Años de silencio

Años de silencio

Inma Torres

03/12/2017

Recuerdo que crucé la entrada del aeropuerto con una pequeña maleta de mano. En su interior mis pertenencias estaban desordenadas, como mis pensamientos tras recibir la fatídica noticia. Me separaban tres mil kilómetros de mi destino, un trayecto que sólo antes había recorrido con billete de ida.

El taxi que tomé a mi llegada me dejó en el camino de la entrada. Me abrió la puerta la entrañable Aurora, la eterna sonrisa que recordaba había sido sustituida por un rostro con la mirada perdida. Seguí a la inseparable amiga de mi abuela por el largo pasillo hasta la sala de estar. Me senté en el sofá junto a ella, había llegado un día después de que todo hubiera pasado y el ambiente solo invitaba al silencio. La luz crepuscular comenzó a cubrir la estancia de un tono azulado y me di cuenta que había transcurrido mucho tiempo desde la última vez que había pasado una noche en aquella casa. Tras unos minutos decidí levantarme y acercarme al gran mueble que presidía la sala. Sobre sus baldas se agolpaban los objetos, símbolo de que los recuerdos de toda una vida habían ganado la batalla a una cuidada decoración. Paseé mis dedos por cada figura de porcelana, por cada libro, por cada portarretrato, permitiendo a mi mente atraer momentos ya olvidados. Entre los tomos de una vieja enciclopedia se encontraba un álbum de fotos que llevaba mi nombre. Lo abrí con cuidado, como si mi infancia pudiera escapar de entre sus páginas. Era un álbum incompleto, aún le quedaban hojas en blanco. Quizás ese espacio había sido reservado a los acontecimientos que la tradición esperaba de mí.

Sólo tenía cinco años cuando me fui a vivir a casa de mis abuelos. Mis padres murieron en un accidente de tráfico, resultado de la fatal suma de vino y cansancio. Hacía ya quince años que mi camino se había alejado de mi pueblo natal, dejando atrás días de sol, de olor a jazmín y caras conocidas por las calles. Fue una decisión tomada bajo los hipnóticos efectos del amor. Sin embargo, la decepción tardó poco en llamar a la puerta, en escasos meses fui reemplazada por una chica rubia. Me quedé en un lugar de lluvias intermitentes y sol tímido donde mi corazón tardó algún tiempo en volver a ser habitado. La incapacidad de mi abuelo a aceptar mi historia de amor me mantuvo alejada de casa, aun después de que falleciera hace algunos años.

Regresé al sofá, desde la ventana podía escuchar el sonido del río que corría tras la casa. Cuando era niña pasaba horas cruzando una hilera de rocas que unían las dos orillas. Abría los brazos en cruz y avanzaba decidida intentando no perder el equilibrio. Quizás ese pueril entretenimiento se puede asemejar al transcurso de la vida. Día tras día, como roca tras roca, debes avanzar firme sin que te hagan caer los inesperados embates que van llegando. Sin embargo, la muerte de mi abuela fue un golpe tan duro que me derrumbó e hizo que me precipitara al río.

Arrepentida de no haber regresado antes no pude poner freno a mis lágrimas. Aurora me dejó llorar un buen rato contra su pecho. No era la primera vez que había encontrado consuelo en ella. Crecí con su presencia en casa. Aurora y mi abuela se conocían desde niñas. Aurora enviudó muy joven sin haber tenido descendencia. Nunca rehízo su vida, la cual transcurrió entre interminables tardes de café y charlas con mi abuela alrededor de la mesa camilla.

Cuando conseguí calmarme un poco, Aurora se separó de mi lado. La vi perderse por las escaleras que subían a las habitaciones. Tras unos minutos oí su voz desde la que había sido la estancia de mis abuelos. Acudí a su llamada. Me llevó algún tiempo acomodar la vista a la tenue luz de la habitación. Sólo la lamparita de la cómoda estaba encendida. Las blancas e inertes paredes que recordaba se habían llenado de fotografías de mi abuela junto Aurora. Comencé a avanzar por la estancia, en un principio desconcertada; un desconcierto que fue desapareciendo con cada paso que daba. Todo comenzó a cobrar sentido. Aurora permaneció junto a la puerta en silencio, no necesitaba sus palabras para confirmar un amor disfrazado de amistad a lo largo de toda una vida.

Sólo había contactado con mi abuela en escasas ocasiones en estos quince años. Las conversaciones se habían quedado en superficiales preguntas. Nunca manifestó su desacuerdo, aunque yo lo asumí por completo. Era una mujer de costumbre, arraigada a una vida tradicional. Ahora sé que nunca la conocí. Ahora sé que ella vivió su propia libertad dejándome marchar.

Bajé las escaleras sumida en mis pensamientos. Había llegado el momento de seguir mi camino, de continuar avanzando por la hilera de rocas. Pero ahora con la mano de mi abuela ayudándome a mantener el equilibrio. Sabía cuál debía ser mi primer paso. Recorrí el pasillo hacia el recibidor y tomé mi bolso. Saqué de mi cartera una fotografía con mi pareja que merecía un lugar mejor. Me dirigí de nuevo hacia la sala de estar y tomé el álbum de fotos que había dejado sobre la mesa. Coloqué la fotografía en una de las hojas en blanco. Busqué con la mirada a Aurora, quien me observaba desde los pies de las escaleras, y le dije que regresaría con Rose para seguir rellenado mi álbum de recuerdos.

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