El olor, ese olor, me asalta aún entre las ruinas.

Me avisó Alonso ayer. La casa se ha caído, dijo. Y su voz crujió como las vigas llenas de polillas que, hasta hacía unas horas, sostenían nuestra infancia. Mis ojos recorren los cascotes de adobe, buscando.

Entre el polvo del derrumbe puedo intuir el sabor untuoso, ligeramente rancio de los torreznos bien hechos sobre la chapa. Es el olor de él, de padre. Aunque la comida la hiciera madre, y luego Alonso, o Nati; él siempre insistía en freír los torreznos. Nos sentábamos en el banco con las piernas colgando, animándole a que echara un trocito de pan y la grasa chisporroteara, alegre.

En las habitaciones de arriba las tejas se alternan con trozos de cómodas y sábanas aún blancas, almidonadas. Una pátina atemporal las cubre, cual ceniza pompeyana empeñada en conservar lo que ya lleva tiempo muerto.

Padre los freía con mimo, sin prisa; como todo en el campo. Nosotros los devorábamos sin esperar a que templaran, y el aceite hirviendo salía despedido de la corteza, alampándonos el paladar. Si sobraban, los envolvía con pan y los guardaba en el zurrón.

Poco se intuye de la planta de abajo. Avanzo entre las ruinas, vacilante, y veo la piel arrugada del sofá donde tantas horas pasó en sus últimos años.

Lo mejor de los torreznos era cuando padre los sacaba en medio del monte, para almorzar. Primero dábamos un trago de vino de la bota, para limpiar el engrudo de humo de tractor y heno que atascaba la boca. El tempranillo me erizaba la lengua, presagio del festín que estaba por llegar. Y así, sentados sobre la hierba recién segada, dábamos cuenta de las sobras del desayuno. En silencio, como una liturgia.

Al fin la veo: la raquítica estufa de leña, que apenas alcanzaba a caldear la cocina. Puchero mágico donde padre se empeñaba en freír los torreznos, aunque ya tuviéramos cocina de gas. Él decía que no sabían igual. Tenía razón.

El portazo de un coche me despierta del embrujo de la casa. Alonso y Nati se acercan. De pronto, vuelvo a oír los silbidos de los vencejos. La brisa me trae trocitos de campo y me enfado con ese olor a primavera que enmascara al otro tan querido, impregnado en la casa, en mi memoria. Hasta los cimientos.

Mis hermanos se acercan y con la torpeza que concede la edad, sortean los restos de nuestra infancia hasta colocarse a mi lado.

—En el gas no sabían igual —constata Alonso señalando la estufa.

Nati asiente y de pronto su gesto grave se torna en una pícara sonrisa, igual que la de madre. Nos hace gestos para que miremos lo que ha traído. Y, como si de un pajarillo recién nacido se tratara, saca un pañuelo de su bolso y retira las esquinas con cuidado, mostrando una buena ración de torreznos. Crujientes, aún templados.

Nos sentamos junto al arroyo, sobre la hierba, y los saboreamos en silencio.

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