La victoria sabe a caldo de gallina

La victoria sabe a caldo de gallina

Elda

28/11/2017

Mi tío Tomás era el más divertido de la familia. Los fines de semana le esperábamos en la casa de mi abuelo en aquel pueblo polvoriento y abrasado por un calor casi infernal que es La Villa del Rosario. Aguardábamos su entrada triunfal y sus cuentos terroríficos para las noches sin luna en el patio de la vieja casa.

Allí nos reuníamos dieciséis primitos a escuchar las historias de espíritus que volvían del más allá sin otra razón que aterrorizar a los humanos. Cuentos que nos espantaban el sueño y nos alborotaban la tranquilidad. Las historias transcurrían entre nuestro más absoluto silencio y la mirada alerta ante cualquier sombra que la imaginación transformara en un fantasma.

Inolvidable, la historia de la monja que en sus breves apariciones en el pasillo de la casa dejaba un olor a incienso de rosas, o la de la mujer que respondió con ojos de fuego a las propuestas indecentes de dos borrachos en medio de la calle.

Mis padres me reñían por escuchar las historias, no porque me causaran un trauma, sino más bien por la incomodidad que mi miedo causaba en su descanso matrimonial. Una noche a mi padre le dio curiosidad y se unió a nuestra velada. En esa sesión me sentí segura al lado de él, los espíritus nunca asustarían a la gente buena y noble como mi papá.

Tomás abrió el terror con la historia del fantasma que habló con mi tía Neli, un episodio en la familia que la catapultó a la fama de valiente y a la admiración de todos sus sobrinos, y que condenó para siempre la habitación donde había sucedido tal conversación.

Siguió con el cuento del hombre flotante sin pies, pero que sin embargo había dejado una huella en el suelo de la habitación de la abuela. Esa noche observamos pálidos del susto un pie de adulto, una marca evidente del más allá, la prueba indiscutible de mi asustadiza infancia. Sentada al lado de mi padre podía sentir seguridad a pesar de su entusiasmo con los cuentos, pero, de pronto esa seguridad se esfumó, porque él con la seriedad y la experiencia que dan los años nos contó la noche en que jugó con el diablo, sí con el mismísimo Lucifer.

Fue una noche oscura en Santa Bárbara del Zulia, allá por el año cuarenta y tres del siglo pasado cuando no había más que la luz de la luna para alumbrarse. Él y un puñado de amiguitos se dispusieron a jugar al escondite bajo la oscuridad. Al momento de comenzar la partida llegó un niño desconocido a unirse a la pandilla. El nuevo integrante tenía una excepcional habilidad para «quedársela», nunca perdía, era intrépido y libertaba a todos con una gran capacidad. Algo fuera de serie, un superdotado del escondite.

Con la inconformidad que da en varias rondas de juegos tener siempre el mismo ganador, los niños se dispusieron a averiguar el secreto del desconocido campeón. Se descubrió en el momento que mi papá le ganó la partida, fue cuando ante la discusión de culparlo de cometer picardía pudieron observarlo detenidamente. Fueron sus pies que lo delataron, no tenía, en vez de ellos poseía dos grandes y mugrientas patas de gallina, ligeras que le otorgaban tal velocidad. ¡Es el diablo, es el diablo! –gritó mi papá, rápidamente puso sus chanclas en cruz para alejar al pequeño demonio, el cual escapó velozmente con un aullido entre la penumbra. Nunca más volvieron ver a aquella criatura y según él aprendieron la lección de no jugar más al escondite en las noches oscuras y de la eficacia que tiene un crucifijo así sea improvisado.

La ronda terminó con los pelos de mi papá en punta, el asombro de mis primos pensando que el tío Vinicio, el mismo que hacía malabares con las naranjas antes de preparar el zumo había tenido un juego diabólico. Yo acabé con el corazón acelerado y totalmente confundida, ahora ya no tenía quien me protegiese de los fantasmas, cuál sería mi refugio, si el más allá no respetaba ni el bien ni el mal. Me sentí perdida en nuestro mundo de vivos acechado por los muertos.

Esa noche con más miedo que nunca me fui a dormir de nuevo en su cama, está vez más al ladito de mi mamá pensando que en cualquier momento el diablo vendría a pedirle la revancha. Yo estaría presente, escuchando el chasquido de sus uñas acercándose, ya adulto en pantalones largos, desafiante, despertando a mi padre de un pinchazo en la barriga con su tridente. Saliendo a la noche oscura a ajustar cuentas en juego quizás sin retorno.

En la mañana me desperté en otra habitación con los buenos días de un papá sonriente y tranquilo invitándome a desayunar. Allí en la mesa estaba la familia entera desayunando con el café recién colado, quejándose del calor que inauguraba el día y del montón de platos que habría que lavar tan temprano.

El último recuerdo que tengo de ese día es el de mi papá preparando una gallina al atardecer para el caldo de la cena. Le torció el pescuezo hasta que dejó de cacarear, la metió en agua hirviendo y la desplumó con habilidad, la tumbó desnuda sobre la mesa y de un cuchillazo en seco, le cortó las patas que fueron a parar directamente a la basura. En ese momento recuperé la seguridad y el sosiego que había perdido y me tomé en la cena el mejor caldo de gallina de mi vida. Aún puedo saborear en mi memoria el gustillo de la victoria.

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