza, unos hombros y unos brazos que impulsaban el cuerpo que subía… Aquel muchacho, la víctima, volvía del precipicio y se acercaba caminando, mirando el lugar como si lo hiciese por primera vez. Francesco se detuvo muy cerca de él, le sonrió como si posara para una foto. Luego miró más allá, detrás de Paco, y su rostro se transformó en una mueca de pavor; volvió tras sus pasos caminando de espaldas, se dio la vuelta y corrió hasta el filo donde saltó… Paco miró atrás, ¿era ese el lugar por el que había aparecido el asesino? Aquella loma era un callejón sin salida construido por la naturaleza. La visión le había dejado perplejo, como al despertar de una pesadilla.

Antes de arrancar hizo otra foto, desde allí el escenario era aún más desolador; se estremeció ante aquel paisaje por última vez, sin aquellos personajes que tanto se había acostumbrado a observar, ¿qué habría sido de ellos? ¿cómo habrían acabado?


Sinopsis

Ambientada en plena crisis económica y de valores, en la novela encontramos a un protagonista y unos secundarios entre los veintitantos y la treintena, víctimas del poder de las imágenes, la violencia, la alienación y la soledad. La fotografía, difundida en la red, de un tipo lanzando a otro por un precipicio empieza a obsesionar a Paco A.G., un agente de seguros sumido en plena crisis existencial. La violencia de esa imagen y el paisaje que la enmarca acaban por arrastrarlo al lugar del crimen, Peñarroja, un pueblo perdido de la Mancha. Allí finge ser fotógrafo de una revista y conoce a la chica que forcejea con el asesino en la foto, al joven que la disparó y a otros personajes relacionados con la tragedia. A medida que se familiariza con ellos, Paco A. G. toma distancia de su vida anterior y se propone seguir viajando. Pero el pasado es siempre una parada obligatoria. Tras visitar Alicante para comunicar su decisión a sus padres, la noticia de la fuga del asesino le lleva de vuelta a Peñarroja para despedirse de la chica de la foto…

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