Mi primera experiencia como conductor de BlaBlaCar, enmarcada en mi segunda semana como universitario; estreno zapatillas, me aprietan un poco el dedo gordo del pie izquierdo -la dependienta buenorra consiguió colarme un número menos para no perder la venta- y no conozco a ninguno de los tres pasajeros a los que espero. Tanta novedad me abruma.
Van llegando.
La primera, una tal Sandra, amiga de una amiga; una rubia muy pija, con minifalda y taconazos. Su saludo consiste en una advertencia: el faro trasero derecho de mi Ford está roto. Me bajo y compruebo que tiene razón; tendré que ir al taller. Ella, ya acomodada en el asiento del copi, saca su iPhone y me olvida. Treinta segundos más tarde llega Fermín; va con el grupo de los Desgarbaos, pero nunca habíamos hablado; me saluda y me pide que baje la radio. Empezamos bien. La última, la hija del electricista; mi madre dice que es muy maja; se referirá al carácter.
Estamos todos. Nos ponemos en marcha.
Ni cinco minutos de trayecto llevamos cuando siento el olor. Inconfundible. ¿Será posible? ¡Uno de ellos se ha rajado! No soy el único que lo nota. La pija levanta los ojos de la pantalla y me mira de soslayo. Por el retrovisor veo a Fermín; se ajusta las gafas, nervioso; tira del cinturón, parece que le molesta. ¿No tiene cara de culpable? A su lado, la hija del chispas se muerde el labio. No, nada sensual. Si acaso, un gesto sospechoso. Bajo la ventanilla y entra aire congelado que no logra exorcizar ese espíritu maligno etéreo que se ha introducido en mi cuerpo a través de mis fosas nasales. Alguna tosecilla por ahí atrás, y, a mi lado, un “o sssea, no me lo puedo creer”, susurrado. ¿Está disimulando?
Y el tufo que no se va. Quizá el espíritu sea más corpóreo de lo que creía. ¡Qué viaje tan largo!
¿Quién ha sido? ¡Hagan apuestas, señores!
Como mis habilidades detectivescas dejan mucho que desear, opto por la vía directa y, mientras aparco, pregunto. Evidentemente, todos lo niegan, ofendidos. Descienden del coche a toda prisa. Mañana ninguno repetirá. ¡Me indigno!
Camino hacia la facultad. La peste me persigue. ¿Estoy poseído?
Entonces me encuentro con Sebas.
-Oye tío -me dice-, vaya manera de empezar el día. Llevas una mierda pegada en la suela.
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