Doy fe de que con los años vamos recordando con más frecuencia a los que nos dejaron. Y ciertamente, desde que cumplí los cincuenta, me acuden recuerdos de la infancia que van calando como la lluvia fina y son el pijama que envuelve mi piel antes del sueño.
Hay una persona a la que añoro especialmente, Kika, mi segunda madre. Estuvo trabajando en casa hasta que se jubiló cuando yo tenía doce años. Para mi hermano mellizo y para mí, su marcha fue el primer bofetón que nos asestó la vida anunciando el final de la infancia. A partir de la partida de mi compañera de habitación creo que me fui haciendo el insomne que ahora soy.
Son muchos los recuerdos que poblaron mi niñez junto a ella. Si cierro los ojos puedo oír con claridad meridiana la voz radiofónica de Doña Francis acompañando sus tardes en la cocina mientras preparaba los bocadillos para la merienda. Recuerdo sus manos regordetas untando foie gras sobre el pan casi como si las pudiera tocar con las mías. No puedo disociar de mi infancia la maravillosa tarta de zanahoria que endulzaba las mañanas de los sábados. Era una receta sencilla con una base de caramelo sólido sobre la que se colocaban unos bollos suizos del día anterior humedecidos con un poco de leche y por encima, la mezcla de zanahoria, azúcar y coco rallado. Cuando evoco su sabor, mi boca segrega saliva esperando saciarse de infancia. El caramelo crujiente con el bizcocho jugoso era una explosión astral en mi paladar que me elevaba a lo más alto. A mis padres les hacía gracia ver cómo se me transformaba la cara. Junto a la tarta, dejaba dos piruletas del caramelo sobrante sobre la encimera de mármol para deleite y sorpresa nuestra.
El café de puchero recién hecho, el arroz con leche reposando en la nevera, las patatas viudas, el gazpacho con su inconfundible sabor a pan que nos bebíamos al subir a casa después de una divertida mañana en la piscina, la fragancia empalagosa de la laca fijando su pelo cuando se arreglaba para ocasiones especiales, como el día que celebramos nuestra Primera Comunión. Su mesilla de noche con la Virgen de la Ribera velando sus sueños, la dentadura postiza en un vaso de plástico, su reloj de pulsera con la esfera violeta. Fue una infancia de familia numerosa y fuego en el hornillo, del panadero llamando a la puerta, de remiendos en la ropa y los zapatos y muñecos sobre cajas de cartón viajando por un mundo imaginario. Un bodegón de elementos dispuestos en orden para sentirse seguro y soñar feliz.
A la edad de cien años, Kika apenas veía y se protegía con unas gafas de sol ahumadas. Sentado junto a ella, cogido de su mano, se quitó las lentes sonriendo para que nunca me olvidara de sus ojos y bien sabe Dios, que no me olvido y que muchas noches recurro a su mirada buscando consuelo, como cuando me abrazaba a ella reposando mi cabeza a la altura de su vientre mientras le decía: «quiero estar siempre contigo».
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