Siempre se sentaba junto a mí en el autobús, camino del trabajo. Me hablaba bajito y llenaba de luz mis días. Una mañana, cogiéndome del brazo, se inclinó y, acercando su cabeza, me susurró al oído: “yo soy tu madre”. Quise contestar “yo no tengo madre” pero su cara, sus ojos, como en un espejo me veía a mí mismo al contemplarla. Sin despegar los labios garabateé unas palabras en una esquina del periódico y se lo tendí: “La espero el sábado, a las seis de la tarde en esta dirección”.

Una casa cuna y un orfanato fueron mis únicos hogares. Allí el orden y la disciplina trazaron las coordenadas de mi infancia, aderezada con hambre y frío… y el miedo. Miedo a la oscuridad que amenazaba con devorarme y confundirme con la noche; miedo a la soledad que únicamente los castigos mitigaban; y miedo a un vacío en el alma que no podía entender. Yo me sentía un puntito insignificante perdido en un universo para el que yo era totalmente prescindible.

Las monjas del orfanato regentaban un colegio que admitía alumnos que iban y venían cada día; así los del orfanato nos convertimos en los «internos», y al terminar las clases regresábamos por un pasillo al edificio que era nuestro hogar. Desde el mirador que se asomaba a la calle nos apiñábamos, con los ojos pegados al cristal, para observar las idas y venidas de los externos. Los encuentros con sus madres, sus besos, y la libertad de moverse por las calles provocaban en nosotros perplejidad y envidia.

Cada conversación en la que algún externo hablaba de su madre cambiaba de golpe mi vida: me devolvía a la oscura soledad del dormitorio colectivo, a un sentimiento de vacío más allá del estómago y más doloroso que el hambre. Mis oídos se aferraban ávidos a frases sobre sus madres. Indagué y con sus historias me construí la fantasía de una madre que hacía las mejores tartas de manzana del mundo, como la madre de Manuel; que leía los cuentos más maravillosos, como la de Pedro; y repartía los besos de buenas noches con más ternura, como la madre de Antonio. ¡Cuánto hubiera dado por disfrutar un solo día de una madre así!

De una revista abandonada en una papelera saqué una foto de una mujer rubia de ojos cristalinos, rasgos bien cincelados y el aspecto que yo soñaba en una madre. Aparecía en el anuncio de una compañía aérea vestida de azafata. En mis horas muertas me montaba películas con aquella foto y retazos de las historias que había escuchado. Aún la conservo entre mis tesoros más preciados.

Ahora, cuando ya he cumplido los veinticinco, una mujer de carne y hueso aparece y dice ser mi madre.

Llega el sábado y acudo puntual a nuestra cita. Me siento en una esquina del café con mi periódico y mis libros como únicos testigos. Entra, se acerca a mi mesa, y se sienta frente a mí. Me sonríe con cierta crispación, parece nerviosa. Está guapísima vestida de azul como mi azafata.

—No imaginas cuanto me ha costado encontrarte… Quise acercarme a ti antes de que supieras que soy tu madre .

Yo de la emoción no puedo pronunciar una sola palabra.

—Dime, por favor, que quieres conocer a tus hermanos. Iban a venir conmigo—comenta y me muestra una fotografía que ha sacado del bolso.

Dos gemelos idénticos a mí cuando tenía unos diez años.

Mientras la taza de café se enfría sobre el velador de mármol ella habla y va desgranando datos y disculpas con ojos de súplica. En mi mente se va completando el puzzle de nuestra historia, sus motivos, y su ausencia…

Reconozco en sus gestos los míos. En su manera de taparse la boca con la mano cuando brota espontánea la risa, y en ese temblor apenas perceptible que le recorre el ojo izquierdo cuando se altera.

La escucho atento, callado, intentando empaparme de todos los detalles…debo asimilarlo, reconciliarme con mis recuerdos.

El tiempo vuela y tenemos tanto de que hablar. Quedamos en que vendrán a mi casa el próximo fin de semana.

Al despedirnos me da una noticia que ilumina nuestro encuentro: en un par de meses mis hermanos y ella van a ser desahuciados. No tienen donde ir y yo soy su único pariente. Lo dice en tono confiado, seguro, y su seguridad duele. En ese instante me gustaría volatilizarme, que la Tierra desapareciera bajo mis pies y no haberla conocido, aunque reconozco que he picado gustoso su anzuelo.

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