Fuè una tarde de julio, mientras la leña crepitaba en la chimenea y en el parque caía una precipitación tenue, mitad lluvia, mitad nevisca .La tía Emilce se acercó al mullido sillón donde yo descansaba luego de una agotadora jornada de trabajo.
-Conocés a esta botella?-dijo
-No , la verdad que no, solo leo que en la etiqueta dice » Long John old whisky», tía- alcancè a decirle con mi pésima pronunciación del inglés
-Este botellón tiene una historia larga , digamos que forma parte del acerbo familiar, Horacio.
La tía se sentò frente a mi, en un sillón idéntico al que yo estaba y me relató lo que sigue:
-La compró tu finada madre, hace varias décadas, la pagó con su primer sueldo de maestra, mi hermana tenía apenas veinte años por entonces.
Mientras la tía me contaba esta historia familiar, noté que se restregaba con fuerza las manos huesudas, quizàs para espantar el frío que calaba los huesos.
-Resulta- prosiguió- que con ese sueldo inicial quiso agasajar a su padre, o sea a tu abuelo, que tanto la había ayudado con aquella carta para conseguir su primer empleo, entonces le regaló la botella , aunque no reparó que él no bebía whisky.
-Claro- repliqué- en esta familia nadie tomaba whisky.
-Es por eso, que esta botella sobrevivió tantos años en la vitrina, si te ponés a pensar, sucedieron mil cambios en la familia, tu hermano Luis se casó, tuvo hijos, se murieron la abuela Marta y el abuelo Juan , vos te jubilaste del banco y pusiste la librería , mientras todo eso ocurrió, la botella se mantuvo íntegra, como invicta al paso del tiempo – al momento que esto decía, la tía Emilce colocaba la botella del licor escocés entre mis manos.
-Llévala, ahora es tuya
– Gracìas, es un gran honor, tía
-Quiero que la tengas vos, yo ya voy por los noventa y dos años y creo que mi hora se acerca, estoy empezando a desprenderme de estas reliquias familiares, a Luis ya le entregué la lapicera de plata del tìo Norberto y tu prima Juana se llevó la medalla de la virgen milagrosa de la abuela.
Le agradecí dándole un beso en la mejilla, noté que mi tía tenía los ojos húmedos, como reteniendo el llanto.
Esa fuè la última vez que hablé con ella. Dos días después la señora que la cuidaba, al regresar de hacer unas compras la encontró sin conocimiento, echada en el piso al lado de su sillón favorito.
Internada de urgencia,la tía sobrevivió un par de días en terapia intensiva, Carmen y yo fuimos a visitarla, pero solo nos dejaron verla detrás de un vidrio opaco por apenas quince minutos. Finalmente el jueves pasado, mientras charlaba con unos clientes, sonó la campanilla del teléfono, una voz grave de mujer me citaba de urgencia al sanatorio, por el tono proveniente del otro lado de la línea no fué difícil adivinar que había ocurrido.
El doctor Santander, su médico personal por más de treinta años me tomó por los hombros diciéndome:
-Hicimos todo lo posible, lo lamento en el alma, usted bien sabe como yo quería a su tìa, Horacio, fue una neumonía que derivó en una falla multiorgánica, y su gastado cuerpo no alcanzó a responder a nuestros tratamientos.
Hoy que han pasado casi tres meses y que la tía es un recuerdo, y sus ojos celestes me miran desde el retrato que descansa en la mesa de luz, leo sus apuntes de profesora de música y evoco el virtuosismo y la emoción con que interpretaba al piano a Bach y a las polonesas de Frédéric Chopin.
Tambièn siento que su sombra bondadosa me cobija, cada vez que paso frente a la vitrina y miro de soslayo ese botellón de añejo whisky escocés que nos va a sobrevivir a todos.
(A la memoria de mi tía Lyda que seguro estará habitando algún pentagrama.)
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