La camisa, marrón, se me pega al torso debido a la humedad reinante en el ambiente, yo me encuentro sentado en una silla observando las distintas formas del cielo y escribiéndole al tiempo. El reloj de mi muñeca no acelera por mucho que se lo pida, de modo que no quedan más opciones a parte de esperar, reverberar y terminarme el mezcal. La noche no es nueva para mí, forma parte de uno de esos círculos aleatorios que a veces nos brindan las desavenencias de los hechos. Fijo mi vista en el papel y comienzo a escribir, para matar el rato o los nervios o ambas:

«Aquel día el ambiente era pesado, como si el viento hubiera huido llevándose consigo el olor de los jazmines que adornaban el patio, condenando a los vivientes a una opresión difícilmente evitable. La luna trataba de esconderse entre un grupo de desinteresadas nubes, como tratando de avisarme de lo que desde las cinco ¡que terribles eran las cinco de la tarde! llevaba fraguándose. La ciudad estaba en calma, pero no era la calma de un pescador, si no la calma del pez que ojea el anzuelo sabiéndose incapaz de resistir a su engaño. Mis pies, que no lograban ponerse de acuerdo, habían terminado por decidir que lo más provechoso para ambas partes era dar vueltas en círculo alrededor del limonero que se erguía, orgulloso, en el epicentro del jardín. Puedo recordar también el nerviosismo que dominaba mis manos. El folio, lleno de tachones, y el lapicero, si es que podía seguir recibiendo aquel nombre. Sabía que las palabras estaban allí, siempre lo habían estado, pero del mismo modo que una radio que padece de mutismo no lograba hacerlas salir. Supongo, quiero suponer, que influía mi situación. Las constantes intrusiones de los soldados en mi casa que, por suerte o por desgracia, habían tenido lugar cuando me encontraba visitando la ciudad, me habían llevado a refugiarme en casa de mi amigo Luis Rosales, creyendo que su estrecha relación, a mi pesar, con la falange, me protegería. Para ello tuve que dejar a mi familia y, no les voy a mentir, eso me produjo un malestar que me costaba combatir»

Vuelvo a mirar el reloj, apenas han pasado quince minutos cortos, no sé dónde se metió mi pipa, que bien me vendría ahora mismo. Suena el cielo pero no volverá a llover hoy, al final uno acaba por conocer los quejidos de la selva y sus perezas. Rueda el lápiz por la mesa, queriéndome recordar el pacto que hice con él al nacer que me prohíbe dejar de escribir bajo riesgo de muerte, y como hoy no debe salir nada mal, recojo el testigo:

«Sonaron de súbito fuertes golpes en la puerta de la entrada.

-¡Guardia Civil, abran la puerta!

Perdido como estaba en mis intranquilidades me acerqué para ver qué querían aquellos señores de formas impacientes y golpear vigoroso, pero una mano en el pecho me detuvo.

-Debes irte Federico, yo hablaré con ellos. El mozo de cuadras saldrá en pocos minutos hacia la ciudad con el carro, escóndete dentro y te llevará lejos de aquí. Allí hay un bar, aguardarás en la bodega hasta el alba y entonces vendrá a por ti un hombre encapuchado que te llevará a las afueras, al olivar. A partir de ese momento poco podré hacer. Mucha suerte hermano, volveremos a encontrarnos en un país que no albergue disensiones ni guerras fratricidas.

-Espero, hermano mío, que nunca deje de haber disensiones o habremos perdido cada pequeña parcela de humanidad que todos portamos. Volveremos a vernos.

Mientras él salía a recibir a los soldados me dirigí presuroso a la parte trasera de la vivienda donde, como había vaticinado el padre de los Rosales, me esperaba un carro.

-Mi nombre es Tebeo, le he habilitado un espacio para que pueda viajar usted lo mejor posible. Además, en caso de agobiarse dispone de una rejilla por donde entrará algo de aire si lo desea. Yo le haré una señal de existir algún tipo de peligro.

-Muchísimas gracias, no sabe cuan agradecido le estoy.

El lugar donde yo viajaba me permitía vislumbrar las calles que, con la luna escondida, estaban muertas de agobio, irreconocibles en un agosto granadino. Las casas se fundían una con la siguiente y esta con su vecina dejando un paisaje nuevo para mí, a pesar de conocer cada una de sus cicatrices, de sus lunares, de sus besos. El traqueteo, rítmico sobre los adoquines, me devolvía los pasos dados años atrás y que hoy desandaba sin certeza alguna de poder volver a revivirlos. Lo que mi posición no me permitía observar era el futuro, las curvas que el carro seguía y que hacían camino como ya dijera hace tiempo Antonio Machado. De lejos se escuchaba el llorar de una guitarra cortando el silencio que amenazaba con tragarse las vivencias allí grabadas y las risas, que ahora parecían eco de un sonido que jamás existió. La herida donde cada día se vertía sal, un abismo insuperable. Distintas sensaciones se unían en aquel trayecto, la ilusión de ver que había gente en lucha capaz, de ponerse en riesgo por alguien ajeno a sí, con la desesperanza ocasionada por tener que abandonar la ciudad que me había visto crecer.»

Algo cruje en unos arbustos cercanos y mi instinto me hace levantar la cabeza de forma automática. Sale curioso un esbelto jaguar maya, probablemente atraído por el chispear de la vela en el interior del farol. No debe de interesarle lo que ve y marcha de nuevo hacia la oscuridad. El tiempo se sigue escurriendo lentamente y me llegan sonidos que no se demasiado bien cómo identificar, de modo que me vuelvo a batallas de otras mis vidas:

«El trayecto duraba más de lo que en un principio esperaba y comencé a preocuparme por la verdadera intención de Tebeo. Pese a eso, al no poder atisbar demasiado por la estrecha rendija decidí confiar en el guía. Algo más tarde, en una zona oscura, el carro se detuvo.

-Esto no es el bar donde se suponía yo debía refugiarme ¿Quién eres y por qué nos detenemos?

-Efectivamente, no es el bar, le habían tendido una trampa y la zona estaba repleta de soldados de modo que he escogido un camino alternativo. Aquí estamos lejos de cualquier mirada indiscreta por lo que creo que es el momento indicado de que se esconda en el monte. La noche le tapará y usted debe encontrar la forma de alejarse de aquí.

-¿Cómo sé que puedo confiar en usted?

-No puede estar seguro pero tampoco tiene demasiadas opciones.

-¿Y usted que hará?

-Seguiré mi camino como cada noche.

-Pero si lo que dice es cierto, y al llegar no me encuentro en el carro, lo tomarán por republicano y recibirá usted el castigo que a mí me esperaba.

-Tal vez sea cierto, y tal vez yo sea republicano y tal vez valga la pena morir por algo y si eso es cierto, a buen seguro ese algo es salvarle la vida a un hombre.

-Visto de ese modo, tampoco yo abandonaré el camino, para así salvar su vida.

-Eso no es posible, ya me he saltado uno de los controles, el del bar, y es probable que se hayan dado cuenta de lo que sucede. Por tanto, estoy igual de condenado que usted y ante eso no hay nada que se pueda hacer.

– Entonces la única solución que nos queda a ambos es lanzarnos al monte y tratar de huir.

-No señor. De hacer eso se darían cuenta pronto que estamos tratando de fugarnos y les daría tiempo a encontrarnos. Es un esfuerzo inútil.

-Debemos arriesgarnos, es más, nos arriesgaremos, ya que o se viene conmigo o me quedaré dentro del carro.

-Está bien. -Me respondió tras unos instantes de cavilación. -Pero usted se esconderá en los caminos y seré yo quien baje a los pueblos a por comida ¿Estamos de acuerdo?

-Lo estamos. -Aseguré feliz de mi pequeño triunfo.

Durante tres días caminamos, siendo él quien guiaba al conocer aquellos montes a la perfección. Además, como habíamos acordado, hacía incursiones en los pueblos para obtener comida y otros víveres, mientras yo me escondía por ser un personaje más conocido o por inercia o por cobardía o qué se yo. El cuarto día fue encontrado por los sublevados cuando paseaba por uno de los pueblos donde teníamos previsto descansar y recargar alimentos, al menos eso me dijeron cuando asustado recorrí las casas preguntando por él. Al alba un camión se dirigió a las afueras. Yo nunca dejé de caminar.»

Aquí está la dichosa pipa. La enciendo y permito, en una larga calada, que el humo recorra los recovecos de mis ya cansados pulmones. Me fatiga recordar aquel día, trasladar cada una de las partes de mí de vuelta a Granada. Es tan diferente todo y ha pasado tanto tiempo… El romero es ahora orquídea, las buganvillas son un puente temporal. La humedad me agota y las torrenciales lluvias diarias dan vida a la selva mientras que allí en mi tierra el agua brillaba por su ausencia. Han cambiado tantas cosas, han cambiado las nubes y l luna tiene otros colores, los caballos sonríen de forma diferente y la pipa tiene otro sabor, aunque me sigue teniendo dentro del círculo. Los caminos se parecen, todos buscan el mar pasando antes por los ojos de alguna mujer o de algún hombre. Hay cosas que son iguales, los nombres resuenan entre las montañas buscando los cuerpos que les fueros expropiados y las madres que los bautizaron no duermen ni lo volverán a hacer, apostadas como están en la puerta de las casas sin saber cómo dejar de comenzar. Estamos en 1994 y las batallas son siempre las mismas, levantarse de la cama cada día duele más, y hoy 1 de enero hace un calor que tiene buena pinta. Ha pasado tanto tiempo y tantos kilómetros y somos tan enormemente iguales. Escucho, o quiero escuchar, el llanto de una guitarra que cae manso, a trote, sobre la noche. Gime deliciosa y es un buen augurio, nunca la tristeza tuvo una alegría tan cosida en su interior.

-¡Subcomandante Marcos! La luz ha llegado a la selva Lacandona y ya controlamos diversas ciudades.

Miro el reloj de nuevo, sonrío esperanzado, me levanto más rápido de lo debido y sin poder evitarlo, lo abrazo dejando las lágrimas correr.

-Hemos tomado los altos de Chiapas sin disparar un fusil. Lo hemos logrado, los zapatistas lo hemos logrado.

-Aún no celebres que es pronto. -Le recomiendo y me siento un viejo cascarrabias, pero la boca me sabe dulce y todo lo que ocurra a partir de ahora habrá merecido la pena. Firmo el documento que llevo escribiendo para ganar al reloj, me subo al caballo y nos internamos en la oscuridad. -No se ha disparado una bala.

Los zapatos son de cuero con cicatrices que los decoran, tienen la vista cansada de tantos soles y, sobre todo, de tantas noches. Las gafas se resbalan pero los pulmones, aunque perezosos, aún respiran. Las disensiones nos dan la bendición de seguir pintando las ideas con alternancias de luces y pese a las reticencias de enquistados dinosaurios el hecho es que las casas están adquiriendo nuevos colores y el campo es ocre al atardecer como besando las manos que lo labran, el odio siempre estará de moda y la lucha por desterrarlo siempre viva.

Firmado:

En alguna vida Federico García Lorca, en otra el subcomandante Marcos, en la siguiente quién sabe y de las anteriores no me acuerdo.

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