Trinchera de guerra y amor

Trinchera de guerra y amor

Corrían por toda la casa sin reparo alguno, mamá se había cansado de remendar las travesuras de sus pequeños, tiró la toalla como dirían. Era cierto que él y su hermano estaban en todo, menos preocupándose en mantener la compostura, agotar la paciencia de mamá era divertida jugarreta.

Hacia aquellos tiempos se les conocía en el vecindario como una familia bulliciosa. Mamá gritó y gritó en desafuero, ha de pensarse que los vecinos artos estaban, del escándalo y griterío.

En el transcurrir del día, como era de costumbre, mamá se estresaba al extremo más peliagudo, rayando el límite de la locura y la cordura al no lograr, tras intentos fallidos, apaciguar la ansiedad de sus incorregibles niños. Llegando a ese momento, sería entonces cuando la adrenalina infantil hubo de alzar vuelo; se cocía otro atentado para la tranquilidad de mamá, así que acto seguido, se ejecutó: se portarían a posteriori el triple de mal haciendo de oídos sordos a los ya ahogados reclamos de mamá.

Mamá, separada de papá criándonos sola. Era seguro que se sentía agobiada, superada por la tensión del hogar. Ella solía quejarse de su vida, y de papá, por no fungir como cabeza del hogar y delegar toda responsabilidad en ella. Él no vivía con nosotros (habíase ido a vivir con la abuela luego que mamá, al descubrir una infidelidad, lo confrontara), venía a casa en ocasiones, también se encargaba de la manutención.

Ella vio en él la causa de sus desdichas, por haberla abandonado del hogar. Llevaba un sentimiento desesperanzador metido en los huesos. La idea de una familia perfecta, esa que expectante aspiró erigir, fue superada por la realidad. La vida no habría sido lo que ella esperó o anduvo buscando, supongo que alguna vez creyó sentirse destinada a tener la familia modelo, de aquellas a la que todos ansiamos pertenecer, pero no fue así.

Su vida personal daría un vuelco inesperado cuando cada embarazo le golpeara con algunos kilos de más: dos hijas y dos hijos. Su figura ideal, “esa” que había cautivado el corazón de padre, se desdibujó, y colaboró a que esta situación se precipitara, ya imaginarán cual; el engaño, y luego la agonía interior en que viviese. Saben, como es dicho: “el hombre se enamora por los ojos”.

Así era en ese momento de la vida la situación familiar. Aunque esta pasase del todo desapercibida ante mi hermano y para mí, pues estábamos siquiera vislumbrando la flor de la vida, él tenía seis años de edad, y yo nueve. Aún con todo, sí sentíamos la ausencia de papá…; por lo que los días de él arribar a casa fueron celestiales; restarían toda la importancia a los demás días de ausencia.

Como no recordar el traquido en el motor del auto de papá al apagarse, llegando a casa. Y querer mirar desde la ventana, esperando que fuese él. Es por esto que, en mucho tiempo, el rojo fuese mi color predilecto. Papá llevó consigo, en esa época, un “Fiat Uno 94” color rojo, algo destartalado, pero con una pintura reluciente y casi en perfecto estado.

Ese día en especial, del cual toma parte este relato, mi hermano y yo estábamos del todo sumergidos en el desenfreno típico de la niñez. Acostumbrábamos jugar a peleas; brusquedad y resistencia era lo nuestro: hacer posiciones y flexiones típicas del yudo o alguna otra disciplina digámosle “mortal”, y eso hacíamos. Mi hermano correteando por la casa, y yo, tras él.

Pensando en una travesura divertida nos aventuraríamos a ir al dormitorio de mamá para saltar encima de su cama (¡sí en su cama!). ¿Pegar brincos?, ¡no señor!, hay que saltar, saltar y patalear en el colchón inflable de mamá.

¡Oh qué mala idea!…, lanzando una patada bestial al pecho de mi hermano, con la pierna extendida simulando ser “Bruce Lee”, lo lanzaba fuera de cama en velocidad vertiginosa, a unos cuantos metros más allá…; y paró a estrellarse contra la pared de la habitación, justo al frente, ahí donde estuviese el guardarropas. Salió volando en el aire siguiendo una trayectoria rectilínea casi perfecta, y de tajo.

No era mi intención golpearlo así, pero… ¡Me sentía un fortachón corajudo!. De momento no recaí en el peso moral que implicó mi acción del todo reprobable, estando allí pensaba en esto: ¡¿una patada así es posible?!, (estaba contemplando estupefacto mi talento innato para el “yudo”, y gritando por dentro un gran “¡guau!”).

El llanto de mi pequeño hermano, solo segundos después, fue ensordecedor. Como era costumbre en él, agregar algo de melodrama a su sollozo, todo para apelar al corazón maternal de mi madre, eso hizo. Estrategia de manipulación bien orquestada, y la puso en práctica sirviéndole como coartada en el momento trágico. ¿Qué creen?, llegó mi madre, y él, haciendo alarde de su arte, se redimió a sus ojos. Mi madre al ver su llanto imaginó la peor situación, por lo que no le importó mucho si tenía o no razón para castigarme, se inspiró dándome una de las peores palizas de mi vida. Es difícil querer llevar la contraria en una situación como esa; los hijos pequeños, aunque muchas veces diablillos, son sagrados a los ojos de su madre.

Mi hermano no es tonto, supo sacar ventaja con astucia, y lo seguiría haciendo de forma paulatina en años, (ahora que lo pienso… ¡Sí que hubo sido un diestro en el arte del engaño!, Llora, llora y llora, hasta sacar de sus casillas a tu madre…). Mi hermano descubrió lo que podía hacer con su docilidad de niño consentido, convirtiendo en un arma de extorsión la manipulación.

Nuestra relación de hermanos acabó siendo una trinchera de guerra y amor. El tiempo haría pensar a cualquiera, que vivir esta niñez no puede ser sino causa de un odio profundo entre hermanos, pero al nosotros madurar no sería así. Mi hermano y yo, en tiempo presente, somos como carne y mugre, y estoy seguro sobran motivos para permanecer unidos; más allá de los lazos establecidos por la sangre.

Tu puntuación:

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS