La pequeña vendedora de mangos

La pequeña vendedora de mangos

Martha Pickard

19/01/2018

Nací y viví hasta los 10 años en una antigua casa, fabricada en bajareque y ladrillo, ubicada en el barrio San Antonio de la ciudad de Cali, Colombia. Vivía con mi madre quien se iba temprano en las mañanas y regresaba cuando yo ya dormía; casi todo el tiempo permanecía sola.

Durante esa época no tuve ningún tipo de control ni educación; me la pasaba calle arriba y calle abajo, pedía limosna, mendigaba por comida y robaba frutas.

Iniciaba mi día de aventuras dirigiéndome a mi lugar favorito de la ciudad, la colina de San Antonio, en donde de manera majestuosa está construida su antigua Capilla.

Me instalaba en las gradas, estilo barroco, de este sitio pidiendo limosna a los parroquianos que sin falta llegaban para participar de la primera misa. Era llamada la hermosa cara sucia; la gente decía que mis ojos verdes eran envidiables.

Muchas personas pasaban por aquí, como la vieja gruñona con su piel tan blanca cual algodón. Ella siempre llegaba acompañada de una bella mujer, quien muy afectuosa me sonreía guiñándome el ojo con disimulo y era mi más fiel compradora de los manguitos, que yo robaba de los árboles plantados alrededor de la colina mientras los feligreses escuchaban el sermón del día.

Al terminar la ceremonia yo tenía lista una canasta con la dulce fruta; me sentaba de nuevo en las graderías y empezaba a ofrecerlos:

-Manguitos, manguitos, venga pues cómpreme los manguitos, amarillos como el sol y dulces como el azúcar.

-¿A como los vendes? -me decían los posibles interesados.

-A diez centavos, deme un peso y se los lleva toditos.

La bella mujer, acercándose presurosa, tomaba mi mano y me dejaba un hermoso billete de un peso, mientras se las arreglaba para llenar su gigantesca bolsa con la deliciosa fruta.

-Muchas gracias doñita, que mi diosito lindo me la bendiga y me le multiplique todo su dinero.

Llena de alegría, yo salía corriendo entre la multitud mientras el párroco enfadado me gritaba desde lo lejos:

–Atrevida muchachita, regresa ese billete a la dama o al menos ofrécelo para la limosna del día.

-Vea padrecito, no se preocupe tanto que usted ya recogió suficiente dinero para dárselo al patroncito de allá arriba –le decía.

Muy victoriosa me dirigía hacia otro de mis lugares favoritos, la panadería La Baguette. El dueño del local me conocía porque siempre llegaba a comprar una bolsa de pan y una soda de manzana.

-Llegó la niña de los mangos –le oía decir con su jocosa voz- ¿qué aventuras le tocará vivir hoy pues?

Como de costumbre me ofrecía gratis un pastelillo de mantequilla de maní y una salchicha.

-Aquí tiene su dinero señor y me da mi cambio rapidito que se me hace tarde para ir a visitar al hombre congelado, ese que se sostiene en una espada y que cada vez que lo miro me señala un punto de la ciudad que todavía no he podido encontrar.

-¿Te refieres al monumento a Sebastián de Belalcázar?… -me preguntaba el panadero con su bondadosa sonrisa.

-Ese mismito y ¿sabe qué? algún día voy a encontrar el lugar exacto que él me indica.

Con firme decisión me bebía toda la soda; guardaba la bolsa con mis panes, salchicha y pastelillo y me iba cantando. Aprovechaba la soledad de algunas calles, para timbrar en las puertas y salir corriendo como alma que lleva el diablo, hasta que llegaba a la otra colina en donde se alza la famosa estatua.

En este lugar pasaba el resto del día; jugaba con los niños que llegaban de diferentes escuelas en plan de visita histórica; me mezclaba entre los turistas y les ofrecía tomarles fotos con sus cámaras para lo cual me había vuelto bastante hábil. Algunos de ellos me daban algunas monedas y acariciaban mis cabellos con cierta tristeza.

Un día llegó la policía; les escuché decir que estaban verificando la seguridad en los barrios aledaños. Uno de ellos me tomó con brusquedad del brazo diciéndome:

-Por fin te atrapamos pequeña condenada; el cura de la Capilla ya nos tenía advertidos de una niña desaliñada, con la cara sucia y de ojos verdes que roba fruta de los árboles de la colina y acosa a los turistas para tomarles fotos.

-Pero es que esos arbolitos no tienen dueño y a esas personas les estoy haciendo un favor -algo enojada le respondía.

El policía molesto me preguntó:

-¿Dónde está tu familia?… ¿quién responde por ti? deberías estar en la escuela educándote y no en las calles pidiendo limosna y robando.

Ese día terminé en una comisaría. Intentaron ubicar a mi madre sin ningún resultado y me llevaron a un hogar de paso.

Viví durante un año en ese lugar, extrañando el olor de las colinas con sus verdes pastos y los árboles de mangos; las calles empedradas y la sensación del polvo en mi piel; las casitas pintadas de vivos colores y los timbres en las puertas con los que me sentía una diablilla.

Fui adoptada por la bella señora quien, durante ese tiempo, me buscó después de advertir mi ausencia en las afueras de la Capilla de San Antonio. Nadie le daba razón de la pequeña vendedora de mangos y cuando murió la vieja gruñona, quien era su abuela, ella contrató un detective para localizarme; legalizó toda la parte de la adopción y me llevó a vivir a Bogotá con el resto de su familia en donde fui acogida con muchísimo amor; recibí apropiada educación y terminé mi carrera en Biología.

Nunca supe que pasó con mi mamá biológica y hoy, después de 35 años, regresé a mi ciudad natal; recorrí aquellas calles empedradas; visité la Capilla de la colina; me senté sobre la verde hierba y observando hacia el horizonte descubrí que el punto que el monumento a Sebastián de Belalcazar señala con su mano es la salida al mar… justo el lugar desde donde tomaré un barco para viajar rumbo a mi nuevo destino y como toda una Bióloga Profesional.

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