Colores y cuerpo ya no tienen el sentido normal que deberían. La liviandad protagoniza y la escala de grises toma parte. El verde y azul pierden segundo a segundo su apariencia viva para cambiarla por un gris que me hipnotiza. Me muevo del tendido hacia la hierba y el tacto se multiplica por mil: siento cada punta de las hojas, piedras y tierra chuzándome y tallándome la espalda. El agua vibra y lo único que escucho es un sonido libre de interferencias. Me levanto, salto y las vibraciones se intensifican. Ya no camino; levito. Me quito la ropa y empiezo a caminar más y más rápido por la montaña. La fuerza y la energía me poseen y me animan a seguir subiendo cada vez más y más arriba. Encuentro potreros y corro a través de ellos. Grito y sigo saltando. Siento las nubes en las manos y todo continúa intensificándose. No alcanzo a distinguir si realmente duermo o no porque mi consciencia parece estar despierta, sintiendo y pensando por mí. Pasan los segundos y los minutos. Noto que ha comenzado a anochecer, así que inicio el descenso hacia donde estaba antes de llegar a lo alto de la montaña. Camino y camino, pero mis pasos no alcanzan la velocidad que exige el tramo que necesito recorrer. No llego y mi lejanía crece con la oscuridad. El miedo me recorre. El camino se hace larguísimo y siento que pasan días, incluso semanas, pero no termina el trayecto. Ahora el llanto es el protagonista y la oscuridad me absorbe. No paro mi descenso, hasta que por fin veo a lo lejos el lugar de partida coronado por un árbol de guayabas y aligero el paso. Vuelvo a saltar. Me caigo, pero sigo y finalmente llego. Veo los mismos árboles de antes, pero todo se me hace extraño, como si faltara algo, así que comienzo a dar vueltas con el fin de encontrar algo que me haga sentir seguro donde estoy. No lo consigo. Me bloqueo, me siento y empiezo a pensar. Me invade de nuevo el miedo y grito; y salto; y pateo; y lloro. Siento que no acabará esta extrañeza. Camino hacia el río, me mojo la cara, tomo un sorbo y me acuesto en las piedras. La oscuridad es total, igual que mi cansancio. Vuelvo a sentirme adormecido y empiezo a caer en un abismo. Un agujero sin fondo que me engulle. Caigo y caigo, pero nunca llego al fondo. Pierdo el rumbo y ya no hay nada; no queda nada. Pasan los meses y sigo cayendo. Pienso en mi familia, amigos, literatura, música, ciencia. En todas las personas conocidas y en las cosas vividas. E, indescriptiblemente, la caída comienza a detenerse y el agujero se desvanece…

Despierto sobresaltado, me incorporo y miro a mi alrededor. Todo cobra sentido a la luz de un atardecer que casi muere.

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