Para Doña Elena todas las mañanas son la misma. Siempre es noche cerrada cuando sale de casa, con paso decidido, cruzando el Zócalo en dirección al Mercado. Ahora, después de tantos años de trabajo duro, es la patrona más recia de la Central de Abastos de Oaxaca. Una mujer con sazón, que se refleja en su mandíbula rotunda y en la recia determinación de sus ojos, negros como una noche sin luna.
Le gusta y valora su rutina diaria: abrir candados, levantar persianas, colgar los racimos de chile seco de sus ganchos, golpear con pulso firme el saco de maiz para que afloje, prender la lumbre bajo el comal, usando un par de astillas y ubicar el molcajete, donde preparará su salsa, roja y espesa, brillante como la vida.
Acomoda en el interior del pesado mortero de basalto un primer puñado de chiles mixe, pequeños y arrugados. Maneja el tejolote con destreza y golpea con rápida precisión los chiles que, al reventar, le arrebatan por un instante el olfato con un punto picoso para soltar, justo después, esa intensa fragancia de madera ahumada, sol y tierra seca, que la estremece y despierta su memoria de niña zapoteca.
A sus pies aguarda turno el saco de maiz molido con el que amasará las memelas, esas tortillas de forma irregular, ovaladas y gruesas, que su madre le enseñó a preparar en el ranchito donde creció. Ese es el único recuerdo bonito que tiene de su infancia, sus oscuras manitas hundiéndose en la pegajosa masa del maiz recién triturado, estrujándola, amasándola, retorciéndola y amándola, hasta formar cuidadosamente las tortillas que después su mamá cocinaba en el comal.
Ahora, cuando ya tiene el chile bien golpeado, deshecho, le añade los jitomates. Son chiquitos, verdosos, feotes pero sabrosos, con un toque de acidez que refresca la reciedumbre de la picada. A puro golpe de tejolote compacta la mezcla y la convierte en salsa, mientras en el comal se termina de asar la primera tanda de memelas del día a las que añadió su oscuro asiento de frijoles refritos. Aguarda, dejando que la mezcla cuaje y la tortilla se empape. Después, con una cuchara de madera, añade, con movimientos precisos, la salsa, roja, y el quesillo, blanco, dejando que todos los ingredientes se mezclen al calor de la lumbre antes de retirar la memela terminada para servirla a sus clientes que, fieles y puntuales, se acercan hacia su puesto para desayunar.
Mientras saluda a uno y a otra, va sirviendo memelas y recuerda a su mamá diciendo “ay, mija, sólo el molcajete sabe de los golpes del tejolote y del ardor del chile.” Asiente en silencio, permitiendo que una sombra de sonrisa asome entre sus labios delgados: sí, ella también se siente molcajete, que cada día es golpeado por el implacable tejolote de la vida, hasta que el ardor del chile inunda sus entrañas de piedra volcánica, de mujer luchadora, capaz de enfrentar y vencer los envites de la vida.
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