Carlos Fernández. Cuarenta y cinco años. Aspecto de leñador. Me confirmó el viaje con un mensaje sin mayúsculas ni tildes: “ahi estare.”

La aplicación me la había recomendado mi ex-mujer. No por el ahorro, sino como pobre solución a la soledad generada porque ella y, sobre todo, mi hija Cata cambiaran de ciudad.

–La gente hace amigos –me dijo con malicia–. Igual te sorprendes.

Como siempre, tuvo razón.

O Carlos Fernández había mentido en su perfil, o había experimentado una repentina muda de pelo de la cara a la cabeza, en contra del procedimiento habitual. Enfundado en pitillos y sudadera ancha, aparentaba como máximo quince.

No sintió que necesitara dar explicaciones. Entró en el asiento del copiloto, se abrochó el cinturón, y fijó la mirada al frente.

–¿Conduzco yo entonces? –bromeé.

Viajamos en silencio, él pegado a su móvil, yo imaginando todas las fatídicas formas en las que podría acabar la situación.

Durante el repostaje, apagué el móvil y le enseñé la pantalla en negro.

–¿Me dejas el tuyo? Me gustaría avisar a mi hija.

Escribir a Cata era mi última intención. Mi visita era una sorpresa. Pero necesitaba cerciorarme de que el chaval no se estaba escapando de casa.

Él meneó la cabeza, como si quedarse sin batería fuera cosa de viejos, pero me lo dejó. Hurgué rápido en sus mensajes. El último decía: “llegando bebe <3”. Sonreí.

–Yo también empecé así –dije–. A distancia, quiero decir. No salió bien, pero merece la pena intentarlo.

El chaval agarró su teléfono y me dedicó una mirada dolida. Me sentí mal por haber invadido su privacidad.

–Estoy pillado –se defendió. Sonaba a guasa, pero lo decía con sinceridad–. Y esto es más barato que el tren. Si pido más paga mis padres pensarán que estoy con drogas.

–¿Y contarles la verdad?

–No sé… no lo entenderían.

Sabía a lo que se refería. Entre adultos hay poco respeto por los sentimientos de los niños. Me pregunté cómo reaccionaría yo cuando, dentro de unos años, mi hija trajera a su primer novio a casa. Quise pensar que sería comprensivo.

Cuando llegamos, salí del coche para despedirme. Adolescencia aparte, era un buen chaval.

–¿Papá?

Cata esperaba sentada en el bordillo, vestida de una forma que nunca había visto, y con la cara maquillada.

Pero no me esperaba a mí.

Me giré al chico, que no sabía dónde meterse, y me eché a reír.

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