Lleva decenios, probablemente siglos soportando incólume el peso de un cielo proclive al gris oscuro. Sus pilares, agrietados aquí y allá, sobrevivieron milagrosamente a los intensos bombardeos de la legión Cóndor, y sus portones de madera tachonada, sus blasones y filigranas vieron reflejarse en sus frías piedras el fuego y la sangre de los inocentes sobre el humo y los escombros. Sus huéspedes, disidentes, ladrones y curas, sufrieron en sus húmedas entrañas la impotencia de la masacre. Los gritos sordos de familiares y amigos, hasta entonces a salvo de las garras del mal en su inestable e imaginaria libertad. La ciudad ardió, se reconstruyó, curó sus heridas y olvidó. Pero el antiguo palacete, monasterio y cárcel a un tiempo, santo sepulcro del pecado, que sobrevivió al fuego y que se tambalea ahora, inseguro en el fango de las intrigas políticas del siglo de la demagogia, preside una superpoblada avenida peatonal, entre tiendas de ropa y telefonía móvil, sus viejos blasones y filigranas viendo desintegrarse de nuevo, más allá de la capa de humo y polución, una población que ya no se sabe a salvo de nada, en su inestable e imaginaria libertad. Sus portones son ahora furtivo urinario nocturno, pancarta de soflamas e invitaciones sexuales de toda índole y barra suplementaria para los bares asèpticos, inpersonales y monótonos que le cortan el paisaje. En sus piedras retumba el reggaeton y el fuego brilla (viscoso e indoloro pero tan dañino como entonces) reflejado en los rostros zombificados de los adictos a las pantallas. El estruendo de las bombas se pierde de cuando en cuando en la lejana voz de algún locutor de radio, huido en un descuido de alguno de los cientos de vehículos que vomitan a su vez el mismo humo tóxico de muerte y los gritos desgarrados de los presos de antaño son risotadas adolescentes, ebrias de paz al otro lado de alguno de sus vidrios rotos.

Pienso en ello antes de dedicarle una última mirada al salir de uno de los bares, ebrio también, pero de rabia y pena. Enciendo un cigarrillo apoyado en una de sus columnas y me alejo devolviendo al mundo un poco de su humo, esforzándome por retener en la memoria sus pequeños detalles, antes de que el olvido cambie la madera por el vidrio y los blasones por los letreros de neón. Réquiem por las viejas calles de mi historia.

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