Mi madre me ha comprado pistachos. En casa quedaba la mitad de la bolsa, pero siempre es mejor tener repuesto de pistachos. No hay ni un solo día que no coma pistachos. Cuarenta y cinco, para ser exacta. Esa es la recomendación que hacen Hola!, Okdiario y montevideo.com. Idolatro los pistachos como un cristiano idolatra a Jesús, como un argentino rinde culto a Maradona. Los idolatro por tres principales razones. Primera razón (la más obvia): están sublimente deliciosos. Segunda razón (más cardiológica): reducen la mortalidad. Tercera razón (más prosaica): son divertidos. Entendámonos. No es que los pistachos sean dicharacheros y chistosos como una persona que disfruta de la vida antes de que le diagnostiquen cáncer. No. Ya sé que son seres inanimados, pero unos están abiertos, y otros, están cerrados. Como los bares, los bivalvos y/o las personas. Me fascinan estas dicotomías. La volubilidad de las decisiones que conforman tu destino. Abierto: premio, disfrute, gozo. Cerrado: sorpresa-lucha-rendición. El proceso de la vida resumido en una apertura de pistacho. También me gusta que sean verdes. También me gusta que sean de Irán, que suena muy exótico. También me gusta que sean realfooders porque los hace un perfecto snack cuando a la una de la tarde mi cuerpo permuta en una abstracción de pura ansia. Es el único ansia que mantengo desde que dejé de ser gorda. Junté todas las ansias y las agendé a la una en punto de la tarde en el google calendar. Los días que mi ansia está, véase caprichosa, véase glotona, véase premenstrual, unto los pistachos en hummus. Hummus, por supuesto, del Mercadona. ¿Por qué? Porque es soberbio. Segundo ¿por qué? Porque es un buen procesado. ¿Me gustaría untar el hummus en pan? Obvio, pero no como gluten desde el cinco de Noviembre de 1998. Ese fue el día en que mi madre volvió de un retiro chamánico en Albacete. Fue a Albacete a encontrar respuestas para empezar a vivir su vida con determinación, tener un propósito claro y ser capaz de liderar su destino. La única epifanía que consiguió de la ayahuasca fue una prohibición alimentaria para toda la familia. En mi casa se instaló el veto a lo blanco. Lo blanco es malo. Lo blanco es inferior, al contrario de lo que se piensa de las personas. El azúcar, el arroz, el pan, la pasta, en definitiva, cualquier alimento que tuviese entre sus componentes una ínfima parte de trigo, desapareció de nuestra alacena. Incluso la sal fue desterrada de nuestras vidas. No se volvió a sazonar la comida hasta que se puso de moda la Sal del Himalaya, que por rosa y por budista, se ganó un salvoconducto directo a nuestros platos. Aquella fue una temporada sosa en paladar pero emocionante en cuerpo. En esos años el estraperlo, para mí, fue una actividad habitual. Colaba molletes, lenguas de gato, galletas príncipe, phoskitos, y en alguna ocasión, conseguí introducir un cacho de empanada. La empanada era peligrosa. El olfato de mi madre, como el de un perro entrenado para buscar droga en un aeropuerto, rastreaba los hidratos de carbono a un kilómetro a la redonda. La empanada era complicada, pero con cinco bolsas de plástico, un buen sellado de cinta carrocero y unas gotas de árbol del té, conseguí que mi padre tuviese un trozo de bacalao con pasas en su cincuenta cumpleaños. En alguna ocasión tuve que amenazar a mi padre por su poca puntualidad en los pagos. Algunas noches se marchaba a dormir a casa de mi abuela, a exactamente cuarenta y tres kilómetros de distancia, por miedo a las represalias. No era una niña especialmente violenta, pero me había visto ganar las suficientes competiciones de karate como para temer un combate cuerpo a cuerpo. A mí el karate me importaba más bien poco, lo que me apasionaba, como a mi madre, era el profesor: Eiji Tomita. El primer japonés que tuvimos en Ourense. Al principio pensamos que era un extranjero con mucha propensión a los orzuelos. Esa mentira quedó inválida cuando se acostó con la primera casada, que por suerte resultó ser médica de cabecera, y reseñó a las demás la salud de su mirada. Eiji abandonó Japón siendo una persona y al llegar a Galicia se convirtió en un recurso natural. Muchas mujeres resistieron la agónica rutina del matrimonio por los coitos que gozaban con el Señor Tomita en los vestuarios del gimnasio. Entre esas mujeres que gozaron con Tomita estuvieron mi madre, y unos años más tarde, mi hermana, que siempre ha tenido muy buen ojo para los hombres. Con dieciséis se enamoró del homosexual de la clase. Con veintiuno se acostó con un hombre que se había follado a su madre. Y ahora, a sus treinta y siete, tiene una relación secreta con un cura. Se podría decir que es una mujer adelantada a su tiempo, pero también se podría decir, con mayor certeza, que es gilipollas. Vive idiotizada en la tragedia de una pasión mucho menos atractiva que la del Pájaro Espino. El cura tira más a Mariano Rajoy de joven que a Richard Chamberlain. Ella no está mal, pero sin duda, yo siempre he sido la guapa de la familia. He salido con la genética gallarda de los Pereira: ojos verdes, piel blanca, cabellera negra. Pena que esté más loca que un cencerro, eso exhala mi madre a sus amigas cuando se desahoga por teléfono. El odio que me tiene mi madre empezó dos días después de mi nacimiento. En cuanto perdí la rojez característica de los cuasi fetos, percibió mi madre que mi fisionomía y mi estructura ósea superaban con creces su belleza. Ella, que llevaba fracturando corazones desde 1969. Yo, llorosa en mi cuna esperando su leche, solo le recordaba su fecha de caducidad. Aumentó su odio hacia a mí a cuando a los dieciséis años un médico certificó con rotundidad la debilidad de mi mente. Y se instaló para siempre entre nosotras cuando mi padre, por una decisión mal tomada, murió atropellado por un autobús urbano. Y así, en la casa de Curros Enríquez número ocho, quedamos en multitud las dos. Ella cargando con mi existencia. Y yo, a cuarenta y cinco pistachos de la cordura.
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