Aquel año, la cosecha fue espectacular.
Los meses brotaron de forma imponente y asombrosa: resplandecían como pequeños satélites terrestres. Al retirar la corteza de un verde amazónico, se escondía un delicioso fruto rojo sangre ardiente de dulzura.
En su interior, cada uno albergaba sus respectivas semanas, más tiernas y jugosas de lo que nadie alcanzaba a imaginar. Y aunque parecía un verdadero milagro, todas ellas lograban superar con creces a la anterior resultando aún más exquisitas.
¡Y qué decir de los días! Había para todos los gustos: un poco más dulces para los más golosos, con un punto extra de acidez para los que así los preferían. Pero todos, sin excepción, absolutamente irrepetibles; quien probaba el primero, ya no podía parar hasta agotar cada una de sus horas: estas se derretían en el paladar nada más degustarlas, quedando solo los minutos, los cuales se extinguían dejando un cosquilleo de placer que dormía de forma instantánea todos los sentidos, para, enseguida, volver a despertarlos.
Solo entonces podía notarse el paso de cada uno de los segundos: tan increíblemente refrescantes que casi lograban saciar la sed de toda una vida.
La cosecha fue tan espléndida que todo el mundo quiso exprimir al máximo su limitado y precioso tiempo: algunos decidieron ahorrarlo para conservarlo en el futuro, echando a perder de forma irremediable sus propiedades naturales; otros lo engulleron con ansiedad, sin disfrutarlo ni saborearlo y quedándose con un mal sabor de boca del que tardarían en librarse unas cuantas cosechas.
Solo aquellos que decidieron compartirlo con sus seres queridos, o con los más hambrientos y necesitados de tiempo ajeno, lograron saborear, totalmente por sorpresa, la más deliciosa de las sensaciones: un exquisito regusto final que permanecía tras la ingesta y que iba invadiendo las papilas gustativas en una serie de oleadas hasta llegar a una especie de cénit en el que se reproducían, uno a uno, todos los sabores y sensaciones que les había regalado la cosecha, pero de forma más intensa y duradera.
«Quien lo probó lo sabe», contestaban los afortunados al ser interrogados al respecto, sin terminar de salir de su asombro.
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