−Tu padre no es pescador. Tu padre es el pescadero, y dice mi madre que, cuando va a la lonja, el gerente le pone más barato el pescado que no saca a subasta, y que luego él lo vende carísimo.

−¡Qué sabrá tu madre! De tanto andar metida en los fogones, se le recalientan los sesos y no puede pensar.

El narrador podría continuar con este diálogo porque se lo sabe de memoria. Todos los días, Sol y Elvira discuten, si no por el trabajo de sus padres, por cualquier otro tema. A veces, las manda callar, aunque casi siempre le ignoran. En estos casos, recurre a mí, al segundo narrador para continuar la historia. Me llamo Fernando, tengo quince años y trabajo en el palacio. Pensaba que cuando ahorrara mil o dos mil monedas saldría al exterior y conocería mundo. Les contaré parte de mi vida.

Mi habitación da a las cuadras y, lejos de lo que pueda parecer, me encanta que sea así. Gracias a un ventanuco sin cristales –sí, se cuela el frío y el olor a estiércol de los animales−, conocí a la princesa. Por las noches aparece en las caballerizas, acompañada por su doncella, para cepillar las crines de su alazán. Le habla al oído y el caballo se queda quieto, como adormilado. La primera vez que la vi, se asustó. Pero ahora somos grandes amigos. Si alguna vez nos cruzamos por el palacio, hace como que no me conoce. Dice que nadie comprendería nuestra amistad y puede que tenga razón. Un día, me contó un secreto.

Mi madre prepara las mejores viandas que se conocen a miles de millas alrededor. Yo no he probado otra que no sea su comida, pero no dudo de que así sea. Mi hermana Elvira se avergüenza de nuestra madre, por eso se enfada tanto cuando Sol la menciona. A ella le gustaría ser amiga de la princesa, pero las cocinas dan a la otra ala y por allí no aparece. Mi madre y Elvira duermen en un camastro que hay detrás del almacén. Allí no pasan frío, protegidas por el carbón que arde siempre en la cocina. Por la mañana temprano preparan chocolate y tortitas con las brasas de la noche. Mi madre, como soy el mayor, un día me contó un secreto. Pero no es el momento de revelarlo.

Apenas sé leer ni escribir. Aquí no lo necesito. Para limpiar las cuadras no son necesarias ninguna de las dos cosas. El primer narrador ha intentado enseñarme en varias ocasiones, pero no entiende que las letras y los números nada tienen que ver con los cepillos, el agua y el jabón. A él, en cambio, dice que le apasiona. No se lo cuentes a nadie, me confesó una vez, pero algún día escribiré un libro. Ya ven, todos quieren mantenerme callado como un sepulcro. El primer narrador, Sebastián, es el cochero segundo. Aguanta las discusiones de Sol y Elvira porque ellas le ayudan a limpiar los carruajes. Sol vive fuera de la muralla y su mayor ilusión es vivir en palacio. Sus ropas y ella misma huelen mal. La peste del pescado que trae a media mañana se le queda impregnada, pero ella no lo nota. Mi madre le lava la cara y le trenza el pelo antes de que se ponga a limpiar los coches. Le esconde una manzana, un pedazo de pan y queso en un bolsillo y después regresa corriendo con su padre. Madre no tiene.

El primer narrador dice que yo seré el protagonista de su historia, que me convertiré en su creación. Yo le contesto que me tendrá que leer su novela, que ya sabe que yo de leer ni papas. En cuanto me descuido, me repite lo del libro. Trato de evitarle, porque se pone bastante pesado, pero se acerca a las cuadras y se lía de cháchara conmigo. Tengo que trabajar, le digo, pero se ve que le agrada mi compañía.

La princesa, sé que no lo vais a ir contando, nunca será reina. Atando cabos, llegué a la conclusión de que podía ser verdad. Una noche de las que salió de sus aposentos para acariciar a su caballo, me reconoció que estaba enferma, que sus venas se atrofiaban día a día debido a un problema de la sangre. Para evitar una muerte dolorosa, no debe darle el sol. Por eso, le permiten acudir por las noches a acunar a su caballo favorito. Nunca ha cabalgado sobre él, pero se conforma con acariciarlo.

El cochero no es mi padre. De eso está bien segura mi madre. Me confesó que nunca había yacido con él, pero el primer narrador, tozudo, insiste en que yo seré su creación. De Elvira no comenta nada. ¿Y quién es entonces mi padre?, le pregunté sin ninguna curiosidad. De no haber sido por el primer narrador, yo jamás habría sido el segundo. Tu padre es el rey, pero no debes ir alardeando de ello. La princesa es oficialmente su única hija, pero por el bien del reino él nunca te negará.

Acompaño a la princesa cada noche. La luz de la luna, sobre su rostro cada día más pálido, me indica que el final está cerca. No sé leer, no saldré jamás fuera del palacio por muchas monedas que junte. Mi misión está intramuros. Seré el rey. Mi madre insiste en que seguirá cocinando para mí, que su vida gira en torno a los cacharros de cobre y los caldos, los asados, las verduras cocidas y el pescado fresco que le trae Sol por las mañanas. Asegura que seré un buen rey aunque no sepa leer. Ahora debo dejarles. El primer narrador reclama su lugar en este relato:

Fernando aprendió a leer y, en el lecho de muerte. el rey le entregó el trono. Ascendió a un servidor, cuyo relato leen (¿dónde quedó el libro?), a cochero primero y le reveló un secreto a voces: que le quería como si fuese su padre.

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