Es mediodía ya en la llanura, y el sol febril arde en la marea de hierba seca. Nada interrumpe la simpleza del paisaje, más que un monte lejano de eucaliptos y un espinillo solitario, que ha querido crecer solo en medio de la estepa. Su tronco bifurcado contrasta con el cielo como un relámpago negro cuando la primavera aún no ha derramado su verde. Al pie del árbol yace un estornino, inmóvil, postrado en la concavidad que forman dos raíces apenas suficientes para contenerlo. La tierra seca donde la sombra de otros días no ha dejado brotar la hierba, se ha acumulado como ceniza sobre todo su cuerpo, y su brillo verduzco que deslumbraba desde lo aceitoso de su plumaje, que al verlo cada vez fuera, acaso, la primera vez, ahora solo destella sutilmente desde sus ojos adormecidos. Hace casi un día que, en su vuelo con la bandada al atardecer, se desvaneció repentinamente y cayó, reaccionando justo a tiempo para guiar su caída hacia el árbol solitario que, si bién evitó una caída directa, lo hirió con sus espinas en la cabeza y el lomo.
Alrededor de una hora aleteó entre la tierra suelta intentando levantar vuelo, asustado y colérico, pero solo alcanzó unas raíces, donde el cansancio y el dolor profuso, lo ataran al suelo para siempre. Cuando finalmente le dio por mirar al cielo, la bandada ya no acariciaba la luz del poniente, y ya se podía vislumbrar la primera estrella en un cielo azul cada vez más oscuro. Sintió en el cuero de la cabeza el calor de una gota de sangre que se concentró espesamente en la herida, sobre la que el polvo ya había formado una fina capa.
El ave no conocía el anochecer en silencio, acostumbrado desde siempre a la estridencia de la bandada, que anidaba en la copa de los eucaliptos que formaban el monte a dos o tres kilómetros de donde ahora estaba. El estornino sí que amaba ese sitio. Allí los árboles se erguían contenidos por la curva de un arroyo, donde el agua corría aún en los meses secos. Ahí había nacido, crecido y aprendido a volar. No recuerda de su madre más que el dolor que sintió la noche en que ella no volvió a la rama en que anidaban. Más que recordarlo, ese dolor se había vuelto parte de él para siempre, como una forma de ser. Desde esa noche, cada noche se quedaba dormido de cara al oeste, suspirando un saludo a la nada, con una esperanza muerta en los ojos, y así lo hizo incluso después de haberse percatado del amor, en el que estamos inocentemente inmersos siendo niños, pero al crecer lo descubrimos como las velas encendidas que solo brillan al caer la noche. Varias veces crió pichones, y los vio también crecer y volar. Ya ni sabía cuántos de ellos volaban a su lado en la bandada cada atardecer, en esa melodía silenciosa que solo interpretan las bandadas de estorninos, estallando y replegándose en formas infinitas, como un fuego de artificio vivo, mostrando el carbón húmedo de su lomo al pasar, y su brillo pálido al volver. Lo espontáneo es atributo del arte más bello, y este se presenta tan soberbiamente imponente, libre de fundamentos, que el hombre solo puede anhelarlo.
El tiempo de todos los días era dedicado casi exclusivamente a discutir territorio con una familia de venteveos, que si bien pueden surcar el cielo como flechas, poco saben sobre el arte de volar. Conocía cada árbol, cada rama y cada instante de ese monte. Sabía incluso el sabor preciso que tenía el agua del arroyo al humedecer la cascara de los pequeños frutos asperos que los eucaliptos dejaban caer a fines del otoño. Él era para ese paisaje, como la pieza central de un rompecabezas, que al estar en su rama, cristalizaba una imagen de perfección y armonía. La necesidad de alimentarse y la curiosidad nunca lo alejaron más que unos pocos kilómetros. Allí donde estuviera, al comenzar a caer el sol, siempre se inquietaba mirando al cielo, esperando ver a los primeros de los suyos volviendo, todos con procedencias distintas, pero dirigiéndose al mismo lugar. Volaban alto y a veces era difícil divisarlos, pero cada vez se congregaban en grupos más numerosos, como rezagos de un incendio que crece, hasta que era imposible encontrar una parcela de firmamento libre de ellos. Era el momento en que él emprendía el vuelo afanoso, para sumarse a algún grupo, y eventualmente todos confluían en un mismo lugar del cielo a bailar al fuego lento del atardecer, sobre la estepa, y sobre el espinillo donde ahora agonizaba.
No llegaba ahora, siquiera un sonido lejano de todo eso. Ahora estaba solo, y el frío silencioso de la noche se le hacía insoportable. Más frío incluso que en las noches de invierno. Solo dejó de tiritar cuando oyó el olfatear de un zorro, que pasó demasiado cerca siguiendo un rastro de olor en el suelo, y el miedo lo petrificó completamente, hasta la primera luz del alba, cuando un perezoso y cálido rayo de sol lo reanimó. A media mañana ya no recordaba el frío y estuvo presente por algo más de una hora. Sintió el sonido fugaz del vuelo de la primera mosca que merodeaba, que fue el preludio de la canción que sería su muerte, volando en líneas enmarañadas sobre la gota de sangre apagada que tenía en su cabeza. Ella y otras tantas pronto serían dueñas de su cuerpo. Las sombras se fueron absorbiendo lentamente bajo las cosas hasta desaparecer al mediodía, mientras el ave se estremecía perdiendo la conciencia de a ratos, volviendo en si unas cuatro veces, en las cuales una descarga de adrenalina lo traía de vuelta a su miseria. Antes de las dos de la tarde sintió por última vez, sin saberlo, la esperanza de volver a volar. Fue al intentar mover el ala derecha, sin éxito, justo en el momento en que el cansancio mutó en un dolor abrumador en el lomo, donde se une con los huesos de las alas. Dos horas más pasaron, cargadas del angustioso alivio que produce la derrota. Ya no sentía miedo, e incluso fantaseó con el regreso del zorro que le había mezquinado el fin la noche anterior. Su respiración se había vuelto áspera y cada vez menos frecuente. Cerró los ojos un momento, y sintió la soledad que solo se siente al morir. Sintió también que el olvido, que nos come a todos, a algunos más lentamente que a otros (les advierto), lo devoraba, como un vacío en el pecho.
Al volver a abrir los ojos, un rayo de sol que lo golpeaba de lleno en el ojo izquierdo hacía unos minutos, le salpicó unas notas fugaces de sombra en movimiento. Por reflejo, giró su cabeza a la izquierda, que quedó levemente inclinada hacia el cielo, al apoyarla en una de las raíces que lo contenían. La nueva posición dificulta aún más la respiración, que ya era más bien un murmuro. Un momento después, un cardumen de sombras fugaces se deslizó por el suelo, por el lomo del pájaro y por la corteza del árbol. Algunas eran sonorizadas por ágiles aleteos, y pronto floreció el piar de la bandada de estorninos en una explosión de formas frenéticas, incontenibles, que se desplegaban frente a la mirada extenuada del que ya no pertenece a sus filas. Pudo ver su magia durante varios minutos, incluso después de haber alcanzado su punto más esplendoroso. La masa viva le hablaba, lo envolvía y lo sobrecogía. En su mente precaria, pudo ver por primera vez la línea sutil que unía todas las tardes pasadas con esta tarde, y sintió que el dolor, que seguía allí, ya no lo tocaba. El alivio ya no olía a derrota. Inspiró por última vez. Su vista se fue oscureciendo, pero nunca cerró sus ojos. Siguió contemplando el faraónico espectáculo del que alguna vez había formado parte. La distancia le mostró una belleza tal, que lo hizo sentir que existía algo más que las cosas de siempre. Pudo, en su último momento, verse a sí mismo en el vuelo de los otros, y sentir, en sus alas quietas, el viento que otras alas cortaban. Su alma, que siempre le había pedido volar, ahora le pide soltar. El vacío en el pecho se vuelve abismo, y suelta su último suspiro. Todavía duraba la tarde, y la bandada comenzaba a disgregarse. El sol aun reinaba en la roja mesa del ocaso.
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