Autor: Ricardo Salvarrey Arana
Desde su época de escolar sobresalía en su personalidad una modalidad retraída. No participaba de los juegos con sus compañeros. Ello le había valido el apodo de “loco Oviedo”.
En realidad, se llamaba Orlando de Oviedo y Castrillón, como se ocupaba de recalcar cuando le decían “Loco”. Ahora de adulto, invitaba a las nuevas amistades a su casa con un despliegue de bonhomía y versatilidad en la conversación que nadie le hubiera reconocido en otras épocas.
Por cierto, se esmeraba en agasajarlos con exquisitas carnes asadas y toda clase de comidas, propias de un gourmet. Todo transcurría normalmente y en agradable clima. Con el tiempo la amistad se acrecentaba, como es lógico esperar entre personas civilizadas.
Con Oliverio y Susana se esmeró mucho en todo el proceso. El aroma que desprendían las exquisiteces que estaba preparando, para la bella Susana y su amigo aquel día, hacía que los tres fueran de la cocina al living sólo para servirse más vino que había traído Orlando de su cava privada ubicada en el sótano de la hermosa casa.
Almorzaron aquellos alimentos exquisitamente preparados y el alcohol tuvo sus efectos después de un buen rato de ingesta. De pronto, Susana con aquel vestidito mini rojo, lleno de lentejuelas, empezó a besar a Oliverio y miraba a Orlando cada tanto, lo cual derivó en un trío en el cual, mientras ella besaba al que estaba sentado, el dueño de casa la penetraba por detrás.
Pronto aquel vestido desapareció y la pequeña orgía se desató. Orlando era muy consciente, pero sus contertulios ya estaban bastante alcoholizados. En ese momento, con un arma punzante Orlando mató de certera puñalada en el corazón a Oliverio primero y a Susana después. El número tres era clave para él. Esto significaba que, a la tercera vez que se reunía con los nuevos amigos, su mente pergeñaba el final de la amistad.
Ambos solo fueron parte de sus cenas solitarias, congelados y trozados en el freezer de la gran cocina que hacía honor al gourmet. En ese momento un aroma que era penetrante lo despertó de su sueño húmedo y conmovedor. Recordó -en medio de la nube que sentía en su cabeza-, que había dejado carne cocinándose en el horno. Su estómago lo sentía revuelto y a medida que fue tomando consciencia volvió a ser el Loco Oviedo de siempre, retraído en su pequeño departamento mono ambiente del centro de la ciudad.
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