El coche avanzaba lentamente por la carretera nevada, sus faros penetrando la oscuridad espesa. El motor vibraba suavemente, llenando el silencio con un ronroneo casi hipnótico. Dentro, la calefacción formaba una atmósfera densa, y el reloj del tablero parpadeaba, indicando el paso de cada minuto en rojo, como si el tiempo mismo fuera cauteloso en esa noche.
Al volante de este viaje compartido, luchaba contra el peso de mis párpados. Los pasajeros dormían, sombras pesadas que caían sobre sus asientos, ajenos al mundo exterior. Para mantenerme despierto, empecé a contarles una historia, aunque sabía que no me escuchaban. Hablaba sobre un viaje anterior, una noche como esta, cuando enfrentamos otra tormenta.
«¿Alguien sabe cuándo dejaremos esta tormenta?», pregunté en voz baja, pero el silencio fue mi única respuesta. El coche se deslizaba suavemente sobre la banda asfaltica pintada de nieve, como si flotara entre la tierra y el cielo, mientras afuera el paisaje desaparecía en un vacío blanco y todo estaba a la misma topografia.
Entonces, un estallido. Un sonido que rompió el ritmo tranquilo del motor y sacudió el coche. Mi corazón latió con fuerza.
«Debe haber sido una piedra», murmuré, pero algo en ese sonido no encajaba. Había sido demasiado fuerte, demasiado dentro. Y entonces, Candela, una pasajera que había estado dormida, gritó.
«¡El reloj! ¡Miren el reloj!»
Miré el tablero y vi con horror cómo las agujas giraban descontroladamente hacia atrás, retrocediendo en el tiempo. El coche, como si estuviera poseído, aceleraba sin que yo pudiera controlarlo. Intenté frenar, pero el pedal no respondía. Nos deslizábamos cada vez más rápido, mientras la nieve fuera borraba el horizonte, atrapándonos en un vacío blanco.
Los gritos de Candela se mezclaban con el chillido de las llantas, y justo cuando todo parecía fuera de control, algo se quebró. Mis ojos se abrieron de golpe, mis manos todavía firmes en el volante.
El coche avanzaba tranquilamente, como si nada hubiera pasado. El reloj marcaba la hora correcta, y la tormenta había amainado. Miré a los pasajeros por el espejo retrovisor y a Candela de copiloto: todos seguían dormidos, ajenos a lo que acababa de suceder. Parpadeé y bostecé, tratando de recordar los últimos kilómetros, pero no pude.
«Voy a parar en la próxima gasolinera», murmuré, sintiendo aún el eco de aquel sueño extraño mientras encendía las luces de giro y les cuento una nueva historia reciente.
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