Acabábamos de cambiar de siglo. Aquel verano me declaré acética. Julio se resumió en calor y sudores nocturnos paliados en sillas viejas sobre la desgastada y sonrosada acera que mi abuela, lijaba en la mañana y salpicaba de lejía con la ayuda de sus cortas y fuertes manos.

Por las noches, escapábamos a la corriente de los callejones y compartíamos fiambreras sobre una mesa que fue otra cosa antes. Pero a la que mi abuelo, laborioso siempre, había colocado cuatro patas deformes. Tortilla de patatas, lomo de orza, pimientos fritos, queso en cuña y salchichón descolgado del mástil donde secaba desde el invierno (de los que cada uno se servía al gusto utilizando su navaja). Vino tinto templado por el ambiente y pan cortado a pellizcos. En el centro un par de platillos (de vidrio verde) con altramuces y encurtidos. Los más pequeños no podíamos meter ahí nuestras zarpas: “Eso os hará mal en la barriga”.

La tarde en que mi abuelo me dio a probar el ácido de lo prohibido me condenó a numerosas indigestiones que no consigo evitar a día de hoy. Abrió la nevera amarillenta que había absorbido el humo de sus Celtas Cortos. En la primera balda, cerca de las resistencias que emanaban hielo, y que al final del verano adquirirían formas monstruosas, estaba el tarro. Lo recuerdo inmenso, casi imposible; sin embargo, mi padre asegura que en él no cabía más de un kilo de agrios y cáusticos recuerdos.

“¿Queréis probar?”: nos susurró mientras él agarraba un flotante pepinillo con dos dedos que parecían estar siempre sucios, y lo introducía veloz en su boca, que recuerdo siempre falta de dientes. Mis ojos debieron abrirse contrayendo mi corazón, o al menos eso es lo que sigo experimentando cuando alguien me invita a probar lo clandestino. Se sirvió de una cuchara sopera para alcanzar la aceituna más grande que había visto nunca. Traspasada por un pepinillo, chorreaba el caldo fresco y amarillento en el que ambos, unidos en la salmuera, habían dormido los últimos días. Me acercó con lentitud el manjar chillón y lo agarré, no sin antes asegurarme de la ausencia de mi madre. Saqué la lengua con miedo y cerré con fuerza los ojos, pero quise más. Mis papilas gustativas, salvajes, se abrieron para que mi parasimpático no olvidara nunca ese escalofrío. Y al tragar los trozos del minúsculo vegetal, quemado por el ácido vinoso, recuerdo que pedí repetir. Salivé cada tarde a escondidas buscando el momento, en el que la suerte, nos dejaba solos en la cocina.

Junto a mi hermana, nos gusta pasear las mañanas de sábado por el mercadillo. Pedimos medio cuarto de pepinillos con olivas andaluzas y cuando desatamos el nudo de la bolsa donde nadan, volvemos a sonreír con la picaresca de aquellos días de julio. En ese instante nos veo igual de enanas. Pienso que el vinagre, la sal y el frío, nos ayudan a seguir siendo las mismas y a no olvidarle.

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