El Cuarto

El Cuarto

como un arquitecto deslucido

consume mis horas

entre sus cuatro paredes.

Mi mente imagina

las caricias del amanecer,

abriendo intersticios

y persianas inexistentes

en la superficie de sus muros.

Ríos eléctricos,

lenguas de fuego,

voraces monstruos,

flagelan diariamente mi cuerpo endeble.

En un esfuerzo supremo,

en el techo del Cuarto,

al dibujar corceles luminosos

vuelan recuerdos e ilusiones,

y la tristeza y el dolor

se desvanecen en el espacio.

Acurrucado en una esquina

de este siniestro cubículo,

cotidianamente mi memoria

vagabundea como un atrevido fantasma.

Llegan las sombras,

ataviadas de tinieblas;

pesadas botas,

herrumbrados eslabones,

que encadenan mi vida

a los más profundos abismos.

Estos seres oscuros

carcomen como hambrientos buitres,

enfundados en telas,

color verde oliva,

cada uno de mis pergaminos

y se arremolinan en movimientos brutales

respirando en mis oídos

con el calor de las bestias.

Inundan mi historia

con los más terribles personajes,

y esparcen en este pequeño Cuarto,

los resentidos y compulsivos engendros

que pueblan sus mundos.

Ese es mi Cuarto;

mosaico frío y desolado,

nido de aves sin alas,

donde ruedan sin cesar,

aplastando mis sentidos

los desiertos y las mesetas más inhóspitas.

Aún en el centro de mi pecho

cobijo mil historias,

y permanecen anclados

miles de barcos con velas henchidas

qué, por la ferocidad de mi espíritu,

por su extrema potencia,

recorren impacientes todos los océanos.

Esos territorios, para ellos,

son totalmente inexpugnables;

es una muralla mágica,

una acorazada fortaleza,

donde nadie puede llegar.

Mi Cuarto tiene

una puerta de madera oscura,

sin ventanas,

sin mirillas,

sin mundos del otro lado,

sin cerradura

y eternamente blindado.

En las caras del Cuarto,

los hijos de la humedad,

fabrican seres descascarados y de tez amarilla

qué forjados en múltiples facetas,

comparten mis relojes biológicos,

anidados en el calor de mis recuerdos.

A veces, tras los muros del Cuarto,

resuenan como martillos en un yunque,

susurros y frases desdibujadas

provenientes de otros cuartos linderos.

Ahí,

pareciera que mi soledad

sembrara mínimas alegrías

y un dejo de humanidad

provocara sensaciones ya olvidadas.

Mi Cuarto es un cofre,

donde atesoro las ilusiones;

en sus entrañas,

en el centro feroz de su existencia,

construyo castillos victoriosos

donde corren alegres las voces de mis hijos

y el perfume inolvidable de Ana,

mi compañera de siempre.

Eran otros tiempos.

Eran otros Dioses.

Era el amor.

Cierto día en el Cuarto,

solo quedaron soledades.

En el epicentro,

de una locura desatada sin razón,

mi humanidad marcó sangrante

el oscuro piso tallado en violencia.

Atrás quedaron morando,

en mi rincón preferido,

las inviolables señales

de una historia para nunca olvidar

y el arcón de todos mis sueños.

Dirigí mi última mirada al Cuarto.

Con mis pupilas quise blanquear

sus siniestras paredes,

pero en la tierra,

no hay pinturas que cubran

y recubran tantos parajes,

sedientos de vida.

Ese día en el Cuarto,

cuando se escucharon unos pasos autoritarios

que arrastraban un cuerpo sin vida

la única luz que parecía existir,

era el brillo deslucido de unas botas negras.

Sin embargo,

cuando el taconeo se fue diluyendo en la distancia,

mi rincón preferido se vistió de amaneceres.

Mi espíritu,

en el centro de la esperanza,

giró como un invisible planeta,

prendiendo estrellas y constelaciones.

En las cuatro paredes del Cuarto

a través de las rendijas,

atravesando persianas inexistentes,

que mi mente alguna vez creó,

huí liberado por los senderos del tiempo.

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