MUDOS SINSABORES

MUDOS SINSABORES

— Creo que debemos internarla— declaró Dino con voz temblorosa. 

Amina observaba a Marija con una mezcla de lástima e incomprensión. Desde que la instalaron en su casa, no habían notado mejoría alguna. Los días de Marija transcurrían en un eterno silencio. Amina acariciaba con ternura las mejillas y las manos de su suegra, intentando así aliviar el sufrimiento que parecía apoderarse de la dulce anciana. En un inicio creyeron que Marija había perdido del todo sus cabales. Sospechaban que la acumulación de aflicciones, aunado a los estragos de la edad, habían terminado por mermar su salud mental.

— No puedo abandonarla—pensó Dino observando a su madre ausente—. Amina buscó entonces la manera de hacerle a su suegra la vida más placentera. Lo primero que se le vino a la mente fue que le prepararía el Begova Corba. Dino le había comentado que un lazo particular unía su familia a ese platillo.

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Srebenica, 1995.

Pese a las vicisitudes y clamores de la guerra, Marija se había procurado todos los ingredientes del Begova Corba. Como era el platillo favorito de sus hombres, Marija deseó complacerlos. Sin embargo, se hacía tarde y estos no regresaban de la fábrica. Asediada por una espantosa aprehensión, Marija no sabía por dónde empezar.

— ¡Dino! —gritó Marija desde la cocina hacia el cuarto de su hijo menor que se hallaba encamado, víctima de una persistente fiebre—. ¡Voy a preparar Begova Corba para la cena! —. El pequeño Dino se sintió dichoso. Compartir su inclinación por aquella sopa con su padre y hermano le proporcionaba la ilusión de que lo tratarían por fin como a otro hombre de la casa y no como a un bebé.

De inmediato Marija sacó las zanahorias, los espárragos, las papas, el apio y desmenuzó el pollo con gestos torpes, sin lograr que su angustia disminuyese. De pronto oyó unos gritos desgarradores a lo lejos. La puerta se abrió de golpe. Era su comadre Svetlana:

— ¡Marija!, ¡ven!, ¡corre!, ¡los militares serbios!

Antes de irse y de forma instintiva Marija apagó la sopa, esperanzada en que todos la probarían al regresar. Siguió a su comadre hasta las afueras de la ciudad. Con el aroma del platillo aún en las narices, el hedor a muerte la detuvo en seco. Una pila de cuerpos inertes yacía en posturas inverosímiles. Allí, en medio, encontró a su esposo y a su hijo, viles despojos, vidas truncadas en segundos, victimas del odio y de la intolerancia. Al mismo tiempo que el habla, Marija perdió para siempre toda fe en la humanidad.

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Amina tenía el hábito de instalar a su suegra a su lado mientras cocinaba. Afanada en la preparación del Begova Corba, no se había percatado que sendas lágrimas surcaban las mejillas de Marija. Se le acercó, le agarró las manos, presas de fuertes espasmos. Atisbó con sorpresa en el rostro de la anciana una leve y liberadora sonrisa. Sus manos cayeron inertes, pesadas. 

El Bergova Corba borboteaba en la olla con fuerza, esperando ser degustado.

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