La puerta se deslizó permitiendo ver el exterior y allí estaba él, esperándome, sonriente y relajado. Me abrazó y besó afectuosamente mientras cogía la maleta. “Se te ve agotada, cariño”- me susurró mientras caminábamos- “¿Ha sido duro?”. Suspiré derrotada- “Siete días de largas reuniones, eternas conferencias y escaso descanso te derrotan…cuando no tienes 18 años”- sonreí. Recibí un beso comprensivo y entramos en el coche.- “ ¡Bueno!”- continuó mientras arrancaba el automóvil–“ ahora ya estás en casa y tendrás todo el tiempo que necesites para descansar. Comemos y …a dormir “. Suspiré mientras le observaba y vocalicé un “gracias” sin sonido, cuando él me miró. Recibí con los ojos cerrados su cariñoso apretón en la pierna y el silencio se hizo en el vehículo.
Seguramente me dormí porque no me enteré de nada hasta recibir un nuevo apretón con cierto movimiento de vaivén mientras escuchaba sus palabras “ Venga, amor, levántate y subamos a casa”. Le seguí como una autómata ya que sólo quería dormir y dormir, pero todo cambió cuando se abrieron las puertas del ascensor y un delicioso olor invadió mis fosas nasales que se dilataron con rapidez; ese aroma llegó hasta lo más profundo de mi olfato y automáticamente comencé a salivar. “ ¡ Mmmmm!”- exclamé totalmente despierta- “ ¡ Cariño!, ¿ no será verdad?”. Con una carcajada abrió la puerta del domicilio y una colección de sabrosos olores llegaron a mí. Inmediatamente la sensación de hambre hizo su aparición y me llevó hasta la mesa donde nos esperaba una paellera cubierta con un paño. Me senté, disfrutando de antemano del placer que me esperaba. Mi marido descorchó una botella de tinto y mientras preparaba las copas yo serví los platos.
Chocamos las copas con una sonrisa y después de probar el vino comenzamos a comer. Cuando entró en mi boca la primera porción de comida cerré los ojos…el arroz en su punto, ni demasiado cocido ni duro; la zanahoria y el pimiento rojo le aportaban el dulzor y el limón su punto ácido; las texturas diferentes de la carne de pollo, suave, y de conejo, sutil; la fuerza del pimiento verde…todo estaba allí…una multitud de sabores que se combinaban hasta conseguir la sensación de un único sabor… y allí tampoco faltaba ella, mi abuela, pequeña pero fuerte para su edad, en su cocina, habitualmente llena de sabrosos olores. Le encantaba cocinar y a nosotros el arroz de los domingos nos parecía delicioso porque al resto de los ingredientes siempre le añadía uno de su cosecha: amor. Disfrutaba cocinando para los suyos y era una de sus muchas formas de decirnos que nos quería. Sus hijas ayudaban pero nunca intentaron sustituirla porque ella no lo hubiera permitido. Su amplia sonrisa cuando recibía nuestros cariñosos besos y nuestras cálidas palabras de agradecimiento eran su premio…
Suspiré con el recuerdo y sonreí al escuchar las dulces palabras de mi marido – “ Hoy es domingo, cariño, así que toca el arroz de tu abuela”
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