Un viaje de Ida
Luis llevaba semanas soñando con ese viaje a la playa. Había trabajado duro y por fin llegó el día de relajarse bajo el sol. Conduciendo por la ruta, la brisa entrando por la ventana, notó a un hombre haciendo dedo al borde del camino. Parecía agotado, con la ropa sucia y la piel bronceada por el sol.
Como buen samaritano, Luis detuvo el auto y bajó la ventanilla.
—¿A dónde vas? —preguntó.
El hombre, jadeando, respondió:
—A la costa.
Luis pensó que era lógico, dada la cercanía del mar, y sin dudarlo lo dejó subir. El viaje continuó en silencio durante unos minutos hasta que algo llamó la atención de Luis: un par de patrullas aparecieron en su espejo retrovisor, con las luces encendidas y acelerando en su dirección.
—¿Todo bien? —preguntó Luis, nervioso.
El hombre lo miró de reojo, ajustándose la gorra.
—Todo tranquilo. Solo sigue manejando.
Pero el instinto de Luis le decía que algo no andaba bien. Aceleró un poco más, con la esperanza de que las patrullas solo estuvieran de paso. Sin embargo, el sonido de las sirenas era inconfundible, estaban tras él. Miró al hombre, que había empezado a sudar.
—¿Qué está pasando? —exigió Luis.
—No pares. Si te detienes, nos llevan a los dos.
En ese instante, Luis entendió la gravedad de la situación. Su pasajero era un prófugo, y él, sin saberlo, se había convertido en cómplice.
El corazón le latía a mil por hora. Pisó el acelerador con fuerza, pero la policía no cedía. Entonces, vio cómo uno de los oficiales arrojaba una cinta de picos en la carretera. Fue demasiado tarde para esquivarla.
Las ruedas delanteras estallaron, y el auto dio un vuelco. El mundo se puso patas arriba y, luego, todo fue oscuridad.
Luis despertó semanas después en el hospital, magullado pero vivo. Tras interminables interrogatorios, logró demostrar su inocencia y fue liberado. El día que volvió a su casa, la realidad lo golpeó aún más: al día siguiente, tenía que volver a trabajar.
Su viaje de placer había terminado en una pesadilla, pero la vida seguía su curso.
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