Eran las doce y diez cuando el chico de recepción corría asustado por el pasillo del cuarto piso. En cuestión de minutos los servicios de emergencias se hicieron paso entre el corrillo de curiosos clientes y los apenados trabajadores del hotel. En la habitación 404 se hospedaba el señor Macalister.
El señor Macalister, de unos sesenta años, era un fiel cliente. Desde que el hotel abrió, veinte años atrás, no faltaban cada mes de abril sus divertidas y esperadas apariciones. Le acompañaba su mujer, una elegante señora que se caracterizaba por una extrema y adorable timidez. Siempre se sonrojaba ante los piropos y bromas de su marido. Y es que el señor Macalister no tenía vergüenza, en el buen sentido. Intentaba hablar español sin saberlo, y ponía un tono muy gracioso al saludar a cada uno de los empleados con un “buenos días senior” o “seniorita”. También bailaba a todas horas, o al menos lo intentaba. Digamos que el ritmo y él no se llevaban muy bien, y lo sabía. Aun así, conseguía su objetivo, que no era otro que hacer reír a los demás. Sin embargo, desde hacía ya tres años, el señor Macalister no era el mismo. Había perdido su gracia, su vitalidad, y no era para menos. Su mitad ya no le acompañaba. Tras una rápida e imprevista enfermedad, su mujer perdió la vida. Y sin ella, Macalister perdió un poco de la suya, o más bien toda. Hasta convertirse en un hombre en blanco y negro.
Podría parecer que en sus últimos días el señor Macalister actuaba de forma extraña. Apenas salía de su habitación, la 404, aquella en la que había vivido momentos inolvidables con su mujer, pero, a decir verdad, nuestro protagonista encontró un motivo justificado por el cual encerrarse. Un motivo muy chiquitito que, por otra parte, posiblemente no creáis. Y, desde luego, no os culparé por ello.
Tres días antes de su muerte, justo cuando el sol empezaba a quitarse las legañas, Macalister, que, pese a estar en la cama, no dormía, escuchó un sonido desconocido debajo de esta. Se asomó, y cuando sus ojos se acostumbraron a la poca luz que mendigaba en la habitación, vio una pequeña ratoncita. Aunque eso no fue lo que más le llamó la atención, sino su color. Era una ratoncita colorada. Y él nunca había visto una. Él, y posiblemente nadie, pensó. Lejos de asustarse, le sonrió, y ella le devolvió el gesto moviendo lentamente la cola. Así estuvieron un buen rato, entre miradas y sonrisas, hasta que ella emitió un sonido que el señor Macalister interpretó como un “dame de comer, que estoy hambrienta”. Así que no lo dudó, se puso las zapatillas que encontró tiradas por la habitación y bajó a toda prisa al comedor.
Poco le importaba que la gente le mirase por ir con ese pijama verde, él estaba a otra cosa, y, además, bien cómodo. Cogió un plato e hizo la cola correspondiente para elegir bien el menú de su invitada. Un poco de esto, un poco de lo otro, y, por qué no, de eso también. Ah, y sí, si estáis pensando en queso, sí. Cogió queso, por supuesto, pero para sorpresa del señor Macalister, ya en la habitación, la ratoncita colorada lo rechazó. Y él le contestó con un “cómo no te puede gustar el queso, con lo bueno que está”. Entonces se recordó a sí mismo diciéndole esas exactas palabras a su mujer cada vez que iban a desayunar. Y volvió a sonreír.
Durante esos tres días, esa pequeña roedora colorada y el señor Macalister estuvieron juntos en todo momento. Incluso se atrevió a cogerla y posarla en su cama. Y le hablaba, le contaba toda clase de historias. Le soltó todas aquellas palabras que habían quedado mudas en su memoria desde la gran tragedia. Le habló de su niñez, de cuando vivía en Bristol y soñaba con ser un famoso cineasta después de ver Annie Hall, de Woody Allen, en el cine improvisado de su barrio. De los partidos de fútbol contra los macarras de Cardiff, que si ganaban era porque hacían trampas. De su amigo Dave, que decía que cuando te enamoras, te vuelves tonto. Y razón no le faltaba… También le habló de su juventud, y le contó aquella anécdota que cada trabajador del hotel había escuchado por lo menos dos veces. O tres. Y es que todos sabían que el señor Macalister había estado en la guerra, pero lo único que conocían de lo que pasó en ella fue que su compañero Ritchie se voló una mano por hacer el idiota con su arma imitando a Indiana Jones.
El señor Macalister se divertía contándole todo aquello a su invitada de honor. Pero la diversión dio paso a la melancolía al llegar al capítulo más importante de su vida. Ese en el que conoce a su mujer:
“La conocí por casualidad en la feria de globos aerostáticos. Bueno, si entiendes por casualidad el haberla visto el día anterior cruzando el Clifton Suspension Bridge y preguntado a mi amigo Dave, que, mira tú qué curioso, conocía a una amiga suya. Así que quedamos con ella y, después de invitarla a dos cervezas, la convencimos para que acudiese a la feria con mi futura chica. Lo dicho, casualidad.
Me cambié de ropa por lo menos siete veces, y aun así no me veía bien, pero el tiempo se me echaba encima y no me quedó más remedio que dejar de jugar a los modelitos. Por el camino Dave me preguntó algo que me puso de los nervios: ¿qué le vas a decir? Y, joder, no había pensado nada. Tú te crees. Así que le di vueltas al asunto y se me ocurrieron toda clase de presentaciones elegantes y seductoras que había visto en las películas de James Bond. Pero cuando la tuve delante, me quedé en blanco. Y tartamudeé, joder, vaya si lo hice. Yo, yo, yo, ho-ho-la soy… Un pringado es lo que soy, pensé. Sin embargo, ella se echó a reír. Y te juro que al oír esa risa supe que quería escucharla toda mi vida”.
El señor Macalister siguió contándole la historia de cómo “engañó”, cariñosamente dicho en sus palabras, a aquella preciosa chica para que se convirtiese en su mujer. Se le iluminaban los ojos al hablar de lo guapa que era, de sus manos, de sus piernecitas, de ese culete respingón, de su larga y suave melena, y, sobre todo, de lo graciosa que se ponía cuando movía la nariz de un lado a otro al ponerse nerviosa. La ratoncita, que parecía disfrutar de cada palabra que salía del corazón del señor Macalister, reaccionaba cada cierto tiempo frotándose las patitas y haciéndole reír. Él lo entendía, y seguro estaba de ello, como un “cuéntame más”.
Y así fue hasta la noche de su muerte. El señor Macalister se quedó dormido junto a la ratoncita mientras le contaba aquel viaje que hizo junto a su amor por Oporto. Ese viaje en el que confundieron su maleta con la de algún irlandés sin gusto y tuvo que ponerse, durante unas horas, una camisa digna de Austin Powers al son de las risas de su mujer. Y entre las calles de Oporto, cogido de la mano de su esposa, el señor Macalister cerró los ojos. Para siempre.
Sobre las doce del mediodía un vehículo esperaba en la entrada del hotel. Era el taxi que debía encargarse de llevar al señor Macalister de vuelta al aeropuerto. Tras unos minutos, el taxista, cansado de esperar, preguntó al recepcionista, que, extrañado, llamó una y otra vez a la 404. Pero nada. No hubo respuesta.
Minutos más tarde, el señor Macalister salía en camilla cubierto por una tela blanca. El silencio se apoderó del pasillo y solo el ruido del ascensor acabó con él. Finalmente, ya en el hall, su cuerpo desfiló por última vez frente al mostrador en dirección a la salida. Y al llegar a ella, las puertas automáticas se abrieron dejando paso a unos peculiares rayos de sol. Entonces uno de los enfermeros pisó uno de los bordes de la tela dejando el rostro del señor Macalister al descubierto.
Pero lejos del drama que podría esperarse ante tal inoportuna (o no) torpeza, los presentes se miraron sorprendidos. En escasos segundos cada uno de ellos dibujó una sonrisa al ver la cara de felicidad que el bueno de Macalister dejaba al mundo. Y es que esa luz primaveral besaba cada uno de sus poros dándole un tono distinto a su piel. Un tono rojizo.
Y mientras tanto, en la habitación 404, un pequeño ratoncito colorado se acercaba poco a poco, pero firme, a su amada.
OPINIONES Y COMENTARIOS