En el tanatorio huele a cera quemada y a muerto. Una mezcla desapacible que se esparce por las salas. Estoy sentado con la Marga, a la que conocí ayer, en un banco del pasillo: tenemos a nuestro muerto solo porque ella tiene que fumar y no quiere estar sola.

—Hace dos años —me ha dicho mientras empieza a liar un porro —mi Pana le dio un guantazo a un madero sin saber que era de la pasma, tronco. Y le metieron al trullo. Le tuvieron cuatro días a hostias, los muy cabrones. Y cuando salió me dio tu teléfono: “si vuelvo a cagarla”, me dijo, “llama al Gero. Es colega y muy legal. Seguro que sabrá qué hacer”. Y hace tres días me lo volvió a recordar —solloza.

La Marga tiene la piel como un pellejo mal curtido, los ojos amortajados tras unas ojeras delatoras, y la voz tan áspera que cuando me llamó creí que era un hombre hasta que me dijo que era “La Marga, la piba del Pana”.

Me llamó para poder “enterrarle como a una persona y no como a un perro”. Y así será. Le hemos traído de la morgue del Clínico al tanatorio de la Mezquita porque Marga quería que le veláramos y no «tenerlo escondido en un depósito como un perro”. Tiene fijación con los perros.

Anoche sólo estábamos los dos velando, pero mandé venir a más de treinta de mi gente para hacer bulto y estuvieron hasta pasadas las dos. Y le he pedido doce coronas de flores, cada una con su dedicatoria. Al final, el Pana también ha disfrutado de un velatorio como Dios manda.

Agustín “el Pana” (antes González) y yo nos conocimos en Valladolid, de estudiantes, y durante tres años compartimos piso, aventuras y desgracias. Hicimos buenas migas. Era un espíritu travieso y tierno que acostumbraba a equivocar todos los cruces de camino.

En uno de esos cruces conoció a Hana, una chica de Ceuta que estudiaba Medicina y subía hachís. Y le ofreció un negocio: ella le suministraría el género y él lo distribuiría a cambio de veinte duros por china vendida. Un capital.

Yo fui su más destacado cliente hasta que un día se me plantó. Me dijo que ya no me vendía más, que me iba a echar a perder. Y yo, un tío muy legal, lie un porro y se lo pasé, sonriendo. “Anda, toma y calla”. Se negó. Insistí. Así le abrí la puerta a su perdición. Así empezó el entierro que hoy le voy a pagar.

Los dos pasamos a la coca, aunque yo me quedé en la primera raya. Me sentó como un tiro. Y por miedo, dejé todo. Pero a él le sentó mejor y no tardó en saltar al crack. Empezó a andar todos los días colgado, como una hoja de otoño a punto de caer. Yo me cambié de piso. Y como un colgado no puede vender nada, Hana también cambió de piso.

—Toda la culpa es mía, joder —ha dicho Marga. Quería llorar, pero ponía tanta atención en controlar su temblor de manos que las lágrimas no le acababan de salir. Apenas pudo mal liar el porro de tanto temblor.—Salté de la nieve al jaco, y conmigo me llevé a mi Pana. Al primer pico me invitó la puta de la Meli, porque su tronco trapicheaba con caballo, y hostias, colega, flipas, qué subidón. Pero es chungo, tío. Muy chungo. Como te pille, estás muerto.

« Cuando le venía el “cravin” — las ganas, ya sabes—, se iba con su kunda a la Plaza Chica. Y por quince pavos te llevaba al Infierno (Así llamaban a una nave abandonada del polígono Marconi. Otros la llamaban “el súper”). Y allí se ponía a gusto: con cinco pavos, grifa hasta las orejas, y por doce, puedes pillar una papelina de caballo del bueno , sin cortar, y si quieres más calidad, pues con veinte, una rayita de nieve puta madre, lady pura. Allí, hasta los guripas se meten, chaval.

Yo le dejé solo cuando, quizás, más me necesitó. Siempre creyó que me alejé por Sara, una novia que tuve en Valladolid. Que Sara me apartó de él. Ella era la mala y yo, “el legal”. Pero ella nada tuvo que ver. Le dejé porque le vi correr hacia el abismo y yo no quería acompañarle.

En el Clínico me dijeron que había muerto de frío.

—¿Diñarla de frío?, ¡y una polla!. Mira que lo sabíamos, colega: no pasar de medio. Pero no, él tenía que ir más allá y ayer, sin venir a cuento, se chutó el pollo entero. Era cabezón.

« ¿Sabes?, el Boby nos ofrecía techo y piltra a buen precio, pero se le metió en el coco que el Boby era un okupa mafioso, y que él sólo ocuparía la calle, “patria de los perros”, decía. Y en la calle la ha palmado, como un perro —Y ha llorado.

Al entierro ha venido más gente: dos chicos y una chica, aunque más parecían almas en pena que personas. Parias de la calle. La Marga me ha presentado como “el Gero, un hermano de mi Pana. Un tío muy legal”.

—Vaya peluco, colega —ha dicho uno, a modo de saludo, hipnotizado por mi reloj. Y los cinco nos hemos metido en mi coche para seguir al de la funeraria hasta el cementerio.

—Qué chungo, tío, qué chungo —ha mascullado otro mientras el albañil tapiaba el nicho. Todos han asentido.

—Muy chungo —ha contestado la chica con una voz como de agua sucia.

Esta es la gente que yo “alimento” (matarse se matan solos).

Si la Marga supiera que yo soy el capo del Infierno, el jefe del “súper” y de todos los camellos, que yo soy el que suministra la grifa, la nieve y el caballo que mata a todos los “Panas”…

Hoy sigue abierto mi “súper”. Su Infierno. Pero yo…yo seguiré creyendo que mueren de frío en la calle, como perros.

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