Andrés quedó varado a varios kilómetros de Rabat. Por error tomo un bus que se dirigía hacía Casablanca y logró que lo dejaran descender antes que el bus continuara su camino.
Preocupado contempló la carretera que se dirigía a la ciudad y le pareció infinita. Eran varios kilómetros y pensó que tardaría algunas horas en llegar y el avión para Madrid salía en un par de horas.
Con alegría vio acercarse taxi viejo y lo detuvo. Intento comunicarse en ingles pero el taxista lo interrumpió en español.
El chofer pedía veinte euros por el viaje, pero Andrés sólo tenía diez. Intento convencerlo, pero este era inflexible. Cuando la desesperación comenzaba a aparecer vio que tres figuras se acercaban. Un hombre y dos mujeres cargando unas mochilas enormes sobre sus espaldas que los hacían parecer jorobados.
El hombre se acercó y le preguntó si se dirigía a Rabat. Andrés le dijo que sí y el extraño le pidió compartir el taxi.
Andrés tan sorprendido como agradecido aceptaron inmediatamente. El taxista estuvo de acuerdo y partieron rumbo a la ciudad.
El hombre se sentó junto al conductor. Le dijo que era ruso y se llamaba Iván. Era un mozo enorme con voz de niño y sonrisa de cachorro. Viajaba junto a Irina su novia, una mujer joven de cabellos dorados como rayos de sol e inteligente como un águila.
Ambos hablaban un inglés lento, fragmentado. Fácil de entender, pero difícil de escuchar. Eran alegres, bromistas y buena compañía.
La segunda mujer era española, Sofia. Ella tenía ojos negros como una noche en la playa sin estrellas y una sonrisa serena y franca. Estaban sentados uno al lado del otro y por alguna razón Andrés se puso nervioso.
Comenzaron a conversar y las palabras se presentaban casi sin pensar, la conversación era fluida, sin trabas. Él la hacía reír, ella lo hacía pensar y al poco rato olvidaron que estaban en un taxi rumbo a Rabat y que tenían dos compañeros de viaje que intentaban hablarles, aunque ellos los ignoraban sin culpa.
Sin darse cuenta llegaron al aeropuerto. El taxi se detuvo y el taxista le dijo a Andrés que podía bajar. Faltaba una hora para su vuelo. Tenía tiempo.
Pero las piernas no quisieron bajar. Quedaron ancladas frente a esos hermosos ojos negros que lo retenían. Casi sin pensar respondió no me bajo aquí y siguió su viaje rumbo a lo desconocido.
OPINIONES Y COMENTARIOS