UN DÍA CON SU ASESINO

UN DÍA CON SU ASESINO

Aquel año, además de negro carbón, los magos de oriente fueron benévolos y a Eusebio le habían traído su primer balón, con el que jugaba en un parque solitario. Corría y corría detrás de su pelota pero, para que aquel juego fuera más emocionante, necesitaba de un contrincante digno. Y su deseo se materializó: un crío se acercó e intentó quitársela.

Los dos pequeños iban de aquí para allá regateándose, incluso a ellos mismos, pisando y licuando el manto de escarcha que cubría el césped. Sus deportivas fueron empapándose de tal modo que comenzaron a encoger de forma brusca. De repente, Eusebio cogió la pelota con descaro dando por finalizado el partido, se dirigió a un banco donde había depositado su mochila, metió en ella el balón y sacó unos zapatos; necesitaba eliminar la sensación de frío y el insufrible dolor que le provocaba su otro calzado, ya diminuto. Después extrajo una botella de agua y dos sándwiches de jamón y queso, ofreciéndole uno a su nuevo amigo.

– ¿Eres nuevo en el barrio?— preguntó Eusebio tras su último bocado, su interlocutor solo asintió—. Lo sabía…— dijo con aires de superioridad—. ¿Te puedo contar algo…? Por aquí hay gente muy rara— esta última frase se la susurró a su estrenado confesor—. Menos mal que tú pareces de los míos. Casi todos me tienen manía, sobre todo los profesores de mi colegio. Me han obligado a repetir curso por segunda vez… ¿Sabes lo que dicen…? Que tengo la maldad en el cuerpo. ¿Y sabes por qué…?— un escalofrío recorrió la espalda de su compañero: aquellos ojos negros y casi sin vida mostraban una expresión demasiado dura para su corta edad—. Porque me encanta levantarles la falda a las niñas; que soy un guarro. ¡Ni que fuera un pecado mortal! ¡¿Te lo puedes creer?! Además, son unos pesados… “Aprende esto…” “No hagas aquello…” “No te urgues la nariz…” “Deja de tocarte…” ¡Vaya rollazo!

Se levantaron y se adentraron en el boscoso parque. Eusebio llevaba la mochila al hombro y sacó de ella unos pantalones cortos, se quitó los que llevaba, ya pesqueros, y, sin ningún miramiento, agarró su erecto pene y siguió a unas chicas que paseaban por allí; éstas, al verle, huyeron despavoridas.

Al no conseguir darles caza se resignó, terminó de vestirse y, los dos, reanudaron la marcha. Eusebio, con cada zancada, pisoteaba con desprecio las flores que empezaban a brotar.

— ¡Hablas poco!— su colega levantó los hombros—. No te preocupes, ya hablo yo—. Tras rascarse su incipiente barba prosiguió:— ¿Sabes…? Voy a buscar trabajo en una tienda de lencería. Para ese oficio no hace falta ir a la universidad, ¿o sí?— dijo a la vez que se reía a carcajadas—. Además…,— bajó el tono y se acercó a su confidente — tengo pensado hacer agujeros en los probadores para…— y le guiñó un ojo mientras mostraba su amarillenta y desalineada dentadura—. ¡Me voy a poner las botas! Ya me lo imagino…— De forma soez se tocó sus partes con ambas manos—. Cada vez que lo pienso me corro de gusto. ¡Uhmm! Por cierto, me ha entrado hambre… No digas nada… A ti también.— El sol picaba y Eusebio señaló la sombra de un abedul y sacó unos bocatas de tortilla y unas cervezas frías. Tras almorzar se echaron la siesta.

Eusebio, desperezándose, rebuscó en su mochila y extrajo unos vaqueros y unas botas. Esta vez se mudó rápidamente mirando con ojos atemorizados a su alrededor—. ¡Vamos…, levántate! Creo que nos van a encontrar—. Y salieron corriendo sobre un suelo húmedo cubierto de hojas amarillentas—. ¡Tenemos que buscar un sitio para escondernos!

Ya exhaustos se guarecieron en una casa abandonada llena de escombros, cachivaches y excrementos. Entraron, arrinconaron la basura y se sentaron. Rebuscó en la mochila y apareció una botella de ginebra, tabaco y hachís.

— Este chocolate es cojonudo— afirmó mientras le pasaba el canuto a su colega—. Nos hemos librado por los pelos. Esos putos maderos nos estaban pisando los talones. No quiero volver a la cárcel; todavía tengo el culo como un bebedero de patos. Necesito más tiempo para cagar como las personas normales— una risotada le brotó sin control—. ¿Te lo puedes creer? En el juicio dijeron que soy un depravado cuando afirmé que la culpa de todo la tienen los padres de esas niñas; dejan que salgan a la calle provocando. ¡Yo soy la verdadera víctima…! Si un hambriento entra en una pastelería… ¿Qué va a hacer? Pues eso… Ahí se va a quedar, ahogándose en su propia saliva—. Su compinche seguía sin abrir la boca—. No te entiendo tronco; ni ríes, ni hablas… Pero…, ¡¿qué te pasa?! ¿No tienes lengua? Y tu cara… parece de cera—. Introdujo la mano en la mochila y, por una vez, consiguió arrancar a su camarada una expresión de sorpresa—. ¡Mira que pipa! A que mola—. Se la ofreció, pero éste apartó sus manos de aquel mortecino trozo de metal—. Tranquilo, no está cargada, ¿qué te crees?— Su socio, al fijarse bien en aquella pistola, no pudo reprimir las lágrimas que intentó ocultar tras unas gafas de sol—. ¡Vaya! Por fin muestras algo de sangre en esas venas; aún así necesitas una transfusión de la mía… Dicen que es del mismísimo demonio— su malévola risa heló el aire ya de por sí frío.

El sueño les venció sin avisar y, cuando Eusebio dormía profundamente, unas manos atenazaron su garganta. Intentó desasirse, sin conseguirlo. La fuerza era bestial. El riego sanguíneo se le alteró, su tez se tornó violácea hasta perder la conciencia, primero, y por último la vida.

Allí yacía Eusebio en el césped del desolado parque, arropado por un manto de escarcha, acurrucado y abrazado a su balón. El otro niño se agachó, le arrebató con brusquedad la pelota con una leve sonrisa triunfal dibujada en el rostro, la metió en la mochila, se la colgó y tras dejar atrás el pasado a cortos pasos, se perdió en la espesa niebla que todo lo oculta.

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