Una mujer natural de aquel barrio, la desgastada apariencia y un desenlace trágico, eran los capítulos de una historia de amor. Alguno comentaría que ciertamente se trata de un idilio entre la droga y ella, y evidentemente era así, pero tras la dependencia también hallamos a dos jóvenes a quienes las flechas del amor marcaron para estar unidos para siempre, en la vida o en la muerte. A duras penas, ella se apoyó en la pared abarrotada de grafitis y se deslizó hacía abajo hasta que alcanzó el suelo, donde extrajo del bolsillo del pantalón una jeringuilla que tenía sustancia en su interior. Seguidamente ató alrededor de su brazo izquierdo un elástico grueso, con bastante dificultad ya que no estaba acostumbrada a hacerlo.Antes, era su novio quien cumplía con este cometido, hasta que una embolia se lo llevó la pasada noche lejos de aquella calle habitada por sujetos detestables, almas sin beneficio ni aportación, esperanzas rotas y piel marchita. Ella era una fiel testigo del número de víctimas que cada año las calles fabricaban, jóvenes que el barrio desechaba como una colilla consumida.

Al verla a ella, podías imaginar que las arrugas no eran recuerdos agradables marcados en su piel, sino el paso del tiempo acelerado en cada acto de autodestrucción que alimentaban su dependencia. La deshidratación y la ausencia de alimentación, colaboraban a que apenas le quedaran dientes, su extrema delgadez era evidente cuando observas sus frágiles brazos que pendían de minúsculos hombros, y en el brazo izquierdo se extendía un moretón negro hasta el antebrazo, aunque no se puede estar seguro de si son uno o varios que ahora se fundían entre ellos. Se llevó a la boca el otro extremo del elástico y apretó con fuerza hasta que sintió que dolía y, con la mano libre, asestó a coger la droga e introdujo la aguja en la vena mientras sus ojos se tornaban blancos. Aunque aún no había apretado el émbolo que empujaba a la sustancia a través del cilindro, ya ella podía sentir como se sedaban sus sentidos.

Atrás quedó aquel escalofrío natural que la avisaba de que un cuerpo extraño estaba adentrándose en su interior, al contrario, el sistema nervioso era un receptor amistoso de aquella sustancia a la que se había acostumbrado, es más, la necesitaba. Entonces una vez llegado a ese estado, lo demás era automático, exento de psicomotriz y sin vuelta atrás. Empujó el émbolo y sintió como las droga se apropiaba de ella, como la conducía a un sentimiento de placer y protección donde las endorfinas lo envolvían todo, cegándola en un cénit donde no había más dolor, más heridas ni culpa. Durante veinte minutos, nuestra muchacha se adentraba hacía un equilibrio creado por ella misma, está todo bien, ya todo lo malo paso, descansa mi niña.

Para su infortunio, el efecto cada vez era menos duradero, necesitaba más dosis para poder continuar viviendo dentro de sí. Tras veinte minutos de analgésico aparecía de la nada otra vez el dedo acusador, el asco, no por parte de la sociedad, a cuya crueldad ya estaba hecha, sino con ella misma. No había odiado nunca a nadie como se odiaba a sí misma, la repugnancia que le procesaba el simple hecho de que su cuerpo respirara eran el adalid de sus recuerdos dónde en su niñez aparecía cada cigarrillo que se fumaba en su casa, apagándose en sus sueños y esperanzas, donde se vislumbraba el alcoholismo de su madre y como malvendían todos sus bienes por un poco de vicio más, los múltiples compañeros que la golpeaban y las cosas que le hacían a ella cuando su madre no estaba. Todas esas cicatrices eran una cárcel donde no podría salir nunca, un laberinto donde estaría atrapada.

¿Cómo hubiera sido mi vida? Se preguntaba. Yo era una niña, se lamentaba. Necesito más, más mierda, se repetía con ansiedad. Huir de esa vorágine donde estaba atrapada era la máxima, sin la ayuda de integradores, psicólogos, o amigos… Todos cantaban la misma canción: “Por mucho que huyas del problema, mañana despertarás y seguirá ahí, peor aún más grande debido a lo que estás haciéndote a ti misma.” Ella lo supo, lo sabía, lo sabe, porqué cada vez que sentía el dolor en el brazo contaminado, de alguna manera se sentía viva. Ahora tendría trabajo, podría haberme dedicado a la pintura, podría haber estudiado una profesión, ser peluquera o abogada, cuantas opciones ofrece la vida a personas que no están rotas. Y el soliloquio terminaba declarando que una mierda como ella no podría optar a nada de aquello.

Entonces, el recuerdo de la única persona que la había amado, amor de verdad, aparecía. Fue quién la acompañaba en cada viaje, en cada momento estaba compartiendo la manera de drogarse y la droga. Le amaba tanto, ella había luchado mucho por estará su lado, enfrentándose al propio mundo. Hasta la madre de él fue una gran opositora, celosa de que se llevara a su hijo, preocupada porque lo destruyera cuando hace siete años empezaron a salir y el muchacho era un joven sano y con futuro. Una sonrisa aparecía en su rostro cuando recordando la primera vez que se chutaron juntos, sin ver tras las apariencias nubladas de sus ojos, sonriendo y escupiendo la espuma que supuraba en las comisuras de su boca. Figuras en la lejanía, no eran más que manchas negras para ella.

Una imagen se acerca, cuando despertó, desorientada, sin saber cuánto tiempo había pasado. Una figura con ropas blancas se hallaba frente a ella, sin poder mirarle el rostro. Solamente alcanzó a dibujar en la vista un caduceo con serpientes entrelazadas. Lo supo entonces, sus plegarías fueron escuchadas y al fin volverá a reencontrarse con su amado, permitirá que se haga con su cuerpo. ¿Para qué oponer resistencia? Aquel ángel será quien la lleve con él. Entonces sintió como estaba siendo elevada a lo más alto lentamente, estaba volando, sonrió.

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