Día caluroso de marzo del 2016 ella viaja en el c4 dirección puerta del Sol. Punto de encuentro, el oso y el madroño, como buena chica de provincias que poco más conoce de una capital en la que cruzar una mirada resulta un pecado romántico pasado de moda.

Jersey amarillo, gafas de sol de segunda mano, de las que ya compras rayadas, pantalón estrecho, zapatillas deshilachadas y una bolsa de tela, de las que lucían entonces impresiones propias de fanzine. Todo él resultaba atractivo, esperando rodeado de turistas, a ella, la chica de pelo corto que hacía pocas semanas su imprudente amigo le presentaba.

Casual fue su primer encuentro, no tanto este, el que tantas veces ella, mi madre, desglosó metódicamente en su imaginación. Todo lo que harían, comerían, las interesantes conversaciones que les harían conectar, todo, excepto yo, que por aquel entonces no era ni una de esas ideas locas y anticipadas, que ella suele tener.

Podía calcular que él tenía cierto interés en ella, pero no conseguía los datos precisos, las palabras concretas que tanto ansiaba. Porque él, siempre fue de poco hablar y quizá fuera eso lo que tanto le fascinaba, jugar a adivinar qué coño está pensando. Fue en esta cuestión mental en la que él, en silencio, señaló un nombre escrito en la pared de aquella exposición. Un índice cortito, lleno de padrastros, con una uña casi inexistente, anunciaba su nombre: Luis Gambino. Tardó unos segundos en reparar que se trataba de él, el misterio, uno de los participantes en aquella muestra del museo ABC.

En la misma calle Amaniel, ella deseaba que él se acercara, pero no lo hizo, ni lo haría. En lo alto de un canalón, pegado a una grieta en la pared, junto al poyete de una ventana, descubrió un pequeño bloque de plástico. Una pieza de juego infantil, de mi color favorito, azul. No dijo nada, solo le fascinaba todo lo que mi abuela llama “mierdas que te encuentras por la calle”. Coleccionaba todo tipo de objetos y papeles a los que buscaba un significado especulado, creando toda una historia detrás.

  • -¿Lo quieres?

Con acento Valenciano, sin saber muy bien porqué era de su interés, le pregunto a ella. Como si hubiera vuelto a la infancia, asintió con la cabeza con una sonrisa cerrada coronada por dos rojizos mofletes. En ese momento él, mi padre, regaló a mi madre el objeto más preciado: el primer ladrillo de mi casa azul. El primer sentimiento sobre mi existencia.

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