Sus pizzas

Sus pizzas

eman

08/08/2020

No he vuelto a comer pizza desde entonces. Extrañaba el olor de su muzarela derretida en el horno. También su habilidad de colocar la cantidad exacta de orégano. No te quedaba ninguno en los dientes y el perfume de aquella planta te bañaba de placer hasta la mitad del cerebro. Sus pizzas eran perfectas, simples. Al separar las porciones el hilo de queso era también sublime, ni muy grueso como para molestar el corte del cuchillo ni muy fino como para mancharte la ropa al caer. Cuando murió mi gusto a la pizza quedo enterrado al igual que él. 

Lo mató el cáncer, de páncreas.  Una persona que tenia la habilidad, de mezclar un poco de masa con queso y aceitunas y transformarla en una obra de arte, como para exponer en algún museo de París. Había muerto por una enfermedad que atacó su aparato digestivo. Una crueldad del destino, de la vida o de quien sea él que manejaba los hilos. 

Él me había enseñado sobre el amor de las cosas simples. Que te esperen con una comida elaborada después de un día duro de trabajo. Que te sonría mientras cortaba una cebolla, demostrando inútilmente su hombría y que había sido destruida. Mirar de reojo la mesada llena de ollas sucias, esperando que se cumpla la regla del que cocina no lava. Sabiendo que él terminaba lavando porque aún no se borraba en mi rostro las lineas del cansancio. Lloraba de la risa cuando jugaba conmigo con su delantal de cocina.  

La verdad es que no lo aproveché. Su muerte me tomó por sorpresa y no pude mostrarle lo que realmente lo amaba.  Si hasta el día de su ultima cirugía me cocino una pizza con anchoas. El doctor nos dijo que era la ultima esperanza, que la metástasis estaba demasiado avanzada. y él, en vez de caer en la depresión, encendió el horno para mí. Cuando dividimos la pizza en ocho porciones cada una tenia dos trozos de anchoas, una aceituna y media rodaja de tomate. Era un arquitecto en la cocina.

Y se fue. una tarde entré a su habitación en la clínica y lo vi pelado, delgado hasta los huesos y con manchas en todo su cuerpo. Se acercó a mi oído, sin fuerzas para largar su ultima bocanada de aire. Haciendo un esfuerzo para decir lo que eran sus ultimas palabras.  Intentó sonreír, pero sus labios estaban demasiado agrietados, sus encías tenían un color morado y su aliento ya no era fresco. Solo pudo decirme «¿y si hacemos unas pizzas?».

No sé como terminar esta historia, mi historia. Hay noches que los recuerdos me hunden en la depresión. Hay mañanas en que levantarme es toda una osadía. Desconozco cuanto ha pasado ya desde que partió, porque todos los días son iguales. Grises. Entre la soledad y la tristeza se han llevado lo que quedó de mis ganas de vivir y de mis fuerzas para continuar.

Al frente de mi casa han abierto una pizzeria.

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